Por Carlos Pagni

A medida que avanza la » cuarentena «, y antes de que el sistema de salud adquiera el nivel de estrés que se prevé, aparecen ya con claridad los desafíos que la pandemia plantea a la organización de la sociedad y de la economía. El coronavirus está llegando a una zona del planeta con grandes concentraciones de personas que viven en condiciones infrahumanas. Son países con un déficit en la sanidad pública preexistente. Asoman los rigores de la recesión y las enormes dificultades del Estado para aliviarlos. Gobernadores e intendentes comienzan a perder el sueño frente al enfriamiento de la economía . Pronto se abrirá un debate sobre el equilibrio general, que ocupa a numerosos especialistas allí donde la crisis tiene más antigüedad. La discusión es la siguiente: ¿cuál es el momento en el que el remedio comienza a tener más costos sociales que la enfermedad?

América Latina puede aprovechar el ejemplo de sociedades que ya han atravesado la tormenta. O que lo están haciendo. Sin embargo, hay un aspecto de la crisis en el que la región debe aprender de sí misma: la prevención y atención de la enfermedad en enormes conglomerados en los que las familias conviven en sucuchos carentes de la infraestructura básica y las condiciones mínimas de higiene. Son los barrios más humildes de los conurbanos, sobre todo del bonaerense, sobre los que Bernardo Verbitsky llamó la atención muy temprano, en 1957, con su «Villa miseria también es América».

En esos laberintos el encierro puede ser peor que estar al aire libre. En el Gran Buenos Aires, demasiados vecinos viven hacinados. En Presidente Perón, el 9,23% ocupa una habitación con, por lo menos, tres personas más. En Marcos Paz, el 6,85%. En Ezeiza, el 7,26%. En San Vicente, el 6,74%. Son solo algunos casos. Allí las instrucciones para el aislamiento son irrealizables.

El Estado no entra en esas barriadas. La policía pasa por el borde. Un intendente explicaba ayer a LA NACION : «La única receta es aislar al barrio entero. Que no entre ni salga nadie. Una vez que haya un contagio adentro el problema va a ser mucho más complejo». La confesión es de una crudeza escandalosa porque explicita lo que ya ocurre: las villas se transforman (más) en guetos. Ese jefe comunal, que pidió reserva de su nombre, se refiere a asentamientos en los que escasea el agua y no hay cloacas, lo que requeriría de una asistencia especial de AySA y las equivalentes empresas provinciales. El drama es anterior al coronavirus, que todavía no llegó. La gente está muriendo por el dengue, que este año fue más virulento en toda la región. Por otra parte, la salud presenta problemas específicos entre los más pobres. Por ejemplo: la tesis de que el nuevo virus se detiene frente a los más jóvenes se vuelve problemática para chicos que sufren de asma o bronquiolitis porque viven en ambientes viciados por la humedad.

Las restricciones que se adoptaron golpean a los más pobres mucho más que al resto. Ellos viven de un ingreso diario que a menudo viene del cartoneo, de la albañilería u otras changas. Cuando desaparecen esas oportunidades aparece la desesperación. Este panorama inquieta a los gobiernos. En los últimos días, Alberto Fernández participó de dos encuentros con Axel Kicillof y los intendentes del Gran Buenos Aires para coordinar la atención de los más vulnerables. Se trata de un equilibrio delicado. Los movimientos sociales están presionando en estos días a las autoridades para que repartan más comida. Muchos dirigentes y punteros están asustados por la escasez. Otros buscan prevenir. Y algunos quieren distribuir alimentos porque tienen montado un negocio con la venta de la mercadería. Por eso un colaborador del Presidente consignaba que «o somos muy metódicos o vamos a generar nuestra propia crisis. Si repartimos cuando no hay un requerimiento cierto, se genera una ola de demanda que termina en los saqueos». Por las dudas, muchas cadenas de supermercados con locales en zonas muy castigadas por la crisis retiraron parte de su stock. Sobre todo, de electrodomésticos. La agenda de la seguridad se enrarece en otros aspectos. Hay autoridades que prevén que, en pocos días, los «transas» que venden drogas en los barrios sumergidos tendrán problemas para visitar a sus proveedores, que, en general, viven en la Capital.

La asistencia alimentaria esta vez es muy distinta a la de la gran crisis del año 2001. ¿Cómo montar una olla popular y, al mismo tiempo, mantener el distanciamiento? El protocolo que dispuso el Gobierno también es inviable por otras razones. En el supuesto de que se detenga a un número importante de personas que no cumplen con el aislamiento, ¿adónde se las encierra? ¿En las comisarías? ¿Se puede realizar allí una «cuarentena»?

