El 28 de junio de 1966, ‘un golpe de estado militar se propuso hacer la «Revolución Argentina», el Ejército interviene tres universidades nacionales: La Plata, Tucumán y Litoral, en sus sedes de Rosario y Santa Fe. Es evidente que la radicalidad estudiantil generó recelos en los uniformados para entender que era necesaria una intervención de esta naturaleza.

En Rosario, durante 1968, se producen dos hechos de relevancia, en el poder Judicial, un conflicto entre jueces, constitucionalistas de Rosario, que consideraron inconstitucional el Acta de la Revolución Argentina, organizaron un acto que es apoyado por pares, abogados y estudiantes, que fueron reprimidos por la policía y finalmente es intervenido el poder Judicial por el gobierno nacional.

Por otra parte, treinta sacerdotes que ejercían su ministerio en parroquias de barrios obreros de Rosario, Cañada de Gómez y sur de la Provincia de Santa Fe, confrontan con el Obispo de Rosario Monseñor Bolatti, por su marcada ausencia de sensibilidad ante los problemas sociales que se vivian y por haber tomado distancia de la gestión del II Concilio Vaticano y de la Encíclica Populorúm Progressio.

Luego de estos dos sucesos, devienen se desencadenan adhesiones de apoyo y solidaridad con los sacerdotes renunciantes. Una movilización promovida por dirigentes de distintas vertientes, curas y laicos reúne 3000 personas. Por ultimo, remiten un documento al Obispo solicitándole una audiencia. Al llegar a las puertas del Obispado el día acordado, se encuentran con el Comando Radioeléctrico de la Policía de Rosario.

El hecho no pasa inadvertido, ciudadanos sensibilizados con el drama social que se vive, ocupan distintas vicarías en el interior de la provincia de Santa Fe. En Rosario se producen distintas movilizaciones que acaban enfrentadas con la policía, en las que se registraron heridos de bala.

En la ciudad de Cañada de Gómez, se organizo un paro el 22 de julio que fue organizado por el movimiento obrero apoyado por todo el comercio local en adhesión a los sacerdotes renunciantes y en repudio a la política del Obispo Bolatti, la novedad esta dada por la ocupación de las iglesias.

Ya en 1969, el 15 de mayo, los estudiantes de la Universidad del Nordeste se movilizan oponiendose  a la privatización del comedor estudiantil. La ciudad de Resistencia entra en efervescencia, la Iglesia ofrece lugares para abrir comedores, los comerciantes donan víveres y la CGT chaqueña adhiere.

La Universidad del Nordeste, que como regional ejerce su jurisdicción en las ciudades de Resistencia y Corrientes, promueve una movilización con el apoyo de la Iglesia y de profesionales en Corrientes, sin embargo a pesar de contar con la autorización policial son reprimidos violentamente. Allí cae asesinado por las balacera policial el estudiante Cabral.

Días antes, en Rosario, en el acto homenaje al Día del Trabajador, la policía de Rosario cerca el centro de la ciudad para impedir que este se lleve a cabo, a la vez que una cincuentena de jóvenes identificados con el Movimiento de Acción Revolucionaria hacen actos relámpagos en la zona de Arroyito manifestando su adhesión a la CGT.

El 17 de mayo, el diario La Capital condena duramente la represión de Corrientes. Por su lado, el Partido Reformista Franja Morada y la Unión Nacional Reformista Franja Morada manifestaron «repudio e indignación por la muerte del estudiante Cabral en manos de la policía», lo acompañan distintas organizaciones políticas universitarias y centros de estudiantes de las facultades de Rosario. Quienes emiten un comunicado donde rechazan «la violenta agresión policial a los estudiantes de Corrientes» y más adelante agregan».

Ese día los estudiantes de Rosario, se encuentran con Universidad clausurada por el Rector el día anterior, la falta de un espacio físico, los obliga a reunirse en el comedor universitario que funcionaba en en calle Corrientes y Córdoba. Actos relámpago se suceden en distintas arterias del centro, en los que se arrojaron bombas de tipo molotov y volantes con las posiciones de los grupos que manifiestan. Dos consignas muy precisas aluden al estudiante muerto en Corrientes: «Asesinos, asesinos», «Juan José Cabral, te vamos a vengar», y la tercera de marcado tiente ideológico político:  «Acción, acción para la Liberación».

