Por Florencia Vizzi

centro-comunitario-san-cayetano-florvizzi-004El Centro Comunitario San Cayetano está ubicado en el corazón de barrio Ludueña y es, probablemente, una de las instituciones más representativas de la zona. Es parte de la red que se teje entre las Comunidades Eclesiales de Base, y ha sido testigo y protagonista, por más de 30 años, de los avatares del barrio, viviendo, sufriendo y compartiendo las realidades cotidianas de su gente.

«Nuestro sueño es que este lugar desaparezca. Que no haga falta que siga existiendo, que se convierta en centro cultural o alguna cosa de ese tipo. Que en un país tan rico, no haya gente que necesite de estos lugares para poder comer a diario. Ese es nuestro sueño».

Es la voz de Mirta la que pronuncia ese deseo. Mirta lleva 32 años siendo parte de esa comunidad, desde que se conformó como un costurero comunitario bautizado con el nombre de Ibotí Porá. «Se conseguían las telas, y confeccionábamos guardapolvos que se vendían a bajo costo», explica.

«Esto era una casillita que daba pena. Con el tiempo, nos empezamos a juntar, con la ayuda de (el padre Edgardo) Montaldo y de Pocho (Lepratti). Todos ellos han sido referentes en la comunidad. Siempre nos decían hay que aprender a organizarse. Se recorrían las casas puerta por puerta. Aquí en el barrio no había luz, agua, pavimento, nada de nada, sólo casillas… así que empezamos a organizarnos», relatan entre Mirta, Gloria y Alejandra, algunas de las «doñas» que son alma y cuerpo del comedor.

A día de hoy, San Cayetano es toda una estructura en la que colaboran alrededor de 150 personas que alimenta a 550 comensales, que retiran sus raciones al mediodía y una merienda reforzada que se entrega a la tarde.

«Nuestra filosofía es que compartan la mesa familiar. Por eso les entregamos las raciones de comida, no queremos que la gente coma acá. Lo único que les queda para compartir es la mesa familiar, porque la dignidad ya la perdieron. Cuando la gente se ve obligada a ir a buscar la comida, pierde la dignidad. Entonces como regla pusimos que se lleven la comida a casa para poder compartir la mesa».

Mirta señala, con preocupación, que hasta febrero la lista de raciones era de 400. «En tan solo siete meses, tenemos 150 más, y la lista de espera no para de agrandarse. Desde fines del año pasado que se viene incrementando. Pero en estos últimos tiempos es mucho peor».

«Nosotros hemos pasado por todo aquí, los 90, el 2001… entonces enseguida nos damos cuenta cuando las cosas empiezan a andar mal. En los barrios es dónde primero se nota. Se están perdiendo muchas fuentes de trabajo, lamentablemente acá lo vemos a diario. Hasta el cirujeo se está poniendo difícil. Y acá cada vez vienen más madres a pedir comida para sus familias» relata.

Todo a pulmón, por asamblea y en comunidad

centro-comunitario-san-cayetano-florvizzi-032«La cuestión es que tanto nos  insistieron con la organización, que aprendimos a organizarnos. Primero empezamos a juntarnos, reunirnos, conversar, ver lo que hacía falta, y después empezó a caminar solo. Un día los ‘maestros’, los fundadores, no vinieron y tuvimos que largarnos solos», rememora Mirta mientras, esforzándose por no dejar detalles de la historia afuera.

«Un día vino Pocho (Lepratti), que era mi compadre, y dijo: ¿»Qué les parece si armamos un proyecto?, y yo le contesté: «¿Y dónde vamos a mandar ese proyecto?».

«‘Lo vamos a mandar a España’, dijo Pocho, ‘a una organización que se llama Manos Unidas’ . Y así fue. Nos juntamos con unas mamás, lo redactamos, y después fuimos a la escuela del padre Edgardo y Pocho lo pasó en la computadora. Y lo mandó. ¡Y a los dos años recibimos euros!».

Con esa plata, se compraron los materiales para construir lo que hoy es el centro comunitario. «Lo levantamos todo a pulmón, las mujeres preparábamos la mezcla, y los hombres, nuestros maridos, hermanos, hijos, fueron levantando las paredes. Todo a pulmón».

Y sigue siendo así, aclara Mirta. Todo lo que se recibe se invierte para comprar lo que hace falta, y todo lo decidimos por asamblea. Allí discutimos lo que se va a cocinar en el mes, el funcionamiento, todo. Las madres que se anotan para retirar la comida, tienen la obligación, no sólo de colaborar con el comedor, sino de asistir a las asambleas. Allí, todos opinan, madres, padres, abuelos… La comunidad es eso, nadie puede decidir por el otro, cada uno debe decidir por si mismo».

Mirta explica también que todos cumplen una función, y que por eso pueden sostener el centro comunitario. Todos los que retiran la comida tienen que aportar con su trabajo. «Las mamás que retiran la comida tienen tareas y tienen que colaborar».

