Por Facundo Díaz D’Alessandro

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La muerte del general Pedro Eugenio Aramburu en 1970 se constituirá en la bisagra de un proceso político en la Argentina. Una década larga aceleraba la trama hacia su epílogo, aún con todo por suceder. 

Más allá del hecho puntual, en tanto crimen y por la potencia simbólica que tuvo en sí, catalizó al mismo tiempo tres factores de la realidad que hasta ese momento no estaba claro que se definieran como se definieron:

1) Precipitó el entendimiento hacia dentro de las Fuerzas Armadas, entonces en el poder, de la necesidad imperiosa de instrumentar una salida política ante el temor de que la situación social los desborde. Sería el último intento de “salida política” antes de la “solución final” vernácula. 

2) Redirigió el foco al líder en el exilio -cuya táctica del momento tenía otras prioridades- al acelerar las condiciones para su retorno, que ahora esperaban los peronistas pero también algunos factores de poder, que querían por un lado controlar la apetencia revolucionaria y por otro cooptar la base popular y social del Movimiento.

3) Determinó el destino de la organización Montoneros, marcada en algunos rasgos que serían un sello en su corta existencia: prédica y desobediencia a Perón, suspicacias en torno a la figura de Mario Firmenich y su lealtad.

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La noche del 28 de mayo de 1970, sonó el teléfono en el departamento A, octavo piso del edificio ubicado en la calle Montevideo 1053, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Atendió Aramburu y cortaron. 

En la mañana siguiente, alrededor de las 9, dos hombres con uniforme militar se presentaron allí, donde vivía el otrora Teniente General. 

Mientras el ex presidente de la “Revolución Libertadora”, que derrocó a Perón en 1955, se desperezaba en su habitación, su esposa hizo pasar a los presuntos ex liceístas, preparó café y salió a hacer diligencias.

Ya solos los tres, le ofrecieron la custodia para el Día del Ejército y, tras el intercambio de algunas palabras, se retiraron. Aramburu salió sin afeitarse y con la ropa que había utilizado el día anterior.

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Hacia 1969 Aramburu se vendía como “pieza de transición”. Un ex general “democrático”, hombre de consulta de políticos y empresarios, capaz de dirigir una salida política en una Argentina sin rumbo ni cauce para las fuerzas sociales que la tensionaban, de incorporar al peronismo a la vida política y hasta dialogar con su líder, tras años de ser proscripto (originalmente por su gobierno).

Pedro Eugenio Aramburu fue el segundo presidente de facto tras la caída de Perón. El primero, Eduardo Lonardi, fue rápidamente corrido del cargo por haber sido -para el poder militar- demasiado blando con el peronismo depuesto y todo lo que lo rodeara. Desde sus símbolos hasta sus militantes, incluida “la columna vertebral”: los sindicatos.

Se dirá que Isaac Rojas, quien era el vice de Lonardi y lo sería también de su sucesor, era el más “antiperonista” del grupo que tomó el gobierno. No obstante, no sólo proscribió al peronismo, prohibió sus símbolos y persiguió a sus militantes. Bajo su mandato se fusiló a más de una veintena de hombres que se habían alzado contra el régimen en 1956. También se secuestró el cadáver de Eva Perón. Estos actos del más extremo antiperonismo signarían los años siguientes, a través del engendro de un odio impulsivo que estaría latente hasta su final, e incluso por algunos años más.

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Los Montoneros harían del “juicio revolucionario” y ejecución de Aramburu su mito fundacional. Un bautismo de fuego que los iba a lanzar, a la vez, al mito y al escarnio. Junto a su otra operación iniciática, acaecida un mes después -con desastroso final-, determinarían su historia reciente. Funcionó a la vez como presentación en sociedad y un lanzamiento inesperado hacia las masas juveniles revolucionarias. Además, representó la pretensión de entablar un diálogo directo con Perón, y un intento por retrotraer la Historia hacia un estadio anterior. Pero las cosas habían cambiado.

En el relato oficial montonero, publicado en las voces de Norma Arrostito y Mario Firmenich (el único que aún vive, dejando correr certezas y misterios) en una entrevista de la revista La Causa Peronista en 1974 (dos meses después de la muerte de Perón), ya se advierte consumada la radicalización de quienes quedaron al frente de la organización, en términos de preponderancia de “lo militar” en las decisiones y la estructura (y sobre lo “espiritual” en la concepción), y la autopercepción del grupo como la de una vanguardia que debía conducir al pueblo, soberano, hacia su liberación.

La versión indica que luego de aproximadamente un año de tareas de inteligencia alrededor del domicilio de Aramburu, en calle Montevideo y Santa Fe, Emilio Maza y Fernando Abal Medina se presentaron en el 8 A del número 1053. Iban a buscarlo.

En la mencionada entrevista, los momentos siguientes se narran así: “Era la una y media de la tarde. Esquivando puestos policiales y evitando caminos transitados, una pick up Gladiator avanzaba desde hacía cuatro horas rumbo a Timte (provincia de Bs. As).

En la caja, escondido tras una carga de fardos de pasto, viajaba el fusilador de Valle escoltado por dos jóvenes peronistas Lo habían ido a buscar a su propia casa. Lo habían sacado a pleno día, en pleno centro de la Capital y lo habían detenido en nombre del pueblo.

