Por Facundo Díaz D’Alessandro

Julio de 1807. Hispanoamérica, en un solo puño (hombres, niños, mujeres, esclavos, indios, criollos, blancos), defiende su territorio del asedio inglés. No hay soldados imperiales españoles en el Río de la Plata. Gracias a mujeres, hay una reacción popular que va a llevar a la reconquista de Buenos Aires. Las tropas británicas sufren la derrota más importante de su historia, a manos de una población civil, mucho menor en número, instrucción y armamento. Es la primera vez que hasta pierde banderas, en esa época una ofensa extraordinaria. No fue la primera vez que hubo un ataque como ese. Un sentir jovial invade al interior profundo del pueblo americano. Esa connivencia espiritual entre la otrora capital y regiones interiores no se repetirá muy seguido.

Primavera de 1820. Lo que antes era prácticamente una nación común, con un mercado interno vasto y una proto-industria que iba de la Pampa a Bogotá, es ahora una total anarquía. Nada queda de lo que fue y un largo camino falta para lograr ser algo parecido (patria chica), aun con rumbo imperfecto pero unificado. Cada provincia va a ser un país en sí mismo. Florece el pactismo alrededor del poder centralista de Buenos Aires (no sin tensiones internas y luchas facciosas) y los fragmentos del bloque en pleno desmembramiento se encaminan a quedar a merced del poder británico, consolidado a lo largo del siglo XIX.

En el medio de ambas postales, los sucesos de mayo de 1810. En particular, la semana que va del 18 al 25, cuando un puñado de hombres resolvió lo que terminaría siendo la fragmentación del Virreinato del Río de la Plata.

Lo que se conoce como la “Revolución de Mayo” no fue producto de un sentimiento patriótico o nacionalista.

Se sabe que el revisionismo histórico estudia procesos, que es como naturalmente suceden las cosas o por lo menos se las entiende en Occidente, bajo la interpretación causal de la realidad. Pero el establecimiento de fechas con las cuales identificar una época, o elegidas como en este caso para celebrar períodos que se inauguran, suele ser un recurso útil, sobre todo para gobernantes o estadistas que precisan enmarcar sus gestiones en algo superador: gestas. Ni que hablar en estas lides donde (aún hoy) abunda un regeneracionismo que hace que cada 5 o 10 años reinventemos el mundo.

La verdad histórica no tiene por qué ofender sino ayudar a comprender para operar en el plano que toca. Lo que se conoce como la “Revolución de Mayo” -y sus réplicas en otras zonas geográficas del continente-, no fue producto de un sentimiento patriótico o nacionalista. Tampoco la angustia y ni siquiera fue la conclusión de un grupo representativo de algo más que el territorio porteño. Se dio en el marco de una acefalía real, en términos de historiadores, derivada de las guerras napoleónicas. Hay sentencias que parecen siempre cobrar vigencia: la política importante es la internacional. Las disputas por el timón global (término que no tendría acuñación sino recién en el siglo siguiente), no definen del todo los movimientos en el resto del tablero, pero pueden patearlo cuando gustan si el juego no los complace. (¿Acaso a eso asistimos en estos años con el caso de Estados Unidos?)

Dividir es aclarar (las aguas), ¿o no?

Entender esto no es pecar ni de ingenuo ni de conspiranoico. Es lo más razonable que un agente de poder, quien lo ostenta, busque mandar o al menos influir para la no construcción de posibles némesis. La manera más eficaz de lograrlo se explica en saberes archiconocidos: “divide y reinarás”, “la unión hace la fuerza” o “todo no es la suma de las partes”, por nombrar algunas. ¿Es Inglaterra (o quien sea que logre la hegemonía en determinada época) malo por esto? No. ¿Conspira contra nosotros? No. Hace su juego, y nosotros debemos hacer el nuestro.

Es lo que hizo durante todo el siglo XIX -aquí, allá y en todas partes- la corona británica, a partir por un lado de su efectivísima diplomacia (hoy foreign office), pero por otro del aporte providencial de las élites (siempre de espaldas al territorio y de cara al mar –y a las islas), en este caso angloporteñas. Se instala a partir de aquí la contradicción paradigmática que regirá las disputas venideras: proteccionismo o libre comercio. Más allá de los dogmas y los nombres propios, como siempre lo que hay es detrás de toda disputa es la defensa del interés particular, no obstante lo cual también había un trasfondo cultural y filosófico. El bando más federal buscaba proteger el esquema continental de comercio, aún incipiente para competir con las máquinas de Manchester y la potencia industrial inglesa. Los hombres del puerto, por su parte, buscaban legalizar y expander definitivamente un contrabando que ya practicaban en mayor o menor medida a partir de la guerra de baja intensidad, librada por Bretania contra el Imperio español y basada entre otras cosas en la piratería, que entraba como cuchillo en la manteca en Buenos Aires, Valparaíso o Guayaquil. Por eso a la oligarquía porteña le servía más una “patria chica”, hasta donde diera su control territorial de la distrubución, dato ostensible en la orden de algún tiempo después de Rivadavia (lugarteniente del poder angloporteño) a Belgrano: “Hasta Córdoba y volvé”.

