Por Florencia Vizzi

Rubí del Mar Pérez tiene 31 años, estudia locución y es la presidenta del Centro de Estudiantes del Instituto Superior de Educación Técnica N° 18. Es también mujer trans y se gana la vida como trabajadora sexual. Después de varios meses sin trabajar, en el marco de la pandemia de Covid-19 y con la mayor parte de sus ahorros extinguidos, decidió atender a un cliente nuevo. Pero esa decisión terminó convirtiéndola en víctima de un violento episodio, que puso en riesgo su vida y volvió a dejar en evidencia la total vulnerabilidad a la que están expuestas las trabajadoras sexuales, consecuencia de un Estado que carece de políticas públicas y de contención para estos casos y que no se decide a avanzar en la largamente reclamada regulación del trabajo sexual.

«Llevo meses sin trabajar, por el tema de la cuarentena, pero me fui quedando sin ahorros. Entonces el jueves recibo una llamada, de un cliente nuevo, un tal Marcelo, con el que arreglamos un encuentro media hora después. Cuando llegó todo parecía estar bien, incluso me pagó sin ningún tipo de problemas o quejas. Pero cuando fuimos a la habitación, cerró la puerta y en menos de un segundo sacó un arma del bolsillo y me apuntó a la cabeza», relató Rubí a Conclusión.  «Me dijo que me quede quieta, que no me iba a pasar nada, que no quería nada material, pero que quería atarme las manos y tener relaciones mientras me apuntaba con el arma, que esa era su fantasía».

Me decía que él me había pagado y que yo era una puta y tenía que obedecer y hacer lo que él me mandaba.

Rubí trató de mantener la calma y entablar un diálogo sin entrar en pánico. Le explicó que ella no hacía ese tipo de servicio y que eso es algo que tenía que ser consensuado de ante mano. «Pero no entraba en razones», detalló. «Me decía que él me había pagado y que yo era un puta y tenía que obedecer y hacer lo que él me mandaba. Por más que le decía que el arma no era necesaria, insistía en que sí, que ese era su morbo y que me iba a tener así».

El hombre le puso precintos en las manos mientras le apuntaba todo el tiempo a la cabeza y fue en ese momento cuando a ella se le ocurrió fingir que se sentía mareada y descompuesta. «Le dije que era claustrofóbica, que no estaba acostumbrada a estas cosas y que me faltaba el aire y simulé que me desvanecía. Así logré que se asuste y abra la puerta de la pieza y justo en ese momento se escucharon ruidos afuera del departamento y el tipo se asustó y fue a ver que pasaba».

Rubí sacó fuerzas y logró romper los precintos, abrir la ventana y gritar. «Se me tiró encima y me empezó a insultar, pero como había guardado el arma cuando fue al comedor, logré zafarme, empujarlo y abrir la puerta del departamento para sacarlo».

Se llenan la boca hablando de diversidad de género, de inclusión y políticas inclusivas; la verdad es que no hay voluntad política real de modificar las cosas.

La cosa no terminó ahí, el hombre le quitó la llaves de la casa y pretendía llevárselas. Hubo más forcejeos, empujones y gritos. Ella pidió ayuda a los vecinos y lo empujó por las escaleras y finalmente llegaron a la calle. «Lo corrí para que me de las llaves y cuando estábamos en la vereda, así, a la vista de todos, a las cinco de la tarde en plena calle, volvió a sacar el arma y a apuntarme en la cabeza gritándome que me meta adentro».

Minutos después, el violento cliente se fue y la joven pudo volver a su casa. Todo había terminado. Pero en realidad, nada había terminado.

Nada es suficiente

«Quedé en shock, durante todo el día. Estuve acompañada por mis amigos, hice la denuncia en el Centro Territorial de Denuncias, pedí ayuda. Pero siento que no puedo salir a la calle. Cada vez que salgo, se me aflojan las piernas y empiezo a temblar. No sé lo que esta persona pretendía hacerme, pienso cosas horribles, que me quería golpear, o llevarme a otro lado, o cortarme en pedazos. Además, él sabe donde vivo y puede volver en cualquier momento».

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Sin embargo, eso no es lo peor para Rubí del Mar. Lo peor es sentirse totalmente indefensa y vulnerable, a pesar de los cuidados y recaudos que toma en su trabajo, parece que nada es suficiente, porque la realidad es que mientras no haya políticas públicas efectivas y un compromiso real para regular el trabajo sexual, no es posible pensar en un marco de seguridad para ejercerlo.

«Soy sumamente cuidadosa. Hace seis años que trabajo de esto y tengo la suerte de poder elegir al cliente, así que no trabajo de noche, no trabajo con gente que tiene adicciones, no permito el consumo de drogas ni antes ni durante el servicio. Y además, tengo la suerte de tener una familia que me ama, que saben lo que hago y que me apoyan, tengo un grupo de amigos sanos que me quieren y me cuidan y contienen… pero no alcanza con nada. No alcanza con una carrera en camino, con la familia, con los amigos, con los cuidados, no alcanza porque el Estado sigue estando ausente. Siento rabia, bronca, miedo e indignación», cuenta con la voz entrecortada.

Me hubiera encantado algún tipo de contención, que me manden un psicólogo, un trabajador social, que haya una repartición que se ocupe de eso.

Rubí remarca una y otra vez el estado de indefensión al que están permentemente expuestas las trabajadoras sexuales. «Estamos indefensas ante la falta de políticas públicas y de una respuesta estatal. Se llenan la boca hablando de diversidad de género, de inclusión y políticas inclusivas pero la verdad es que no hay voluntad política real de modificar las cosas», enfatiza.

El sentimiento que sobrevuela la entrevista es indignación e impotencia. «Desde el activismo, estamos cansados de la falta de acción estatal. Necesitamos acciones que apunten no solo a lo judicial, sino a algo más profundo, a un cambio cultural, educativo, social… Falta voluntad política, hace cinco meses que estamos en cuarentena y se largaron decenas de decretos, y las trabajadoras sexuales hace cincuenta años que venimos peleando por nuestros derechos y no hay nunca ninguna respuesta concreta».

En ese sentido, la joven dirigente estudiantil señala que recibió diversos llamados de dirigentes y políticos y que le ofrecieron algún tipo de ayuda económica para este momento. «Pero no es eso lo que quiero. Lo que quiero, lo que queremos, lo que necesitamos es una salida real, una salida colectiva. He estado acompañada, pro mis compañeros, mis amigos, me llamaron los docentes del Iset, gente de todos lados, pero ninguno de ellos es el Estado. Por ejemplo, me hubiera encantado algún tipo de contención, que me manden un psicólogo, un trabajador social, que haya una repartición que se ocupe de eso», profundiza.

«Las trabajadoras sexuales no necesitamos un bolsón de comida, un subsidio, nada de eso. Necesitamos un trabajo estable, un sueldo fijo, una jubilación. Y si tengo que trabajar de esto porque no hay otras opciones, quiero poder hacerlo como corresponde, con las regulaciones que corresponden, sin estar expuestas a que nos pase cualquier cosa».