Por Esteban Guida

Durante los años 2016 y 2017, la política monetaria en Argentina estuvo centralmente enfocada en reducir la inflación, adoptando una postura ortodoxa extrema en la concepción de este complejo fenómeno; esto es, contraer la demanda agregada mediante un fuerte aumento en la tasa de interés, para que la caída en el nivel general de precios se produzca por la fuerza de la depresión.

Claramente, esta política se llevó a cabo a sabiendas de los costos económicos, sociales, productivos y cuasifiscales (estos últimos relativos al balance del Banco Central de la República Argentina) que implicaba su aplicación. Las advertencias que se hicieron desde el primero momento, finalmente ocurrieron: la inflación no bajó, y la incertidumbre acerca de cómo salir de este atolladero crece día a día.

No viene al caso analizar si la persistencia en la aplicación de la receta monetarista (que cumplirá su tercer año consecutivo de rotundo fracaso) tiene que ver con una falla en el diagnóstico del fenómeno, impericia de los funcionarios, intereses sectoriales contrarios al interés nacional, la agudización de los desequilibrios fiscales, la soberbia del “mejor equipo de los últimos 50 años” o la obstinada posición del presidente del BCRA.

Lo cierto es que, tal como se anticipó desde algunos sectores, la política antiinflacionaria del gobierno del gobierno de Macri resultó un verdadero fracaso y contribuyó a incrementar los problemas de la economía argentina, aumentando sus debilidades frente a un mundo más proteccionista, comercialmente agresivo y financieramente especulativo.

El cambio de ánimo de los inversores especulativos puso en evidencia las debilidades de un esquema aperturista, liberalizador y pro-negocios, propiciando la corrida cambiaria iniciada el último mes de abril. Con la devaluación que efectivamente se produjo, el gobierno parece haber abandonado su fracasada idea de “metas de inflación”, reconociendo que la misma ya sólo sirve “como indicación”, a más no ser para condicionar las paritarias salariales. Todo indica entonces que durante el corriente año la inflación será, cuanto menos, igual que el año pasado, cosa que el gabinete económico ha validado con sus acciones y declaraciones públicas.

El ocultamiento de la lucha contra la inflación de la agenda discursiva del gobierno tiene varias explicaciones. Por un lado, porque resulta inexorable el traspaso a los precios domésticos del incremento del tipo de cambio (efecto path trought), hecho que ya se observa con extrema preocupación, en vista de las desmedidas remarcaciones que se están registrando, incluso por encima de lo que se devaluó el peso (sobre todo en bienes de primera necesidad, como los alimentos). Por sí sólo, esto obligaría a recalibrar cualquier proyección sobre la dinámica inflacionaria hecha antes del mes de mayo, pero en el gobierno ya nadie quiere repetir el fallido del 28 de diciembre pasado.

Por otro lado, el gobierno está defendiendo la decisión de seguir aumentando las tarifas y combustibles sacrificando aún más su empobrecida imagen popular, hecho que tienen un impacto directo en la dinámica inflacionaria y afecta severamente la estructura de costos y precios relativos de la economía. De esta forma, el objetivo de bajar la inflación, ha quedado subsumido al de ajustar el déficit fiscal, pero también (y aunque vaya en contra de las finanzas públicas) al de sostener un elevado margen de ganancias para las empresas energéticas que, por cierto, forman parte del grupo de negocios cercano al presidente y sus ministros.

En tercer lugar, la inflación también tiene un efecto favorable para el principal problema que hoy esgrime discursivamente el gobierno: el déficit fiscal. Haciendo vista gorda al fenomenal path trough que se está registrando, sin una política consistente y factible que impida el efecto especulativo sobre los precios de la economía, el gobierno logra una licuación de sus pasivos, generando un beneficio de facto con cargo en los acreedores del estado. En este contexto, la dilación en sus pagos y la negativa a habilitar negociaciones salariales con mayor frecuencia, se entienden en la pretensión que tiene el gobierno de sacar provecho fiscal de la inflación reinante.

Esta situación, a la que debe añadirse la fragilidad del frente externo y, fundamentalmente, el progresivo deterioro social y productivo que evidencia el país, no reflejan que el gobierno esté conduciendo a la Argentina en un sendero de recuperación económica posible. Sin un cambio profundo en la concepción política, el gobierno se encamina a repetir los errores de un pasado no deseado.

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