Por Facundo Díaz D’Alessandro*

En la jornada más trágica y probablemente la más infame de la historia del Honorable Senado de la Nación, un día como hoy pero hace 85 años era baleado de forma ruin el senador nacional por Santa Fe, Enzo Bordabehere, en pleno recinto de sesiones y en medio de lo más acalorado del “debate sobre las carnes”, que echó luz sobre un tema que sería recordado años después como uno de los casos de mayor corrupción en esos años de “fraude patriótico”.

Si bien no se registra al día de hoy un antecedente de tal magnitud criminal dentro de la Cámara alta (tampoco la baja, aunque siempre más proclive a las tirrias), el hecho se configura como una circunstancia típicamente manifiesta del siglo XX y la forma violenta en que se dirimían los conflictos.

Esto de ningún modo ampara el asesinato cobarde del legislador rosarino por adopción –nacido en Uruguay cuando aún las líneas fronterizas de las regiones del Virreynato eran confusas, pero radicado desde pequeño en la ciudad-, que acompañaba a su mentor, el también santafesino y experimentado senador Lisandro De la Torre, en la denuncia de uno de los hechos que quedaría marcado, junto con su muerte, como insignia de la corrupción y represión con que se recuerda a la década que va de 1930 a 1940 en el país, en los años de gobierno del general Agustín Justo tras la fallida experiencia golpista de José Félix Uriburu.

Como suele pasar ante cada gran crisis, quedan manifiestos los verdaderos intereses y modos de conducción.

Explicar el contexto que rodeó ese magnicidio ayuda a comprender los motivos del trunco desarrollo económico del país, en especial cuando la industria, naciente entonces, empieza a cobrar cierto vigor y es necesario dar un paso más para transformar los excedentes en más inversión, crecimiento y generación de empleo, en un escenario global de crisis que había golpeado fuertemente el comercio internacional en la primera posguerra.

De la boca para afuera

Como suele pasar ante cada gran crisis –capitalista o pre capitalista-, quedan manifiestos los verdaderos intereses y modos con que la conducción de cualquier potencia que se precie debe actuar para serlo o mantener ese status, siempre en detrimento de otros que no pueden o a veces ni quieren. No lo hacen por malos, son las leyes del juego geopolítico y quienes quieran jugar deben entenderlo antes de cualquier otra  cosa.

Después de la Primera Guerra Mundial en Argentina se había impuesto algo así como un esquema de “triangulación” comercial: el país le compraba productos manufacturados (autos o maquinaria, por ejemplo) a Estados Unidos, que comenzaba a despuntar como potencia industrial-militar, con los dólares que compraba a partir de las libras que ingresaban por la venta de carne a Gran Bretaña, ya que con una economía camino a su fase de crecimiento más vertiginoso, el país norteamericano era muy celoso en la protección de su producción manufacturera, algo similar a lo que ocurre actualmente, curiosamente una etapa quizá similar a aquella en torno a la conformación de un nuevo escenario global.

Además de esa actitud lógica de Estados Unidos enmarcada en las necesidades de su aparato productivo, en franco ascenso hacia la consolidación como primera potencia mundial, la crisis del 29-30 había provocado en la mayoría de los países del mundo un “estado de alarma” que se tradujo en la adopción de medidas proteccionistas de las economías locales.

La oligarquía local entró en pánico ante la reducción de ingresos externos. 

El Imperio Británico, amo y señor de Occidente indiscutido hasta la Primera Guerra, no quedaría afuera de esa tendencia (a pesar de su histórica prédica librecambista fronteras afuera) y en la Conferencia de Ottawa, acaecida a mediados de 1932, quedó definido que Inglaterra no compraría fuera de los dominios formales de la Corona – el “Commonwealth”-.

Foto gentileza Historia Hoy.

La clase  ganadera argentina, integrada en buena parte –no en su totalidad- por la oligarquía local de estrechos vínculos con Gran Bretaña desde finales del siglo XIX, entró en pánico ante la reducción de ingresos externos de ese mercado. El desenlace: un año después partió una comitiva argentina encabezada por el vicepresidente Julio A. Roca (h) y regenteada (“para defender los intereses argentinos”) por el doctor Guillermo Leguizamón, abogado y jefe de todos los ferrocarriles británicos en el país, que además había sido nombrado Sir por la Corona británica. Allí se terminó de negociar un tratado que por el lado inglés firmaría en representación el lord Walter Runciman, y que bajo el manto de un convenio de comercio cárnico –luego se descubriría, con final trágico- escondía otros compromisos más caros al país.

