Por Julián Pinto

Tarde o temprano la muerte llega. Es algo inevitable, pues todo lo que comienza termina algún día, pero a veces no de la mejor manera. La licenciada en psicología Mariana Battauz, abrió las puertas a un mundo tan conocido pero a la vez desconocido para muchos: la muerte en la adolescencia. La profesional decidió compartir el caso de E., un joven de tan sólo 18 años que se cruzó a tan temprana edad con el final de su historia.

“Ese día, después de subir los treinta escalones que me llevan a mi oficina de trabajo, abro la puerta y cuando terminaba de recuperar el aliento la noticia que me dan me lo vuelve a quitar: ‘Mataron a E.’. Quedé impactada; crucé miradas con mis compañeros, eso es todo lo que pudimos hacer por un rato”, comenzó relatando la psicóloga. “La víctima tenía dieciocho años. Lo mató otro adolescente en su barrio, el cual -paradójicamente- tiene intervención en el programa”, continuó detallando.

De esta manera, la profesional comenzó a relatar su historia; la de E.: “Junto al equipo de trabajo habíamos abordado la situación del joven en el año 2014, en el marco en que se encontraba imputado de un delito. Hoy ya no teníamos contacto con él porque había culminado su proceso penal, sin embargo, si bien las intervenciones cesan, las historias de los chicos aún circulan un tiempo más, es por eso que lo que les sucede nunca nos pasa desapercibido”.

“E. pertenecía a un contexto familiar y barrial complejo, donde las balas, la droga y la violencia circulaban por las calles de su barrio; un contexto en el cual los adolescentes a su corta edad ya han vivido demasiadas experiencias simbólicas, pero también reales (cicatrices de múltiples enfrentamientos, o la muerte de amigos). Un contexto donde el Estado, protegiendo, y la Justicia, sancionando a quienes dan piedra libre al narcotráfico y las armas, deberían estar más presentes que nunca y desde la más temprana edad”, describió Battauz.

En este punto, Mariana comenzó a recordarlo a él: “Su mirada tranquila y sus modales suaves contrastaban significativamente con ese joven impulsivo que irrumpía en el barrio a los tiros tal como lo describían. En las entrevistas, en las audiencias judiciales, E. tenía un hablar pausado, escuchaba con atención, era respetuoso de quien tenía frente suyo. Pero en ese lugar de pertenencia, allí donde encontró los rasgos identificatorios para poder sobrevivir a costa de que su cuerpo se lastime, algo no mediaba, algo irrumpía a E.: las armas y las drogas se combinaban explosivamente con las consecuencias penales que eso había conllevado para él. Y allí, en su barrio, donde dobla el viento y se cruzan los atajos, un día Enzo encontró la muerte”.

“Algunos medios locales publicaron que a la víctima se le encontró un cuchillo y droga entre sus pertenencias…; lo cual, por supuesto alimentó la sospecha sobre su persona, dando pie así a comentarios despiadadas de algunos lectores. Y tal vez E. portaba dichos elementos si de sobrevivir hablamos ¿sus escudos ante el miedo?”, se preguntó la psicóloga.

En esa misma línea, Battauz relató con precisión en el momento en el que Enzo había perdido la vida: “Cuando me entero de su muerte, a la que precedía la de I. -también de 18 años, una semana antes- recordé un artículo de Andrea Homene, psicoanalista, autora del libro ‘Psicoanálisis en la trinchera’ y de numerosos artículos publicados en la web relacionados a la temática adolescencia y conflicto con la ley penal. ‘Morir antes de los 17’; artículo del cual uno de sus párrafos me resuena más que nunca: ‘…la expectativa de vida que tienen para ellos mismos rara vez supera a los 25 años. Me pregunto entonces qué ha pasado con ellos, cómo ha sido su vida hasta ese momento (ninguno supera los 17 años) para que su existencia transcurra en una inmediatez que resulta dramática: carecen de la posibilidad de proyectarse en un futuro que contemple alguna ilusión; están habituados a la muerte de pares, de modo tal que no los inquieta demasiado la posibilidad de morirse o de ser muertos por la policía…’”.

“Y asistir a tan tremenda escena, no es sin angustia; deja sus efectos en quienes trabajamos con ellos, porque, aunque sepamos que muchos tienen un destino asignado, aun así, resistimos a verlos morir. Aunque nos digan; ‘no sé si a la próxima entrevista llego señora’, nos resistimos a su sentencia de muerte anticipada y los esperamos, porque considero que negarles la posibilidad de saberse esperados por alguien, es matarlos subjetivamente. En algún momento -y ante ciertas condiciones- un sujeto puede hacer un movimiento que ‘contemple alguna ilusión’», afirmó la licenciada.

A modo de reflexión, Mariana Battauz sostuvo: “Por eso cuando los esperamos y no llegan, nos afecta y ojalá nunca deje de afectarnos. Porque escuchamos sus historias; porque nos contaron de sus miedos, de sus logros y sus fracasos; nos mostraron sus heridas no con orgullo, sino para ser curadas con la mirada del ‘otro’. La muerte de estos chicos me interpela”. cuenta. Y agrega: “¿Qué le estamos debiendo a nuestra infancia para que los jóvenes que no superan los 18 años terminen tensándose en una escena trágica de la cual sólo se sale muriendo? ¿Qué, quién, no estuvo allí? ¿Cómo seguir resistiendo para no acostumbrarnos a sus destinos marcados por fuego?”.

«Parece un calvario, pero estamos acostumbrados a vivir la vida día a día en este barrio (…) Esto es así, nunca va a cambiar, la vida de la calle tiene un rápido final’. Tarea impostergable ¿verdad?, porque ‘morir a los 18 no es la ley de la vida’. Aunque el escenario hostil del contexto social es el que están inmersos estos chicos pareciera no ofrecerles otra alternativa y ellos no encontrarla -sumando al fracaso de políticas públicas que ayuden a paliar el estado de indefensión y desamparo en la que se encuentran día a día-, no nos acostumbremos a sus muertes, porque si eso no nos conmueve, si eso si nos moviliza e interpela nuestras prácticas ¿qué les espera a ellos?”, culminó.