Por Carlos Esteban

En vísperas de la próxima Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) que se celebrará en Glasgow del 31 de octubre al 12 de noviembre, el Cardenal Jean-Claude Hollerich SJ hace un llamamiento a los líderes de la UE para que aceleren la acción climática y promuevan un cuidado integral de nuestra Casa Común.

«La pandemia del Covid ha sacado a la luz el hecho de que todo está interconectado y es interdependiente y que nuestra salud está inextricablemente ligada a la salud del medio ambiente en el que vivimos”, escribe en su carta.

“La Tierra grita y esos gritos han tomado la forma de temperaturas en alza, con récords batidos en muchas regiones; de inundaciones mortales e incendios forestales que devastan comunidades en toda Europa y el mundo; de pérdidas materiales agravadas por traumas sociales y psicológicos”, agrega el texto.

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Y es que, leyendo la carta del cardenal en su literalidad es difícil no preguntarse qué falta hacen sínodos y diálogos y escuchas atentas en una Iglesia cuya jerarquía no solo carece de ideas propias en lo opinable, sino que parece incapaz de expresar las ideas comunes con expresiones propias.

Pero lo más espectacular viene cuando el cardenal asegura que “encontrar una vía que respete el umbral de 1,5°C de calentamiento global es un profundo imperativo moral».

Ya oímos ayer de boca del Santo Padre su enésima advertencia contra la rígida obsesión con las normas y la ley, de la que debemos liberarnos entregándonos al Amor y a una escucha a las inspiraciones del Espíritu. En cambio, debemos considerar un “profundo imperativo moral” algo que de ningún modo está en nuestra mano.

Cuando los habitantes de la Llanura de Senar decidieron construir una torre que llegara hasta el cielo, su arrogante desafío resultaba modesto comparado con lo que Hollerich nos vende como un “profundo imperativo moral”: regular hasta la décima de grado la temperatura media del planeta como si tuviésemos el mando del termostato.

De las palabras de Su Eminencia se deduce que los seres humanos de este tiempo podemos decidir el clima de la Tierra, clima que ha variado salvajemente a lo largo de su historia, incluyendo millones de años antes de que empezara la nuestra. Un planeta sujeto a procesos no totalmente conocidos por los que un día el Sahara es un gigantesco bosque y otro un implacable desierto de arena; por los que regularmente se cubre el mundo de hielo salvo la zona ecuatorial, o aumentan las lluvias, la temperatura y la vegetación en el Jurásico o… Cientos de cambios en los que el ser humano no ha intervenido para nada.

Pero hoy, gente como Hollerich, no solo cree saber cuál es la temperatura justa, adecuada, perfecta e ideal del planeta, que no debe cambiar, sino que imagina qué puede hacer para lograrla. Por qué esta temperatura media es la mejor de las posibles o de las que han existido y no debe cambiar ni en un grado no se nos aclara, pero hacer lo que sea -empobrecer, de hecho, a la humanidad como nunca antes se había hecho de forma deliberada- por mantenerla es un “profundo imperativo moral”.

¿Para quién, exactamente? ¿Para mí? ¿De verdad cree Su Eminencia que yo puedo contribuir con mi conducta a un ajuste tan preciso de la temperatura? ¿Para los líderes mundiales? ¿Saben, de verdad, cómo lograr ese ajuste? ¿Justifica cualquier desprecio de la democracia, cualquier recorte de libertades, cualquier sometimiento a una autoridad de expertos no elegidos, cualquier dramático recorte del desarrollo y empobrecimiento subsiguiente de la humanidad?

¿Sería mucho pedir que nuestros jerarcas vuelvan a hablar de lo que saben?