Como síntesis clara e inobjetable del espíritu de esa visita, así como del trastorno definitivo de cierta clase otrora patriótica en extranjerizante, es elocuente el siguiente intercambio entre el vicepresidente argentino y Eduardo de Windsor, príncipe de Gales y futuro rey de Inglaterra. En el banquete ofrecido a la delegación argentina el 10 de febrero de 1933, en Londres, dijo: “Es exacto decir que el porvenir de la nación argentina depende de la carne. Ahora bien, el porvenir de la carne argentina depende quizás enteramente de los mercados del Reino Unido”. Roca (hijo del general y ex presidente) respondió: “Argentina, por su interdependencia recíproca es, desde el punto de vista económico, una parte del Imperio Británico”.

La escena doméstica

Luego de un triunfo muy cuestionable desde el punto de vista democrático, con la fórmula radical con más chances de ganar proscripta, el general Justo se disponía a blindar con eficacia técnico-burocrática la legitimidad de su gobierno, denominado “de la Concordancia”, el que probablemente soñó entonces como uno bueno y memorable, en el anhelo de inscribirse en la tradición de Mitre y Roca en una especie de trilogía de “generales civilizadores” que concebía su mente típicamente liberal. Rápidamente comprobaría que en el siglo XX las cosas habían cambiado.

Anclado en su maquiavelismo innato, Justo logró en principio aplacar el impacto de la crisis mundial y ordenar la situación financiera.

Expuesto a la luz del fraude, con un esquema político que había buscado retrotraer el tiempo hasta antes de la sanción de la Ley Sáenz Peña, con proscripciones y represión política y obrera, la crisis posterior a la caída de la Bolsa de Nueva York demostraría una variable clásica de la economía argentina, cuya incomprensión cabal traería constantes dolores de cabeza a lo largo del siglo y hasta hoy: el modelo agroexportador no alcanza para todos en un sistema cíclico que requiere reajustes periódicos.

Anclado en su maquiavelismo innato, que lo llevaba a no reparar en los medios para llegar a sus fines y satisfacer sus ambiciones, Justo –y su staff de gobierno- logró en principio aplacar el impacto de la crisis mundial y ordenar la situación financiera crítica heredada mediante una herramienta hasta ese momento casi intacta: la intervención estatal.

Foto gentileza Historia Hoy.

El corte intempestivo del comercio internacional sumió a los países en crisis de inversión y consumo, e hizo esfumar del país las divisas necesarias para afrontar pago de deuda pública e importaciones. Solo quedaba expandir la casi inexistente industria local liviana –capital bajo y mano de obra abundante- basada en el mercado interno. El gobierno de la “Concordancia” instrumentó así una versión doméstica del capitalismo de Estado que proliferó en esos años y tendría su zenit algo más de una década después, luego de la Segunda Guerra Mundial, con la consolidación final de Estados Unidos como potencia hegemónica, en asistencia de la arrasada Europa y en antagonismo al otro gran ganador de esa contienda, la Unión Soviética, con la cual se “repartieron” el mundo antes de adentrarse en la llamada Guerra Fría.

Con un destacado Federico Pinedo, actor de reparto en la trágica tarde del 23 de julio de 1935 en el Senado, al frente del Ministerio de Hacienda, se alentó un plan de obras públicas que priorizó la construcción de caminos, se crearon juntas de regulación granífera para garantizar precios mínimos a ganaderos y productores agropecuarios, se hicieron reformas impositivas y se creó el Banco Central, que permitió un control de cambios (aunque en él preponderaron las instituciones de crédito extranjeras en detrimento del interés nacional), herramienta auspiciosa para limitar la restricción de divisas y regular crédito y nivel de moneda circulante, entre otras medidas intervencionistas.

El tratado Roca-Runciman mostraría que en el fondo la ecuación de la élite era irreconciliable con el destino de un país de mayorías.

No obstante este carácter derivado de un moderado pragmatismo, el tratado Roca-Runciman y el desenlace de las denuncias sobre lo que verdaderamente representó, mostrarían que en el fondo la ecuación de la élite que buscaba autodeterminarse como la conductora natural de la Nación era irreconciliable con el destino de un país de mayorías, en el que a la par del crecimiento de la incipiente industria se auscultaba un fuerte sentimiento igualitario y de demandas sociales, con una clase obrera en formación y cuyas contradicciones, que signarían también décadas siguientes, recién asomaban.