Al mediodía, los estudiantes que estaban en el comedor universitario emprenden nuevas acciones. Las fuerzas policiales apostadas en las inmediaciones custodian el lugar y muestran sus armas de fuego. Los jóvenes les arrojaron piedras, En tanto otro grupo de estudiantes deciden lanzar piedras contra el frente del Banco Transatlántico y la Bolsa de Comercio. En medio de la conmoción, en el comedor Universitario se improvisa un acto donde se arenga por «la unidad obrera estudiantil».

Una nutrida columna de estudiantes llega hasta la calle Córdoba intentando dirigirse a calle Entre Ríos; por el lugar un coche policial pasa velozmente y entra por Córdoba realizando disparos al aire. Instantes después se escuchan nuevos disparos y un grito desgarrador.

En una galería de Sarmiento y Córdoba, el oficial de la policía Lescano, en un forcejeo apuntó con su pistola sobre la cabeza de un estudiante hiriéndolo de muerte. A las 19.30 horas, de ese mismo día murió Adolfo Bello.

Con la edición del título Crónicas Primarias, editado por UNR Editora en diciembre de 2012, aparece la crónica del periodista Luis Etcheverry, quién revisa los testimonios congelados desde el 17 de mayo al 21 del mismo mes en que se produce la Marcha del Silencio de 1969. En forma ágil asoma su narrativa, como un capítulo de una novela histórica recurre a elementos de la literatura para hacer más atractivo el relato periodístico.

Luis Etcheverry, de larga trayectoria en el diario La Capital, recibió en su domicilio a Conclusión y en un ameno y extenso diálogo reveló con minuciosidad los sucesos que marcaron a fuego al Rosario del 69. Con fruición y calidez abundó en detalles sobre las vivencias y peripecias que vivió desde el 17 hasta el 21 de mayo de 1969.

Sobre la muerte de Bello, Luis Etcheverry aportó su impronta, su crónica titulada «El pipiolo y los cuatro tiros» (Tragedia en dos actos y epílogo) da comienzo con una referencia sobre lo que aconteció:

«Un automóvil pasa a toda velocidad por la calle Córdoba. Lo sigue un camión de bomberos. En un taxi y en el asiento trasero viajan dos hombres apoyados contra las puertas. Plegado en a cintura como una «V», entre ellos, hay un cuerpo, menudo y más joven. De su cabeza mana sangre. Nacido en las Rosas hace 21 años y con una bala en la cabeza, en un mediodía soleado de Rosario, el estudiante de Ciencias Económicas Adolfo Ramón Bello va en taxi al muere».

Etcheverry presenció lo ocurrido en la galería céntrica, habla animosamente, repentinamente, interrumpe su exposición, alza los ojos y se focaliza sobre algunos libros que pugnan por caerse de las estanterías de su fronosa biblioteca.¡. Su mirada acicatea el espacio y muerde lacónicamente un manojo de recuerdos.

Continua en su escrito Etcheverry: «Son alrededor de las 11.30 del sábado 17 de mayo de 1969 y la muerte, por la que presiento habrá lío, es la de Juan José “Chelo” Cabral, un estudiante de medicina asesinado por la policía dos días antes, en una movilización en protesta por el aumento de los ticket en el Comedor Universitario».

«Media hora después estoy en la barra de Sorocabana. Alguien cuenta de corridas con la policía en Corrientes y Córdoba. La curiosidad me empuja. Cruzo Sarmiento y después Mitre. En el cruce con Entre Ríos veo a Luis Alberto Piú, quien años después será concejal por el Partido Socialista Popular encolumnado con Héctor Cavallero. Es un compañero universitario desde 1966. Estudia Historia en Filosofía y Letras, mientras yo me engaño con que hago otro tanto con Letras en la misma facultad.
—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta, mataron a un pibe! ¡Hijos de puuuta!
Potente, gruesa, áspera, su inconfundible voz suena como la de un poseído, como la de un loco.
Al llegar a su lado, miro con atención hacia Corrientes. Junto al cordón izquierdo de Córdoba veo un camión de bomberos; pegado al derecho y bastante más allá, también un coche policial.
Un taxi dobla desde Corrientes por Córdoba, deteniéndose entre el camión y el patrullero. Dos hombres de camisa celeste brotan, como por arte de magia, de la pared izquierda a la calle desierta.
Tomado por piernas y axilas, llevan un cuerpo exánime. Entran con dificultad en la parte trasera».

