La nuova bussola/Stefano Fontana- Infovaticana

Se permitirá la participación en la misa solo con Pasaporte Covid. El proceso ha sido inicialmente ambiguo, pero ahora el resultado final está ya cerca. La Iglesia dice (y dirá cada vez más) que es el Estado quien tiene competencia en la materia; el Estado dice que lo hace por la salud pública; se ajustan las normas concordatarias, civiles y canónicas y volvemos a la Paz de Westfalia (1648), donde se establecieron las iglesias estatales, o aún más atrás, a la Paz de Agusta en 1555: cuius regio eius religio.

La religión será regulada por el Estado, tal y como decidió Lutero en su momento al entregar la Reforma a los príncipes alemanes. Y no por razones prácticas, sino como consecuencia de su teología. Si la Iglesia católica acepta esto, se presenta como protestante y ya no como católica. Uno de los efectos del gran reset relacionado con la gestión de Covid es la revolución de la Iglesia católica y en la Iglesia católica: al final ya no será ella misma. La pandemia llevará la secularización hasta sus últimas consecuencias.

El Consejo Federal de Suiza ha decidido que, a partir del 13 de septiembre, será obligatorio presentar el Pasaporte Covid (que en Suiza se llama TGV) para acceder a las celebraciones litúrgicas que superen las 50 personas. En Italia, los obispos han invitado a vacunarse a todos los que trabajan en parroquias, es decir, a los llamados agentes de pastoral, desde los campaneros hasta los catequistas. Esta práctica ya había comenzado en los seminarios.

La diócesis de Milán ha sido muy drástica en este sentido, imponiendo medidas que un comunicado de Justitia in Veritate juzga ilegítimas tanto en base al derecho civil como al canónico. Desde la primavera de 2020, cuando las curias diocesanas se limitaban a consultar a los funcionarios del Ministerio del Interior para saber cómo organizar la presencia en el altar durante la misa, la estatalización de la religión ha recorrido un largo camino.

Desde el principio, el Estado moderno ha querido meter mano a la Iglesia y a la religión cristiana. En su tratado De Cive de 1642, Thomas Hobbes no expresó ninguna duda al respecto. En una nota del capítulo 6, dice que “hay doctrinas, bajo cuya influencia los ciudadanos piensan que pueden legítimamente, es más, que deben rechazar la obediencia al Estado… No oculto que esto se refiere al poder que muchos atribuyen al príncipe de la iglesia romana en un Estado extranjero”, es decir, al Papa.

A lo largo de los siglos, las iglesias nacionales tuvieron formas de eludir las imposiciones ilegítimas de los Estados nacionales, especialmente a partir de la época napoleónica, apelando a un poder superior, el poder del Papa. El poder del Papa era universal, mientras que los demás eran particulares y, por tanto, dependientes. Pero Hobbes quiso acabar con esta práctica: “Atribuyo al poder civil el juicio de las doctrinas, si son o no contrarias a la obediencia civil”. Si juzgar hasta en los dogmas sería prerrogativa del Estado, ya podemos imaginar lo que piensan sobre el acceso a las misas.

Hoy se está haciendo realidad lo que se había previsto en su momento. Pero con importantes variaciones.

Una de ellas es que el propio Papa se ha sometido a la lógica de la política, es decir, a los Estados, y por lo tanto ya no puede actuar como apoyo autorizado para las iglesias nacionales que no quieran someterse al poder político en cuestiones de fe y moral. El primero en cerrar la iglesia en la primavera de 2020 fue el Papa. El primero en decir que vacunarse es un «acto de amor» ha sido el Papa. No es de extrañar que los obispos compitan por imitarle: muchos de ellos siguen teniendo en mente al Papa al viejo estilo.

Mientras que la Santa Sede se centra repetidamente en el plano global y universal de las cuestiones de moda -desde el medio ambiente hasta la migración-, olvida su propia universalidad en sus relaciones con los Estados y deja deliberadamente a las iglesias locales a merced de sus gobiernos. El Papa debería ser el que tirara de las orejas a los obispos de la Conferencia Episcopal Italiana y quien llamara por teléfono a la Curia de Milán. Incluso aquellos que responsablemente no se vacunan -ya sea porque la vacuna no es tal, o porque no está probada, o porque no hay ninguna emergencia que lo requiera- son una «periferia» que merecen la «inclusión» en base a la «conversión sinodal».

La segunda es que la Iglesia católica se muere de ganas por convertirse en protestante. Para ello olvida sistemáticamente su propio deber para con la política, incluida la sanitaria. Su deber es señalar a la política, incluida la sanitaria, que los fundamentos últimos del bien común hacia los que debe tender son custodiados por ella, por la Iglesia. No puede, por tanto, decir a los gobiernos: haced lo que queráis y yo me adecuaré, aceptando incluso que el pasaporte covid sea obligatorio para acceder a una misa. Si lo hace, ya se ha protestantizado. La nueva Iglesia protestante que acepta el pasaporte covid para ir a misa también acabará aceptando las leyes contra la “homofobia” y la “transfobia”: lo ha decidido el poder político.