Un tiro al corazón del parlamento

En la letra no tan chica del tratado Roca-Runciman, en contrapartida al compromiso inglés de no reducir los volúmenes en la compra de carne argentina, el país le otorgó una serie de medidas más que benévolas: importación libre del carbón británico (principal insumo energético local); concesión de los servicios de transporte de colectivo en Buenos Aires (el desarrollo mecánico automotor local preocupaba a ese mercado inglés –mientras miraba de reojo también Estados Unidos-), a la par del marítimo y ferroviario. Se sumaba que el volumen de la venta de carne a ese país podía ser sólo en un 15% proveniente de empresas argentinas, en beneficio del desarrollo frigorífico inglés establecido en Argentina.

Luego de un tratamiento exprés en el Congreso, el acuerdo había comenzado a “fluir”, pero rápidamente el tope impuesto a la exportación de firmas enteramente locales, que perjudicaba directamente a pequeños y medianos productores, suscitó la acción política del legislador santafesino Lisandro de la Torre, fundador del PDP y ex presidente de la Sociedad Rural de Rosario. Se encomendó a la tarea de desenmascarar el entramado político dispuesto para proteger la acción monopólica de las empresas extranjeras –británicas y estadounidenses- que acaparaban más del 80% de la exportación cárnica, con la vista gorda y algo más por parte del Estado.

El senador santafesino Bordabehere recibió dos balazos por la espalda y uno de frente por parte de Ramón Valdez Cora, típico matón del régimen oligárquico.

Foto gentileza Diario El Litoral.

De la Torre acusó de fraude y evasión impositiva a los frigoríficos Anglo, Armour y Swift, pero además aportó pruebas que comprometían a los ministros del gabinete del general Justo: el mencionado Federico Pinedo, y Duhau, de Agricultura y Ganadaría. Recopiló datos y cifras probatorias y defendió a los pequeños ganaderos del Litoral ante la oposición programática de la mayoría oficialista (y la abstención radical) en el Senado y de los ganaderos bonaerenses,  favorecidos por los frigoríficos y las cuotas de exportación asignadas a las empresas británicas.

En lo más álgido de esa exposición, fruto del trabajo de la comisión investigadora que se conformó en el fuero parlamentario y que debió enfrentar un retaceo de información de ribetes escandalosos por parte las compañías inglesas, las cuales se comprobó escondían los balances e informes de costos de su producción en un barco a punto de partir al Reino Unido, de la Torre, que sabía ofender, interpeló en forma directa al ministro Duhau. Entre algunos empujones, la sesión ya escalaba hacia un nivel de violencia típico para la época pero no dentro del recinto. Hay quienes indican que si el vicepresidente, natural encargado de manejar las sesiones en el Senado, hubiera estado presente, la situación no hubiera llegado al sangriento desenlace ya que habría sido levantada anteriormente.

El senador santafesino Bordabehere, quien abrevaba en el PDP, recibió dos balazos por la espalda y uno ya de frente por parte de Ramón Valdez Cora, un ex comisario bonaerense, devenido en típico matón del régimen oligárquico. Murió después en el Hospital Ramos Mejía. Una bala también alcanzó la mano del ministro Duhau, lo que configuró la coartada perfecta para demostrar que el “no había dado la orden”.

Bordabehere había tenido una vida intensamente atravesada por la política desde su juventud. Fue diputado provincial en 1918 y diputado nacional cuatro años después. En el ‘35 debía ingresar al Senado en representación de la provincia de Santa Fe, pero no llegó a presentar su diploma. “Las balas estaban dirigidas al corazón del Parlamento argentino; aún este Congreso viciado por el fraude y la corrupción, les molesta”, sentenciará de la Torre. Tres días después, en Rosario, el viernes 26 de julio más de setenta mil personas acompañaron los restos del legislador hasta el cementerio. Lisandro de la Torre no fue uno de los oradores porque no estaba allí: horas antes se había batido a duelo con el ministro Pinedo en Campo de Mayo. Los dos salieron ilesos, en uno de los últimos duelos de la política local. De la torre se suicidaría un tiempo después, de un balazo en el corazón. La violencia política, no obstante, recién escribía las primeras páginas en el siglo XX argentino. La consolidación de país como una semi colonia, con la invaluable complicidad de sectores minoritarios de la sociedad, también.

 

*Artículo de índole periodística elaborado en base a: Marcelo Larraquy – Argentina. Un siglo de violencia política (Sudamericana); Ernesto Palacio – Historia de la Argentina 1515-1976 (Abeledo-Perrot); Santiago Senén G. y Fabián Bosoer –  La lucha continúa. 200 años de historia sindical en la Argentina” (Vergara).