«…—¡Luisito, Luisito! –dice Victorio Russo, mientras me toma con fuerza del brazo–. Mataron, mataron a un chico. Yo lo vi; yo lo vi. Fue Lescano, fue Lescano, un policía de la Segunda que siempre está jugando con nosotros en el café».

Por la tarde, los estudiantes intentan reagruparse frente al Hospital Central Municipal conocida como asistencia pública. La policía interviene reprimiendo y disuelve a los presente que se reagrupan incesantemente, gritando «…Asesinos, ustedes también son pueblo», «…»Luchamos porque queremos que también sus hijos puedan ir a la Universidad».

Tras la muerte de Bello, los estudiantes se reúnen en el local de la CGT y resuelven:

«1) «…repudiar la violenta agresión policial con que la dictadura de los monopolios responde a las exigencias de los estudiantes y el pueblo argentino, que concluyeron con el asesinato de tres estudiantes, otros cuatro desaparecidos y decenas de heridos en Corrientes, y hoy, en Rosario, con el asesinato de Adolfo Ramón Bello, y gran cantidad de heridos, varios de ellos de bala, como también la brutal represión a las movilizaciones estudiantiles y populares desarrolladas en todo el país».

2) «…convocar a todos los organismos representativos de Rosario a expresar en forma activa su solidaridad y protesta frente a los hechos acaecidos, coordinando acciones que posibiliten canalizar en forma masiva el repudio del pueblo».

3) «…hacer un llamamiento en particular a la CGT de los Argentinos y demás nucleamientos obreros al respecto».

4) «…convocar a los estudiantes a concurrir el día lunes a sus respectivas facultades aún cuando la intervención universitaria apele al asueto como maniobra».

5) «…convocar a un paro general universitario el día 20, coordinado a nivel nacional».

6)»… invitar a los distintos sectores de la población de Rosario a convocar la realización de una marcha popular de protesta el próximo miércoles 21″.

Mientras tanto y paralelamente se llevaban a cabo huelgas de distintos gremios de Rosario, tanto los adheridos a la CGT de los Argentinos como a la CGT de Azopardo y el día 22 se declara una huelga general para el día 23 lográndose unificar la CGT. Conviene aclarar que, después del Congreso de 1968 lo que diferenciaba al movimiento obrero era la siguiente consigna: «Primero lucha y después unidad»(CGTA) ó «Primero unidad y luego lucha»(CGT Azopardo).

Ya el día 20 un Plenario de gremios adheridos resuelve pedir el cese de la intervención a la Universidad (desde 1966) y el cese de la intervención al Poder Judicial de Rosario (en 1968).

A la marcha programada por los estudiantes adhieren también distintos partidos políticos: el Bloque de Agrupaciones Peronistas, el Movimiento Peronista de Rosario, las «62 organizaciones» y los grupos estudiantiles la Unión Cívica Radical, Partido Demócrata Progresista, Partido Socialista, Partido Comunista, la CGT de Villa Constitución y otros. Los profesionales: médicos, ingenieros, escribanos, contadores, agrimensores, etc.

El día 20 viaja el Rector de la Universidad de Rosario a Capital Federal citado por el Ministro del Interior Borda para analizar los últimos acontecimientos y, ese mismo día, los estudiantes universitarios y secundarios de todo el país, incluido Rosario llevan a cabo el paro general.

Se prepara la Marcha del Silencio para el día 21, hasta ese momento prohibida por la policía mientras comienzan a funcionar las «ollas populares» en el local de la CGT.

Retoma «el vasco» Luis Etcheverry su crónica y nos cuenta:

«Son alrededor de las siete de la tarde. Llevo cuatro horas en la Redacción y sigo a gacetilla limpia. Es el miércoles 21 de mayo de 1969, día de la marcha de silencio por la muerte de Bello el sábado anterior. El gringo mandó a otros a cubrir la protesta, que tiene varios puntos de concentración a la misma hora.