Lo que se ha arrasado desde la fragmentación en adelante es la existencia de un origen común en la región.

“Desde mi óptica, 1806, 1807 y el posterior sendero trazado a partir de 1810 con la Revolución de mayo y el resto de las revoluciones hispanonamericanas, no hay que explicarlo por un anti-españolismo, si  bien lo hay en un sector, pero no hay un espíritu  de mayo unívoco. Lo que ocurre tiene que ver con una gran alianza, una conflagración por así decirlo, entre distintos sectores. Sí había un sector anglo-afrancesado, más iluminista, que creía en el progreso de Francia, Gran Bretaña, Países Bajos, en cuanto a lo industrial- filosófico y creía que España era el ‘atraso’. Otro sector creía que España había perdido poder y los monarcas ya no podían defender sus posesiones; en ese sentido ante cualquier invasión de potencia extranjera debían los pueblos hispanoamericanos, los ‘reinos’, darse su propio gobierno como para poder hacer frente a eso”, explicó a Conclusión el docente de Historia Constitucional Argentina, latinoamericana y derecho político en la Facultad de Derecho de la UNR, Jorge Ripani.

El marco conceptual historiográfico habla de un caso de retroversión de la soberanía, mediante la cual ésta retorna al pueblo, el soberano, ante la obturación del legítimo monarca.

“De esta manera, la explicación posible sería que a la aparición de Napoleón Bonaparte en la península ibérica, cuando produce fenómenos como el motín de Aranjuez, la farsa de Bayona, el  traslado de la corte portuguesa a Río de Janeiro; el pueblo español comienza un sendero de juntismo que va a ser imitado en América. Pero la ruptura con lo hispánico tradicional no va a cuajar en mayores sectores políticos sino hasta la imposición en la batalla de Pavón, donde ahí ya hay un parte aguas que es la generación del 37 -que si es antihispánica en el sentido de verlo como el atraso-“, detalló el historiador. Una minucia lo clarificará: hasta 1813, cuando ya poco quedaba de la “Primera Junta”, las juras en el órgano de poder aún eran en nombre de Fernando VII, incluidas las de 1810, claro.

Mitos (de origen)

Una incógnita interesante de abordar entonces es por qué, de todo el proceso de esos años, de la “defensa y reconquista” de Hispanoamérica de manos inglesas, pasando por la emancipación y la posterior fragmentación que trajo aparejada, la anarquía posterior al año 20 hasta la caída de los procesos proteccionistas que emergieron, como el proyecto rosista o Asunción, la fecha vista como hito fundante de Argentina tiene en el 25 de mayo a una de las más reivindicadas oficialmente. Y que cuenta a medias la posterior prédica de personajes como San Martín y Belgrano, que hacían (más que pedían) tanto la independencia como la unidad continental del bloque hispanoamericano.

Lo que se ha arrasado desde la fragmentación en adelante es la existencia de un origen común en la región, como mito fundante más genuino y en base al cual fortalecer identidades más sectoriales, pero sin perder la identidad continental como la suprema. De alguna manera como pasó en Brasil. Más allá de “la cruz y la espada”, lo que había aquí a esa altura eran ciudades, pueblos que vivían y comerciaban, que decidían su destino en base a las normas de la época. Entre ellos había españoles, criollos, mestizos, indios. Esto se tenía bien claro en 1808 como para que se haya olvidado en apenas dos años.

“Lo más importante siempre es la dominación cultural, aquel que no sabe que lo están dominando naturalmente no va a poder resistir, lo va a aceptar de buena gana. No hay nada mejor para una dominación -ya sea la externa sobre el pueblo argentino o la porteña sobre el resto del país-, que el hecho de que no se conozca la dominación: cuanto más culturalmente sea aceptada, menor reacción violenta crea. En ese sentido, posteriormente se ha apelado en materia histórica al relato oficial mitrista y en materia filosófica de Sarmiento y toda la generación del 37, que tienen un rechazo a todo lo nuestro: a la figura del sacerdote, del indio, del español, del gaucho, del mestizo, en fin del iberoamericano; y que tiene una aceptación total, casi sin tamiz, de lo que viene de afuera. Si en un momento lo que viene es romanticismo, somos románticos. Y si lo que viene es el positivismo, somos positivistas”, puntualizó Ripani, consultado casi a la manera de una clase virtual en plena vigencia de una pandemia a partir de la cual muchos quieren adivinar el futuro. Para eso ayuda siempre conocer el pasado.

El hincapié en la hispanofobia fue central para la consolidación de la dominación cultural británica en el siglo XIX.

No obstante, el académico consideró que “la dominación porteña se basó más que todo en hechos bélicos”.