Uno de los jóvenes peronistas tenía a mano un cuchillo de combate. Ante cualquier eventualidad, ante la posibilidad de una trampa policial, ante la certeza de no poder escapar de un cerco o una pinza, iba a eliminar al jefe de la Libertadora. Aunque después cayeran todos. Así se había decidido desde el principio. El fusilador tenía que pagar sus culpas a la justicia del pueblo.

Era el 29 de mayo de 1970. El día en que el Onganiato festejaba por última vez el Día del Ejército. El día en que el pueblo festejaba el primer aniversario del Cordobazo. Habían nacido los Montoneros.”

Hasta donde se dijo, del operativo participaron, además de Maza y Abal Medina, Mario Firmenich (vestido de policía); Carlos Maguid (como sacerdote); Norma Arrostito y Ramus (de civil) que merodeaban la zona, a la espera. Más allá de las dudas respecto a quienes aguardaban y del desenlace en la quinta de La Celma, en Timote, ciudad distante entre 350 y 400 metros de Capital Federal, se sabe que el 1 de junio Montoneros ya había notificado el fusilamiento de Aramburu, y se lo había adjudicado. Firmenich, centinela de la historia de las horas finales del General, congeló la escena de esas horas decisivas: Fernando Abal Medina, en el sótano, lo ejecutó.

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La seguidilla de comunicados, en medio de la conmoción que generó la noticia, empezó a confundir y alimentar suspicacias. En ellos, Montoneros explicaba el sentido de la operación, su carga simbólica, aunque el hecho hablaba bastante por sí. Se presentaban como “argentinos y peronistas” y “dispuestos a por la patria justa libre y soberana”. También anticiparon el desenlace del General que tomó el poder en 1955.

Las especulaciones oficiales respecto a los autores del crimen se extendieron durante todo el mes de junio de 1970. El entorno de Aramburu tenía en el foco al ministro de interior, Francisco Imaz, que operaba la inteligencia del aparato estatal e instruía la investigación policial del caso. Señalaban al grupo que comandaba como autores o instigadores del secuestro. Creían que lo habían sacado engañado de la casa y que al caer de la trampa impuesta por el servicio secreto de Imaz, había sido sometido a un interrogatorio que lo descompensó. Infarto camino al Hospital militar y muerte. En esa versión, recién allí habría entrado el grupo Montoneros, con el cual supuestamente tenían contacto y al que se le entregó el cadáver. El traspaso -siempre según la sospecha de los entornistas del asesinado- se habría efectuado en el mismo lugar que marcaba la versión oficial: las adyacencias de la facultad de derecho. Montoneros luego asumiría la operación. 

Si esto fuera cierto y los militares nacionalistas que rodeaban al ministro Imaz constituyeron cerebro y ejecución del secuestro en el intento de bloquear las aspiraciones políticas de Aramburu (vía inteligencia y célula guerrillera),  no les fue tan bien. 

Durante todo ese mes, la mayoría de los miembros de organizaciones armadas prefirieron no circular, temerosos de que les adjudicase participación en el “Operativo Pindapoy”, como se lo llamó. No obstante, ningún integrante de montoneros fue seguido o notificado por acción judicial alguna. Todos siguieron sus vidas, con viajes, estudios y trabajo.

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El 1 de julio, apenas un mes después del secuestro de Aramburu, comandos montoneros tomaron la localidad de La Calera, en la provincia de Córdoba, el otro ‘foco’ donde se creó la organización. Capturaron armas y dinero; dejaron tras de sí pintadas que rezaban  “Montoneros y “Perón vuelve”. Errores en la huida terminarían en el desastre, poniendo en riesgo la continuidad de la organización.

Para el 16 de julio, cuando fue hallado amordazado y cubierto de cal el cuerpo de Aramburu en el campo de la familia Ramus en Timote, Onganía ya no era presidente y a varios de los líderes montoneros los habían matado o apresado, tanto en la célula porteña como en la cordobesa. Para septiembre de 1970, Abal Medina, Maza, Ramus y varios otros cabecillas ya estaban muertos, dejando a la organización huérfana de casi todos sus fundadores. 

No obstante la conmoción inicial, la muerte de Aramburu activó las alarmas castrenses: la situación social era inmanejable y sólo Perón era capaz de ordenar ese caos. El operativo retorno del conductor del movimiento, tan soñado como lejano hasta entonces, cobraba ahora un estado de necesidad y urgencia. También generó un silencioso placer en muchos sectores sociales (especialmente jóvenes) que, aún sin ser de familia peronista, aborrecían de los gobiernos militares, que habían fracasado en prácticamente todos sus objetivos finales desde la Revolución Libertadora. 

Más allá de que ese bautismo de fuego imprimiría el carácter de la organización y quedarían marcados como actores principales en la sangrienta década del 70, la ejecución de Aramburu, tal y como la presentó Montoneros, se inscribía en la tradición profundamente violenta de la política argentina en el siglo XX. Al día de hoy, hasta Rodolfo Grassi, uno de los entrevistadores de Firmenich y Arrostito (posteriormente desaparecida y asesinada) en La Causa Peronista, duda de la veracidad del relato del único sobreviviente de aquellos días. La verdad histórica respecto a los acontecimientos descansará con él, cuando abandone el mundo terrestre.

Durante esos días, en Argentina se inauguraba un nuevo período que a su vez culminaría con la violencia tan característica de esos años, que hoy resulta anacrónica a la hora de los análisis. Antes, en apenas un lustro, el grupo más radicalizado y salvaje de las Fuerzas Armadas desplegaría una orgía de sangre, como corolario de un período nefasto de la historia argentina. 

 

Edición: Santiago Fraga.