De una manera u otra, una parte importante de la ciudad, por no decir toda, ha expresado su adhesión a la movilización, que, se anuncia y descuenta, será pacífica. Asombra la cantidad y condición de las instituciones que la apoyan: colegios profesionales, clubes, entidades empresarias, bibliotecas, gremios, agrupaciones sociales, culturales y estudiantiles, incluso los partidos políticos, en ese tiempo ilegalizados. También se hacen notar unos pocos curas. Se los menta “sacerdotes del Tercer Mundo”.

Ya estoy por resignarme a no pisar la calle, cuando el gringo cuelga el teléfono y me sacude.

—¡Nene! Hay quilombo en San Martín y Rioja; buscate un fotógrafo.

Con Hugo Feuli, ambos de saco y corbata, llegamos enseguida, pero ya no pasa nada. De la policía, ni rastros.

Los manifestantes, que no son muchos, se reagrupan después de la dispersión.

La columna se mueve por Rioja, hacia el oeste. «…Torcemos por Mitre hacia el norte. Un poco más allá de Córdoba, la Guardia de Infantería nos corta el paso. En medio de un mar de cascos y gorras, un camión hidrante y un par de transportes de tropa azules, abiertos a los costados.

—Hugo –susurro– acá se arma. Lo mejor va a ser que pasemos al otro lado. La visión va a ser más amplia.
Iluminando nuestro camino con el Sol de Mayo de la credencial atravesamos la primera línea policial.

Alguien pregunta quiénes somos.

—De La Capital, de La Capital.

—¡Ah! –exclama el oficial, con sorna, y nos deja tranquilos.

—Si esto fuera una guerra, ahora vendría la parte en que nos fusilan –le susurro a Hugo, que anda sin una pizca de sentido del humor. Los policías comienzan a lanzar gas. Con la respiración contenida y sin restregarnos los ojos que arden, todos emprendemos una prudente y veloz retirada».

«…Llegamos a Santa Fe y giramos hacia Corrientes, donde la acción es mayor y, más hacia el cruce con San Lorenzo, el fuego más vasto y vivo. Varios jóvenes con piedras desaparecen a la carrera de nuestra vista rumbo a Córdoba. Al ratito nomás están de vuelta, sin las piedras y sólo puteando. Como un rayo, cruzan Santa Fe».

«…El olor a gas se intensifica, pero no molesta tanto. Veo a los policías concentrados en la intersección con Córdoba. Son muchos, demasiados. Están apiñados. Cualquier objeto arrojado al boleo tiene muchas probabilidades de acabar en la cabeza alguno. Hay varios vehículos, incluido un hidrante. El pavimento y las veredas están empapados hasta más allá de mitad de cuadra. El agua abunda como saldo de chaparrón».

Etcheverry siguió en su escrito reflejando los recorridos de la movilización, sus escaramuzas y las agresiones de la policía a los manifestantes.

Mientras la multitud comienza a rodearnos, en medio de muestras de euforia, me corro hasta los nuevos teléfonos públicos recién instalados por Córdoba. ¡Milagro! El de esquina Corrientes funciona.

«….. el lechuguino exhorta a marchar hacia la CGT, que queda en Córdoba, entre Moreno y Balcarce, a nadie, conmigo a la cabeza, se le ocurre pensar que para llegar allí antes hay que pasar frente a la plaza San Martín, al otro lado de la cual se encuentra entonces la Jefatura de Policía. Tampoco nadie piensa que, si la policía considera a esa marcha como prolegómeno de un probable ataque a su edificio más emblemático, la reacción podría llegar a ser distinta.

«…Junto con un periodista porteño de la revista Análisis, apuramos el paso para alcanzar el frente de la manifestación».

«…Cuando transpone Italia, a mitad de cuadra la columna se detiene. Forzando el ingreso, un pequeño grupo irrumpe en LT8. Al rato, un par de jóvenes aparece en el balcón vetusto del primer piso.
—¡Compañeros! ¡Compañeros! Estamos transmitiendo la noticia de este triunfo del pueblo para que se entere todo el país -informa uno».

«…No es cierto. La transmisión se hace, pero no llega a difundirse. En la planta transmisora, fuera de la ciudad, los técnicos cortan la emisión».

«…Luego de una espera que percibo prolongada y rondando la medianoche, los ocupantes abandonan la radio y la columna vuelve a marchar. Avanza apenas unos metros –el porteño y yo, con ella, siempre al costado de la primera fila– cuando se escuchan los primeros tiros. Suenan como amplificados disparos de sebita de los revólveres de juguete».

