Por Carlos Duclos

Sabía que una muerte brutal, injusta y prematura lo acechaba; sabía que podía ser asesinado, porque todo hombre espiritual que lucha y clama por la diginidad del ser humano representa un peligro para el poder que está al servicio del mal. Y aun sabiendo que la muerte lo entornaba, siguió con su prédica y su lucha, como si hubiera comprendido y aceptado que el sentido de su vida era la muerte para que otros vivieran y no sólo existieran. Parece ser que ese y no otro es el destino de los grandes.

Y lo que temía Martin Luther King al fin sucedió: el El 4 de abril de 1968, a las 18 horas, este pastor baptista que no sólo lucho por los derechos de los hombres de color, sino por el fin de la guerra en Vietnam y contra el hambre en el mundo, fue asesinado por un segregacionista blanco en el balcón del Lorraine Motel en Memphis (Tennessee).

Esa noche, el músico Ben Branch, iba a actuar en una reunión a la que asistiría Martin. Las últimas palabras de este colosal ser humano las escuchó precisamente este músico: «Ben, prepárate para tocar «Precious Lord, Take My Hand» («Señor, toma mi mano»). Tócala de la manera más hermosa».

A Martin Luther King el mundo lo recuerda por su inmortal y memorable discurso pronunciado en Washington, el 28 de agosto de 1963, delante del monumento a Abraham Lincoln que comenzó con las conmovedoras palabras: ¡I have a dream! (Yo tengo un sueño).

En ese lugar, y ante una multitud, el pastor baptista dejó mensajes que nadie pudo ocultar: «… cien años después, el negro aún no es libre; cien años después, la vida del negro es aún tristemente lacerada por las esposas de la segregación y las cadenas de la discriminación; cien años después, el negro vive en una isla solitaria en medio de un inmenso océano de prosperidad material; cien años después, el negro todavía languidece en las esquinas de la sociedad estadounidense y se encuentra desterrado en su propia tierra»

Más adelante: «no quedaremos satisfechos hasta que «la justicia ruede como el agua y la rectitud como una poderosa corriente (…) Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad (…) ¡Hoy tengo un sueño! Sueño que algún día los valles serán cumbres, y las colinas y montañas serán llanos, los sitios más escarpados serán nivelados y los torcidos serán enderezados, y la gloria de Dios será revelada, y se unirá todo el género humano…»

El final de aquel histórico discurso es un verdadero himno a la esperanza: «Cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: «¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!»

Paradójicamente, el asesinato de Martin Luther King significó la verdadera vida para millones de seres humanos apartados, discriminados por el color de su piel, que apenas si permanecían. Han pasado casi 50 años de aquella tragedia y pareciera que el mundo o, mejor dicho, algunos seres humanos poderosos, no han aprendido la lección.

Es cierto que los hombres de color gozan hoy de libertad, pero aún hay esclavos en el mundo, aún hay seres humanos maltratados hasta la angustia: de todas las razas, de todos los credos, de todas las naciones y de todos los pensamientos. Hombres, mujeres, niños que son oprimidos por el poder que tiene como dios (con minúscula) al dinero y como teología la opresión. Hombres, mujeres, niños, que siguen siendo esclavos de las circunstancias y de las políticas de un poder malvado e inescrupuloso.

Poder que a veces pretende mimetizarse y pergeña aislados actos buenos para luego dar el mazazo de Hércules sobre el corazón de los pobres inocentes. Como bien dijo Luther King: «la verdadera compasión es más que dar una limosna a un mendigo; permite ver que un edificio que produce mendigos tiene necesidad de una reestructuración».

Y aun cuando todo pareciera que está encaminado hacia la humillación y el sojuzgamiento de la masa sufriente y postergada, la verdad es otra, la verdad es que a pesar de tanta injusticia social, de tanto dolor de cientos de millones de seres humanos, una fuerza poderosa avanza sigilosa pero firme hacia el cumplimiento de las proféticas palabras de Martin Luther King: «¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!»