Por Candi

Hay un episodio en la vida de Jesús fuerte, muy fuerte. El Evangelio dice que  estaba sentado junto a otras personas enseñándoles, y aparecen de pronto sus familiares buscándole. Se desprende de la narración evangélica que Jesús se muestra indiferente, o no da demasiada importancia a la presencia de sus familiares, entre ellos María, su madre. El hecho mueve a reflexión.

Es bueno recordar ese pasaje: “Llegaron la madre y los hermanos de Jesús; se quedaron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor cuando le dijeron: «Mira, ahí afuera te buscan tu madre y tus hermanos y hermanas».  El respondió: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?» Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: «¡Estos son mi madre y mis hermanos!, porque el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

Cualquiera que no entienda debidamente estas palabras y no comprenda el destino al que está llamado Jesús, puede inclinarse confusamente a pensar que hay cierto desprecio del Ungido por su familia, que pone por delante de ella a unos desconocidos con quienes Él eventualmente se siente a gusto. No es así, de ningún modo. En primer lugar porque es evidente que ese Jesús hombre tiene un compromiso que es mayor que el que tiene con su familia: es el compromiso con Dios primeramente y, como efecto inmediato, necesario e ineludible, con la humanidad. Con la humanidad de esos días y de todos los días, con la humanidad de la historia.

Y tan grande es ese compromiso, y tan leal el comprometido, que aun pudiendo quedarse tranquilo en su casa, con su familia, pudiendo de pobre a pasar a ser inmensamente rico con sólo decirle al Sanedrín y al Imperio Romano que renuncia a su ministerio a cambio de una vida de lujos y opulencia (que lo hubiera logrado en un abrir y cerrar de ojos, en apenas segundos), decide no sólo seguir con su causa, sino que lo hace en medio de heridas y dolores que comparte todo el grupo familiar. No abdica del destino para el que fue llamado, acepta ser perseguido, calumniado, humillado, torturado y finalmente asesinado.

A los ojos del mundo, ese mundo que conocemos con luces de leds, tablets, oro, dólares, negocios, marcas, droga, lujos y fiestas fastuosas, esto es una soberana estupidez, una verdadera insensatez, una acción ridícula que mueve a risa, a burla y a tildar a este Jesús como a un “idiota de toda idiotez”.

Lo cierto, es que en la vida del mundo, en la vida cotidiana de siempre y de hoy, y salvando las tremendas distancias, claro, vemos también a estos “idiotas” (entre comillas) que se la pasan por allí haciendo obras de servicio, ilustrando sobre lo que consideran la verdad con el sólo afán de mejorar la condición humana. Hay de estos “idiotas” (siempre entre comillas) que andan defendiendo a los pobres, a los desamparados, a los trabajadores, a esa humanidad postergada, humillada, sometida, usada. Son esos hombres y mujeres que con sus actitudes, con otro lenguaje, dicen, como aquel Jesús: “estos son mi madre y mis hermanos”, mientras se pasan largas horas del día y largos días de sus vidas entre los heridos por los poderosos e inescrupulosos del mundo. Hay paradigmas, por supuesto: Martin Luther King, Nelson Mandela, Mahatma Gandhi, Madre Teresa, y tantos otros.

Sin embargo, en todas partes del mundo, a cada instante, hay miles de pequeños paradigmas anónimos que con sus pensamientos, palabras y acciones hacen lo mismo que aquel Jesús: comprometerse con una causa para la llegada, por fin, de un mundo mejor, tan anhelado por muchos, tan necesario.

Los hay de estos personajes, quienes se alejan absolutamente de sus familias físicamente (no espiritualmente) por la causa, y los hay aquellos quienes se alejan parcialmente o que incluso pasan más tiempo trabajando por la causa, por el servicio que con sus familiares. Suele suceder a veces que no son debidamente comprendidos. Se les dice, en ocasiones, que aman a su acción más que a su familia. Pero la verdad es otra: aman tanto a su familia que la ven reflejada en la humanidad. Comprenden tanto el dolor humano, que no quieren para los suyos ni para los demás ese dolor, y por eso se lanzan a una tarea de “locos”. María y los demás familiares de Jesús comprenden esto, y  acompañan a “ese hombre” hasta el fin, en un acto familiar de amor sublime y de tormento compartido.

Muy a menudo, en el mundo cotidiano, el idealista no pide que el entorno lo acompañe en su lucha, sólo desea que sea comprendido, necesita sentir esa compañía de orden espiritual tan importante, tan determinante. Esa que hace que la persona involucrada en una justa causa exclame dentro suyo: ¡no estoy solo!