«…Con un alarido que le nace de las entrañas, una mujer nos estremece».

—¡Están tirando!

«…Vuelvo la cabeza. La veo paralizada en medio de la calle, metros antes de Dorrego. Es delgada y más bien baja, de rostro anguloso y tez muy blanca, con cabellos cortos y revueltos. Viste una minifalda ceñida. Sus dos pies diminutos parecen zapatear tap. En realidad, se agitan así porque nada ni nadie les ordena hacia dónde huir».

«…El pánico gana a la gente. Los que están al frente giran sobre sus talones y comienzan a retroceder.

«…Quieren correr y no pueden. Como sonámbulos con los brazos extendidos, intentan perforar en la multitud la vía de escape que los salve».

«…Quienes están detrás tardan en reaccionar y lo impiden. Hay encontronazos, choques y más gritos.También comienzan las caídas. Los disparos marcan el ritmo de una danza macabra».

«…Antes de escapar hacia Italia y mientras la mujer del primer alarido trastabilla y cae, busco los fogonazos de los disparos. No los encuentro. El miedo descontrolado que sube y baja por mis vértebras y patea mis riñones me los oculta. Cuando vuelvo la cabeza, la flaca en minifalda ya está reincorporándose. Emprendo la huída».

«…Nunca más sabré de esa mujer. Otro tanto me ocurrirá con el colega porteño».

«…Dos cuadras más allá hay un grupo de gente que no corre. No tiene ni idea de lo que está pasando.
Cruzo por un teléfono. Encaro al único hombre del grupo, que me dobla en edad. Revelo mi intención y le exhibo la credencial. El tipo cree que soy un policía».

—¡Pero no, hombre! Es la credencial de periodista profesional.

«…Mire, mire».

«…Abro el carnet y le muestro mi foto. Incluso doy vuelta la página donde dice que, con la matrícula tal y cual, soy reportero de La Capital. Es más, se lo ofrezco para que lo lea bien y no crea que quiero engañarlo».

Lo toma.

—Bueno –condesciende después de visar apenas por arriba la credencial, que no me devuelve–. Venga. Pero yo con la policía no quiero saber nada.

«Sin tomar asiento, disco el 47031». «…En consecuencia, cuando Racamato atiende sabe que soy yo».

¡Vasquito, nene, disculpame, querido! Como un pelotudo, cuando me llamaste antes…

—Está bien, gringo. Está bien, no hay problemas. Está bien gringo. ¡Escucháme, gringo! —… no me di cuenta de que te tendría que haber mandado a alguien.

—¡Gringo, la puta madre! –levanto la voz–. Escuchame gringo.

Escuchame de una vez, ¡mieeerda! ¡Están baleando a la gente!
—(…)
—La policía está disparando contra la gente.

—¿Quién está qué…?

—La policía, la cana, la taquería, la yuta. La policía está disparando contra la gente. Está metiendo balas.

—No jodás.

—¡Pero qué que no joda, ni joda.

Catatónico, con la credencial todavía en la mano y la boca cada vez más abierta, el dueño de casa escucha sin perder palabras.

Abre grande los ojos y casi no respira. Con voz trémula, irrumpe nerviosa una joven rubia, de unos
18 o 20 años.

—Llevaron un herido al sanatorio Belgrano.

—¡Esperá gringo, esperá un poco! Por favor, che, que acá me
dicen algo.

La joven repite. Pregunto dónde queda ese sanatorio que no conozco.

—Italia, entre Córdoba y Santa Fe, a media cuadra.

«…Abandono el edificio rumbo al sanatorio. Por Italia, al galope lento, cuatro o cinco policías montados con los sables desenvainados cruzan de norte a sur la mal iluminada Córdoba. Son los primeros que veo en toda la jornada. Tuerzo hacia Santa Fe y unas letras en neón me indican que ahí está el dichoso Sanatorio Belgrano».

«…El cartel modesto resulta pomposo para nada más que una de esas casas de familia, viejas y vastísimas, con dos amplios balcones en planta baja y una puerta de hierro muy alta en el medio. Mientras espero que traigan la llave, converso a través del postigo con un grupo de muchachos y chicas; algunos esperan atención médica. Muy excitados, insultan de lo lindo a la policía. Me impresionan dos».

