Por Carlos Duclos, enviado especial 

Al caminar por las barracas de Auschwitz, la mente es incapaz de reflexionar, porque con la razón no puede entenderse el dolor. Al caminar por las barracas de ese campo de exterminio, sólo es posible acercarse un poco a esa dolorosa verdad si se mira el escenario con el corazón. Aún así, no se logra comprender tanta barbaridad, tanto dolor.

Allí está frente a nosotros, pero el corazón del monstruo ya no late. Sus fauces, esas que devoraron tanta sangre inocente, están inertes e inermes. Allí está, frente a nuestra vista, Auschwitz. Es el despojo del templo del mal; es el resto, lo que queda, del horror y de la maldita e injusta muerte. Es, también, el dolor, la desesperación, la soledad, la tristeza entre todas las tristezas.

Pasamos la barrera levantada y debajo del tristemente célebre cartel con la frase “Arbeitmachtfrei” (El trabajo libera) una sensación extraña, inexplicable, indescriptible, se apodera de uno. Nada de lo que se ve en el ex campo de exterminio nazi puede ser descripto. La mente está como bloqueada, porque la razón se arruga en el escenario del horror.

Caminamos por los mismos senderos en los que anduvieron y padecieron genios como Primo Levi, Viktor Frankl. Caminamos por los mismos senderos de esos miles y miles de hombres y mujeres que pesaban, algunos, 25 kilogramos y que eran obligados a realizar trabajos pesados hambrientos, semidesnudos, enfermos. Cuando ya no servían, eran brutalmente asesinados.

Claro que nosotros caminamos en otras condiciones: la temperatura en esta primavera polaca no es de 20 grados bajo cero; no hay nieve; no estamos calzados con zapatos de madera; ni semidesnudos; ni desnutridos y sabemos que no iremos a ninguna cámara de gas.

Caminamos por el mismo sendero en el que anduvo el padre franciscano Maximiliano Kolbe. La historia de este cura es digna de ser conocida. El padre Kolbe había sido apresado y enviando a Auschwitz porque había cometido el delito de amar al prójimo, de ayudar a los judíos y otras personas perseguidas por el régimen nazi. Durante su detención, uno de los detenidos intentó escaparse y como siempre hacían los nazis para aplicar castigos “ejemplares”, unas diez personas que pertenecían a la barraca de quien había intentado huir fueron elegidas para ser enviadas a las llamadas celdas de la muerte (quien llegaba a ellas no lograba sobrevivir). El padre Maximiliano le propuso a los nazis que iría en lugar de uno de los detenidos, un padre de familia. Los nazis aceptaron y el cura, prisionero número 16.670, fue a parar a la oscura celda. Cuando los soldados fueron a buscar el cuerpo del religioso, creyendo que por las condiciones de la detención (sin agua ni alimento) ya había muerto, asombrosa o milagrosamente, el sacerdote aún vivía. Pero los nazis no se podían permitir tales milagros, de modo que sacaron al cura de la celda y lo mataron. Su cuerpo fue arrojado al horno.

En el piso de las celdas de la muerte hay algunas rosas que algunos visitantes dejan en memoria de los miles que allí murieron en medio de la oscuridad, de la lejanía de sus seres amados, de la desesperación.

Las imágenes que acompañan a esta breve introducción de lo que hemos visto en Auschwitz corresponden a vistas parciales del campo y de sus alambrados electrificados; las latas vacías que contenía el gas Zyklon B, con el que eran asesinados los detenidos en el campo; una oficina de los soldados de la Gestapo; una lista de prisioneros manuscrita; la entrada, en un subsuelo, a las celdas de la muerte.

Esta primera crónica la concluimos con unas palabras sobre las fotografías que se exhiben en Auschwitz de algunas de las víctimas. En todas ellas sobresale para el observador esas miradas repletas de tristeza, esos reflejos de almas atormentadas que se preguntaban “¿por qué?”, pregunta que aún hoy retumba en los corazones de tantos sufrientes, de tantos seres humanos que intentan explicarse la razón del dolor de los inocentes (si es que tiene una razón, un sentido). Entre las fotografías que acompañan a esta crónica, el lector podrá ver las fotografías de Anastasia Marek y Aniela Czarnota. Sus miradas hacen innecesaria más palabras.