«Hay cinco cocineras a la mañana de lunes a viernes», señala Gloria, «y dos lecheras a la tarde». Además, hay lavanderas de ollas, de cocinas, de pisos, de baños, del patio. Hasta gente encargada de la basura tenemos, toda una red que nos ayuda a mantener el lugar».

«Porque, señala, esto no es sólo un comedor, por la tarde funcionan los talleres. Acá se da taller de letrista, grafitti, y tallado en madera. Así la gente puede ir aprendiendo un oficio. Y los fines de semana hay catecismo, comuniones y confirmaciones.

La marca del Pocho

La figura de Pocho Lepratti sobrevuela toda la conversación, de principio a fin. A pesar de los muchos años de ausencia, sigue siendo fundamental en la comunidad. Así lo revelan las pintadas en centro-comunitario-san-cayetano-florvizzi-014las paredes del patio, desde las cuales su rostro preside el centro comunitario. Y así lo revela las repetidas referencias a él que hacen  las mujeres, sobre todo Mirta que manifiesta haber tenido una relación muy cercana.

«Yo le limpiaba la casilla, y  siempre le decía, ‘usted compadre, es un segundo Jesús’. Y él se enojaba muchísimo conmigo cuando le decía así, pero es la verdad, no hubo otro como él, y no va a haber, no hay más Pochos».

—¿Por qué?

—Mirá, él cobraba el sueldo de la provincia y de la escuela, y todo, absolutamente todo lo invertía en los jóvenes del barrio. Se vestía como un mendigo, mucha gente lo veía y me decía “Mirta, ese es un sucio”. Pero no, qué va, lo que pasa es que no se dejaba nada para él, todo lo que tenía se lo daba a los otros. Me acuerdo que en pleno verano, a la una de la tarde, con un sol que partía la tierra, él se venía en bicicleta desde zona sur, y pasaba por la plaza, dónde estaban todos los chicos que no tenían nada para comer.  Él paraba y les preguntaba «¿Ustedes, comieron?» Y como no habían comido, Pocho iba a su casilla a buscar el calentador, la olla, y lo poco que tenía en casa y se iba a la plaza a cocinar y comer con ellos- rememora la mujer con mucha ternura y emoción. Se gastaba el sueldo en comprar cosas para los pibes, hasta computadoras, mi marido que era fletero iba a buscar las computadoras que conseguía para que los chicos pudieran tener y estudiar. No conocí a otro así, él a nadie pedía, y a nadie sacaba. Predicaba los derechos, y la organización,  para reclamar nuestros derechos. Le daba valor a los pibes, a los jóvenes… a ellos se dedicaba incondicionalmente. Nunca habló de su familia, que es una familia muy acomodada económicamente. Y él dejó todo y vivía en la extrema pobreza. Tenía la casilla de chapa, piso de tierra. Tenía un cajón dónde se sentaba, otro cajón que usaba de mesa, y un pedazo de camisa que usaba de mantel. Eso era todo lo que tenía. Así vivía. En la extrema pobreza. Ese era Pocho. Por eso te digo, para mí, era un segundo Jesús.

El barrio, entre el desasosiego y el amor

centro-comunitario-san-cayetano-florvizzi-065Esa gran cuota de amor, que se pone de manifiesto en cada una de las personas que conforman el proyecto, es también lo que fortalece a una comunidad que se ha visto golpeada una y otra vez, tanto por el olvido y el abandono estatal, como por la violencia institucional y la inseguridad creciente.

Así se han visto obligados a llorar a Pocho Lepratti, víctima de las balas policiales, a Mercedes Delgado, víctima de un tiroteo entre narcos y a los anónimos, que sólo ocupan unos pocos párrafos en los medios. Así también, ven con angustia una situación socioeconómica que se complica día a día, y cuyas víctimas son las que van a parar a la lista de espera de los que necesitan la ración de comida.

«La situación en el barrio es cada vez más complicada, casi todos los días hay un baleado. Y, hay que decir lo que es la 12 (NdR: comisaría 12ª), está pintada. Tienen sus arreglos, usan a los pibes, al que roba realmente,  no los llevan presos, llevan a otros perejiles para justificar que hacen algo. Y a algunos, los largan a la noche para que salgan a robar y hacer negocios juntos. Eso todos los sabemos, algunos no se quieren involucrar», sentencia Mirta.

«Pero mi vida, nuestra vida, pasa por este lugar, cada día, cada hora. Este lugar es mi segundo hogar». Cuando Mirta hace esta afirmación, el resto de las mujeres asiente. «Nuestros hijos se criaron aquí, y la comunidad nos ha dado mucho más de lo que nosotros le damos. Hay que ser agradecidos. Yo soy agradecida a la comunidad, y quiero devolver lo mucho que me ha dado».