El hombre de nuestros días sigue siendo un esclavo y tal vez esté más sometido en ciertos aspectos que aquellos seres humanos de la antigüedad conculcados por poderosos y monarcas. Esclavo de nuevos y sutiles amos que lo manipulan y dirigen su destino sin necesidad de látigo, y esclavo de un nuevo amo, invisible, pero poderoso que lo condiciona: el sistema. Sin embargo, este hombre que alardea de libertad y derechos adquiridos, que se ufana de una forma de gobierno llamada democracia, pero que pocas veces cumple con aquello que significa (el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo) es esclavo también de otro «señor» al que en muchos casos, paradójicamente, no puede vencer: él mismo. El, presa de sus propias pasiones, sus emociones y sentimientos negativos que lo maniatan, que lo anulan y lo sumen en la desgracia a menudo. ¿Cuáles son estas pasiones, estos sentimientos? Muchos. Quisiera hoy detenerme en uno que causa estragos en muchos ambientes, sobre todo en el ámbito del hogar, ese hogar que debe ser el gran templo, el maravilloso refugio donde el ser humano encuentre paz luego de andar cada jornada por un mundo poblado de injusticias, mezquindades y traiciones. Y ese sentimiento negativo del que hablo es la ausencia de tolerancia, de perdón y la hegemonía del enojo, del distanciamiento, del resquemor en la pareja, en la familia. Tales enojos y resentimientos parecen pequeños e insignificantes flagelos que el tiempo y las necesidades hacen desaparecer, pero suele suceder que van dejando partículas en el fondo del corazón, del subconsciente. Partículas que sin que se adviertan se van amontonando, hasta que un buen día estallan. Por supuesto que hay también, además de pequeñas causas, medianas y grandes que hieren a veces de muerte la armonía en el hogar, en la familia, en los círculos en donde el ser humano desarrolla su vida. Si no se comprenden y se aplican dos acciones necesarias para la vida humana, la herida puede ser grave para todas las partes. Esas dos acciones son reconocimiento del error y pedido disculpas por un lado, y consideración de la falibilidad del ser humano y perdón por el otro. Jesús, ese gran maestro que tuvo y tiene la humanidad dijo que «aquel que esté libre de pecado que arroje la primera piedra». La sabiduría de don José, luego de toda una vida de experiencia, en la mesa de un bar lo graficó muy bien con un interrogante: «¿che, quién no tiene un muerto en el placard?» Si en la vida social no hay disculpas y no hay perdón, la vida puede ser amarga, muy amarga. El resentimiento, el rencor, el odio, es una toxina que lejos de herir al ofensor causa estragos en la propia psiquis y suele trasladarse, aunque no se crea, al organismo. Claro, para liberarse de tal carga, de semejante toxina, es necesario perdonar. Perdonar no es fácil a veces; hace falta coraje, sabiduría, decisión y dejar que esa fuerza que hoy parece una figura extraña en este mundo competitivo fluya: el amor. Perdonar requiere también, y esto es muy importante, evaluar si efectivamente se ha perdonado absolutamente, o si alguna partícula de rencor ha quedado en el subconsciente. Una vez una persona me contaba que había perdonado a su pareja una acción que la había herido. Sin embargo, se encontraba irritada, con frecuencia le reprochaba al otro, de mal modo, actitudes insignificantes, como el dejar una prenda desacomodada. «Me pregunté qué me estaba pasando -dijo-, por qué estaba así y me di cuenta de que en realidad en el fondo yo no había perdonado su acción pasada. Mi enojo amainó y nuestra vida mejoró cuando descubrí eso y me dije que debía adoptar una decisión luego de responderme dos preguntas: ¿lo amo? ¿lo perdono absolutamente?». Desde luego que esta persona apostó por el amor y el perdón absoluto. Al perdonar hay que tener cuidado de no caer en el llamado «falso perdón o perdón relativo». Ese tipo de perdón no es tal, no sirve, es un demonio disfrazado, causa dificultades a todos. Y para terminar quisiera referirme a una conocida y divulgada frase: «perdono, pero no olvido». Me sorprendió escucharla una vez de un señor que se ufanaba de asistir a misa todos los días, de ser un piadoso seguidor de Cristo. Bueno, el «perdono, pero no olvido» no es perdón, no pertenece al acto de liberar el corazón de la atadura del rencor. En todo caso es como el perdón relativo, una suerte de «prisión domiciliaria».