Estos fueron los desvelos de las reuniones de Fernández con Kicillof y los intendentes: comida y seguridad. También fueron los temas de la charla del Presidente con un grupo de curas villeros que habían expresado sus preocupaciones a través de un documento. La otra obsesión oficial es la compleja logística que requiere la salud. Es un factor principal para explicar la gran distancia entre Alemania y el norte de Italia en la gestión de la tormenta. Muchos municipios están alquilando fábricas vacías para montar sanatorios para casos leves. Deben adquirir camas o camillas, ropa blanca, aparatos para colgar el suero, y garantizar la asepsia. Además, hay que mejorar el equipamiento de los grandes hospitales. En la sala de terapia intensiva de uno de ellos, que cubre a gran parte de la zona norte, hay solo seis respiradores. Están por adquirir 30 más. Esos aparatos, que son provistos casi con exclusividad por una fábrica de Córdoba, serán indispensables. «Yo a la crisis la sigo por el número de respiradores», confesó ayer un asistente de Ginés González García. Todo es poco. En especial, si se tienen en cuenta necesidades que son crónicas. En ese mismo hospital ayer solo había mil gasas.

En su afán por aliviar la carga sobre el aparato sanitario, las autoridades imponen restricciones extremas, en algunos casos muy controvertidas. Por ejemplo, la suspensión de la repatriación, que derivó en la suspensión de algunos vuelos programados para Buenos Aires por compañías internacionales. Centenares de argentinos están, sin ir más lejos, en aeropuertos de países vecinos. Los límites al contacto entre personas afectan a una economía que ya sufría una recesión. Esta es una de las razones por las que la «cuarentena» parece, con el paso de los días, menos manejable. Ayer, el Presidente tuvo una larga conversación sobre el problema con Diego Santilli. El vicejefe de gobierno porteño intentó convencerlo de que las largas filas en los accesos a la ciudad se debían a que, entre personal de la salud, seguridad y gente autorizada a deambular, Buenos Aires recibe unas 400.000 personas por día. Aun así, el relajamiento en la reclusión es evidente.

Esa dificultad apunta a un dilema de primera magnitud: la cuarentena se puede volver insoportable para la supervivencia económica. El Gobierno anunció una ayuda especial de 10.000 pesos por mes para monotributistas. Está estudiando extender esa prestación a trabajadores cuyos empleadores han tenido que suspender su actividad. Por ejemplo, restaurantes. No quieren anunciarlo todavía para que los empresarios se hagan cargo de pagar los salarios de marzo. La iniciativa es más que razonable. Pero plantea interrogantes. Uno tiene que ver con la emisión de moneda: en cualquier momento el Congreso deberá reformar la Carta Orgánica del Banco Central para aflojar los limites de asistencia al Tesoro. Otra incógnita, más obvia: ¿qué capacidad tiene el Estado para identificar a los beneficiarios? ¿Cómo les acreditaría ese auxilio? Estas preguntas están más justificadas para aquellos que viven en la economía informal, que son varios millones. Y no pueden trabajar online. Un inventario de dificultades que aconsejaría un acuerdo entre Estado, empresarios y sindicatos. Es curioso que el Gobierno haya descartado esa herramienta, a la que apostaba en tiempos menos turbulentos.

El mundo va hacia una recesión sin antecedentes por su velocidad. Un informe de la London Business School plantea que entre el 17 de febrero y el 16 de marzo la caída global de reservas en restaurantes fue del 80%; la venta de pasajes aéreos en Asia/Pacífico disminuyó 98% de enero a marzo; las de autos en China tuvieron un derrumbe interanual de 92% en la primera quincena de febrero.

La capacidad de las empresas para asimilar las prevenciones sanitarias es limitadísima. Un estudio de JP Morgan determina que un restaurante resiste, promedio, 16 días sin actividad; un negocio de mercadería minorista, 19 días; pymes de servicios personales, 21 días; los profesionales liberales, 33 días; real estate, 47 días. Quiere decir que, a partir de un mes y medio de caída brutal de la actividad, la vida material comienza a presentar problemas de difícil solución. Este enfoque está exponiendo el drama que plantea para el equilibrio general de la economía un congelamiento productivo derivado de urgencias sanitarias. Entre los especialistas que comenzaron a exponer este aspecto del combate de la pandemia está Robert Zoellick, exresponsable de Comercio de los Estados Unidos de Barack Obama. Zoellick apuntó, en The Wall Street Journal , que en su país hay 23 millones de pacientes con cáncer, 30 millones con problemas cardíacos, 34 millones de diabéticos y 35 millones con enfermedades pulmonares crónicas. Si el 1% falleciera, dice Zoellick, por falta de medicamentos o restricciones hospitalarias provocadas por la crisis, habría 750.000 muertes más en el país. Como si se hubieran coordinado con Zoellick, 800 médicos enviaron una carta a Donald Trump para alertarlo sobre los efectos contraproducentes de algunas medidas draconianas. En la Argentina todavía no se ha abierto esta discusión. Pero pronto estaremos observando, muy inquietos, la competencia corrosiva que librarán la epidemia y la recesión.

Fuente: La Nación