Termina el 2018, tercer año del gobierno de Cambiemos. Ya nadie discute que la economía está mal y que tres años de gestión han sido más que suficientes para darse cuenta de que Macri terminó chocando la calesita; una calesita que tenía sus problemas, pero andaba.

Los indicadores son más que elocuentes y no hace falta esmerarse mucho para darle un reprobado a la gestión. La pobreza aumentó; la inversión privada real no existió y sólo vino para especular; la industria se derrumbó literalmente; llevamos perdidos 120.000 empleos; la inflación llegó a niveles record desde la crisis del 2002; el salario real sigue cayendo; el déficit externo persiste a pesar de la fuerte recesión; el déficit fiscal total se mantiene por el fenomenal incremento de los intereses de la deuda, una deuda que creció más de 150.000 millones de dólares y sólo sirvió para financiar la fuga de capitales.

Pero esta descripción de la economía no es lo peor que está pasando. Si todo esto pasara junto con un plan de crecimiento claro y definido, que demande esfuerzo y sacrificio a todos, pero que al fin dé a los argentinos el deseo y la esperanza de vivir en una Patria digna y soberana, no sería tan grave como lo que nos estamos viviendo hoy en día.

La situación espiritual y cultural de los argentinos está en un punto dramático. La pérdida de valores es angustiosa: están a favor del aborto, las mismas personas que reclaman “ni una más”; la justicia encierra a uno y deja fuera a otro, aunque ambos sean acusados de un mismo delito; el presidente de la República asume con más de 200 causas judiciales en su contra y se jacta de tener su dinero en paraísos fiscales; él mismo usa el estado para favorecer sus negocios y el de sus amigos y parientes, pero es un empresario exitoso; el lobo cuida de las gallinas, pero no hay asombro en ello. Y podríamos seguir y seguir describiendo una escena plagadas de incoherencias.

En términos económicos, esta debacle se observa claramente con la destrucción paulatina del aparato productivo, el único que le puede dar trabajo al conjunto de los trabajadores demandantes. Los recursos más importantes de la Patria, que aportan a la riqueza a la Nación, están siendo regalados a intereses foráneos o repartidos entre empresarios afines; basta para ello pensar que el ahorro de los argentinos va a parar a una banca que practica la usura y fuga la ganancias, y en los aportes jubilatorios del Fondo de Garantía de Sustentabilidad que se usan para apalancar fondos privados o, peor aún, para pagar los intereses de la deuda. También se ha dejado a merced de intereses foráneos la riqueza de las Islas Malvinas, el Mar Argentino y la plataforma continental, cuya proyección ha sido abandonada; misma cosa con las reservas mineras e hidrocarburíferas, que se anuncian con bombos y platillos, pero que terminan siendo apropiadas por empresas concesionarias que, en general, no son argentinas.

En otras palabras, lo peor no es tener un mal año económico, ni contar con un gobierno incapaz de conducir los destinos de la Patria, sino que el pueblo argentino esté perdiendo su amor propio y bajando sus inmarcesibles banderas, esas que han cobijado a todos más allá de cualquier diferencia partidaria o ideológica: independencia económica, soberanía política y justicia social.

La batalla cultural se pierde cada vez que nos resignamos a ser más pobres, a depender de las finanzas internacionales, a delegar las decisiones en una clase dirigente traidora, a vernos como el problema de todo, y no como lo más preciado e importante este país…

El 2019 nos enfrenta a mucho más que unas elecciones presidenciales. Si cambiamos presidente pero seguimos en el mismo barco de la dominación, subordinándonos, conscientes o no, a las ideas que nos imponen desde afuera y que nada tienen que ver con nuestros orígenes morales, espirituales y culturales, no sirve de nada el empeño y el esfuerzo del cambio.

El desafío no es una utopía, porque ya ha sido probado y la historia exhibe con orgullo sus resultados. Hay que volver a los orígenes y esforzarnos primeramente por saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Será fundamental deshacernos de toda ideología que, siendo foránea, divisionista y estéril, amenaza con los valores que estuvieron en la mente y corazón de los que han hecho de esta una Nación grande, cobijo digno de millones de inmigrantes que encontraron tierra fértil para instalarse, progresar y trascender.

Con amor propio e identidad, cualquier desafío será posible. Pero resignados a la subordinación que se ha propuesto hacer de Argentina una colonia económica y cultural, no habrá justicia, y por lo tanto tampoco habrá paz.

Vale decir, como el Martín Fierro, “dejo rodar la bola que algún día se ha de parar; tiene el gaucho que aguantar hasta que lo trague el oyo, o hasta que venga algún criollo en esta tierra á mandar”.

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