“Hay un claro triunfo en Pavón, más allá de que lo que ocurre en Caseros primero y en Pavón después, es en realidad una retirada de Urquiza, ante la cual Buenos Aires avanza con campañas de ‘pacificación’. No hay un triunfo de las ideas sino más bien bélico. Esto se va a consolidar hasta el último levantamiento federal serio, que fue el de Felipe Varela. En el mismo tiempo cabe destacar que las oligarquías van a combatir al Paraguay, que es  el último bastión del proteccionismo en Iberoamérica. Primero habían combatido al foco luminario del proteccionismo, el primero, que es el de Rosas, derrotado en Caseros. Y de ahí tienen un campo yermo para trabajar en un proyecto de libre cambio, hasta que viene la ley Sáenz Peña y el triunfo de la UCR (Unión Cívica Radical)”.

En cuanto a los beneficiarios locales de esas interpretaciones opacas, Ripani señaló “tanto a (Bartolomé) Mitre como a la generación del 80” si bien éste último grupo “no es un bloque monolítico”, pero sí uno en el cual “triunfan en su seno los gobiernos que plantearon esto a través de la escuela normal de Sarmiento”.

“Después, proyectos presidenciales que vinieron con la generación del 80 van a consolidar la historia oficial. En lo filosófico se aplica el pensamiento sarmientino y en cuanto a la historia se aplica la historia mitrista, con sus libros y sus ocultamientos. Eso sólo se va a poder romper a partir de finales de siglo. Hay cartas donde Sarmiento y Mitre reconocen la falsificación de la historia, el ocultamiento, hablan de los tratados que tenían los federales. Y después el federalismo, ya derrotado a partir de Pavón y la campaña de pacificación, va a construir un relato que tiene más que ver con lo verbal; como siempre ha sido en sectores populares va a trascender de familia en familia: los niños iban a la escuela sarmientina y les enseñaban historia oficial y en casa madres y padres enseñaban escuela federal. De ahí que el federalismo pueda sobrevivir a la espera, porque ya con armas no podían combatir”, se explayó el catedrádico de la UNR.

Leyendas (negras)

Si hablamos de falsificación de la historia no se puede sino al menos echar luz, quizás a crédito de futuras reflexiones, sobre las versiones de aplicación local de lo que se ha denominado como “leyenda negra”, menos citada que la “leyenda rosa”.

La segunda es conocida, asociada al ‘descubrimiento de América’, europeos que llegan a continente sin cultura ni civilización, a evangelizarnos y salvarnos de la deriva.

Tomar a los “pueblos originarios” solo como víctimas es un grave error conceptual (y antiigualitarista).

Pero hay otra que se filtra mucho más inadvertida. Y a es la que refiere a ‘la conquista’, el ‘genocidio’, ‘matanza’ y ‘exterminio’. Lo que querían los españoles era sólo saquear recursos naturales y conquistar un continente rico que Europa necesitaba. Se asienta la denuncia a la violación de pueblos originarios. Esto empezó con el tiempo a ser parte del sentimiento popular, la idea de los espejitos de colores que traía Colón.

Lo cierto es que aquello que une de manera más profunda es el momento compartido. Independencia sin unidad no es nada. Y el momento compartido es el de nacimiento de una cultura más ligada. Anteriormente eso no se daba, había culturas distintas, etnias, es decir sí hubo destrucción de civilizaciones, un primer encuentro violento en lo más literal, pero a la vez se originó otra cosa. Se suele mencionar (y exacerbar) la una pero no la otra.

“La leyenda negra no llega, desde mi óptica, a cuajar en una parcela importante de la comunidad argentina sino hasta principios del siglo XX, cuando ya el trabajo intelectual de anarquistas, comunistas y socialistas, que habían llegado con la inmigración, logra tener un punto de apoyo importante como para hacerlo visible, si bien no fue mayoritario”, puntualizó el especialista en historia continental a Conclusión.

El hincapié en la hispanofobia fue central para la consolidación de la dominación cultural británica en el siglo XIX, no sólo en esta región. Y tampoco fue de su uso exclusivo. Otras potencias echarían mano a su significación histórica para validar su esquema de poder hegemónico, en términos militares e ideológicos, como demuestran los casos, ya en el siglo XX, de Estados Unidos. O hasta la Unión Soviética. Y en algún punto, ambos llegaron a coincidir en la visión amable para con el surgimiento de repúblicas indigenistas. En internacionales comunistas se llegó a hablar de una Bolivia partida en 18 fragmentos. Algo similar en Perú. Otra vez el juego de la política internacional. Lo curioso es que, tras la caída de la URSS, aparecen varias ONG’s en la ahora “América latina”, predicando lo mismo: fundamentalismo indigenista a partir de la leyenda negra. Una rápida hilación de los aportes financieros que sostienen estas campañas puede comprobar de donde provienen. Que no sorprenda ver cuentas de Londres o Ámsterdam.

Si bies es materia para otra publicación, se señalará al menos un problema que surge con claridad en el sostenimiento de estas posturas: tomar a los “pueblos originarios” solo como víctimas es un grave error conceptual (y si se pretende una altura moral, es antiigualitarista), implica quitarles el carácter de sujeto político, que como tal interviene en la historia y tiene su propia dinámica de opresión, de lucha, de desarrollo, con la generación de alianzas y la intromisión en la arena política; y no solamente considerarlos como meros objetos de saqueo y dominación,  engañados bajo la creencia de que los conquistadores eran dioses.