«…El primero es un gordito que me muestra lo que le hicieron los “hijoeputa ‘e lo escuadrone”, probablemente aquellos mismos que vi cruzar por Italia. Levanta el pañuelo que aprieta sobre su cabeza y la sangre comienza a fluir deslizándosele por la frente, rumbo a la cara. Se lo advierto y vuelve a apretar con fuerza la tela, cada vez más empapada y roja».

«…El otro me muestra la parte superior de su mano derecha. Excepto la del pulgar, un mismo filo ha herido de manera continuada la primera falange de los cuatro dedos que restan. La mutilación le pasó raspando».

«…Los muchachos me confirman que han traído a un pibe muy mal herido; muerto, arriesga alguno. Es –la confirmación la hará después mi reemplazo Luis Norberto Blanco–, un aprendiz metalúrgico de sólo 17 años que, horas antes del balazo fatal, en su casa humilde, les había dicho a sus padres que con unos amigos se iba al centro a ver qué pasaba con la marcha».

«…A esta altura, debe mencionarse que a la muerte de Blanco –me enteraré tiempo después en la Redacción– hay que sumar la del policía Miguel Fernández, cabo de la Guardia de Seguridad de Caballería. Baleado con un mismo disparo en un riñón y la columna vertebral, fallece once días después. También hay que agregar el caso de Nilda Vilma Martínez, una empleada doméstica de 21 años, quien salva milagrosamente la vida en la puerta de la casa donde trabaja».

«…Un proyectil le atraviesa el rostro, ingresando a la altura de uno de los pómulos y saliendo pegadito al oído del otro lado. Finalmente, un morocho, de aspecto algo desprolijo, abre la puerta del sanatorio. Me identifico y le advierto que enseguida va a llegar un compañero a remplazarme. También le pregunto por alguienque pueda darme datos del herido grave o muerto que acaba de llegar. Me señala el fondo».

«…Permisos y disculpas mediante, alcanzo una puerta de hierro con vitraux que desemboca en un patio grande y a oscuras, con habitaciones a uno y otro lado. Vacilo porque no hay nada, ni siquiera una luz que me indique hacia dóndedebo dirigirme. Sólo oscuridad. Como intuyo que estoy metiéndome en sitio vedado, camino con precaución. Estoy en eso, cuando se me hiela la sangre, el corazón me queda a punto de parálisis y las piernas no me responden».

—Flaco, ¿vos sos el de La Capital?

«…No contesto porque estoy mudo. Al girar, sólo miro y compruebo que quien me aferra el codo derecho tiene cabeza, dos brazos, otras tantas piernas y un torso. También recuerdo que he escuchado que habla».

—Te lo pregunto porque allá, en la puerta, hay un coso que busca, qué se yo, a un ñato, un periodista o algo así de La Capital, no sé. Es Ricardo Méndez, un compañero de mi camada. Trabaja en Interior (hoy Regionales) y décadas después coincidiremos en Editoriales.

«…Aplacada la furia, derramada estúpida e inútilmente la nueva sangre de unos y otros, el centro de Rosario se desentumece. Marcado a fuego una vez más por la historia, la ciudad procura reencontrar su pulso en medio de tanta normalidad extraviada».

«…Ya en el diario y prácticamente a la misma velocidad de marcha de la calle, transito el ambiente señorial de la balaustrada oval del primer piso, al que dan los despachos de los principales directivos».

«…Empujo con fuerza la puerta de hierro que separa ese lugar recoleto del patio de la Redacción. La escena que aparece ante mis ojos me deja patitieso».

«…Ansiosa y preocupada, allí está gran parte de la histórica familia propietaria; o, cuanto menos, algunos exponentes de cada una de las tres grandes ramas en que se reparte, en esa época, el poder y la conducción de La Capital. Fundado en 1867, el “diario decano de la prensa argentina” lleva entonces 102 años de pródiga existencia».

Como estoy inmovilizado por la sorpresa, se me abalanzan y acribillan a preguntas.

—¿Están incendiando la ciudad?

—No. Sólo hubo algunos fuegos en cruces específicos, pero hace rato que no arden.

—¿Hay muchos muertos?

—Que yo sepa, probablemente uno.

Habían asesinado a Luis Norberto Blanco, trabajador metalúrgico de 17 años.

AB-