Por Alain de Benoist

Es la noche más larga y el día más corto. Es la promesa de renovación. Es la fiesta de clanes y linajes. Es la Navidad, con sus costumbres, sus creencias. Sus recuerdos. Su belleza. En contraste con los del Solsticio de junio, los ritos del Solsticio de invierno —el antiguo Yule/Yoel, de donde procede Noël (Navidad, en francés. N. d. T.)— se celebran principalmente dentro de la familia.

Pero esta palabra se puede entender de forma amplia. También hay familias espirituales. En esta fiesta surgida de las profundidades de los tiempos, en esta fiesta espontánea, casi instintiva, donde el corazón del hombre se vuelve como el de un niño, como si de pronto también quisiera morir y renacer, queremos ver una fiesta de nuestra familia de pensamiento. Es el momento en que todo se detiene.

La naturaleza parece estar recuperando el aliento, y no se sabe si el sol volverá a brillar. Es una fiesta de la esperanza, pero también de la inquietud. Reunidos alrededor del fuego, los hombres se comunican con esta naturaleza que está descansando para un nuevo comienzo. También ellos buscan mirar hacia atrás, antes de tomar nuevo impulso. Pero también es una fiesta de lo que comienza de nuevo. No es casualidad que en Roma la cara bifronte del dios Jano abriera y cerrara los años.

Las estaciones que se encadenan a las estaciones al igual que las generaciones a las generaciones son un símbolo del Eterno Retorno. La Navidad trae la certeza de que lo que fue será, lo que fue volverá, de que el pasado es solo el recuerdo del futuro y de que la rueda del tiempo gira eternamente en todas las direcciones. Así, en esta época del año están asociadadas todas las dimensiones del tiempo.

Los mismos acontecimientosson recuerdos y premoniciones. Retorno eterno que nos permite «prever» lo que sucedió y «recordar» lo que vendrá. Regreso pero no repetición. Porque siempre es el mismo Sol y siempre es otro Sol. El pasado no vuelve a suceder. Pero regresa en los ejemplos que nos da. Las ideas puras son grises e inútiles. Una idea no es verdadera, no se hace verdadera más que cuando se vive.

No somos los que descuidan las fiestas y no celebran ningún rito. Integramos, por el contrario, la fiesta en la vida cotidiana. Le devolvemos su verdadero significado, el de una comunión entre miembros de un mismo pueblo, de una nostalgia por lo maravilloso, de una epifanía de la belleza. Una Navidad del alma.

La Navidad es, por último, la fiesta de lo que no muere. No de lo que vive, sino de lo que sobrevive. Por la noche, la naturaleza puede parecer muerta, y todo tener el aspecto de estar sin vida. Pero la noche tiene su secreto, tiene su verdad. Bajo la escarcha, la vida está a punto de renacer, aún más fuerte por las pruebas que ha sufrido. Y el invierno no solo anuncia una primavera, sino miles y miles de primaveras por venir.

No somos hoy una de las páginas brillantes de nuestra historia. Estamos viviendo en el invierno del pensamiento más que en la primavera de la renovación. Pero en el corazón del invierno podemos ser a imagen y semejanza de lo que hace que vuelva la primavera. Podemos ser la promesa de lo que vuelve. Podemos convertir la esperanza en certeza. Porque la esperanza no es otra cosa que la confianza cuando, una vez más, renace de la voluntad.

Fuente: El Manifiesto