Por Candi

Es oportuno y necesario reproducir lo que expresa la cabeza de una noticia publicada por el diario El País de España, en mi opinión uno de los mejores diarios de habla hispana y entre lo mejores del mundo: «Un niño de cuatro años de edad ha herido de gravedad a su madre, amante de las armas, al dispararla por error, indicaron fuentes oficiales en Florida. La progenitora, Jamie Gilt, de 31 años, iba conduciendo por una autopista con su hijo en el asiento trasero, cuando recibió el disparo que atravesó el asiento del conductor. Aún no ha podido hablar con la Policía desde la cama del hospital por su estado. Gilt había alardeado justo un día antes en Facebook de la capacidad de disparo de su pequeño».

Para nosotros, desde luego, esta no es una noticia determinante, puesto que tragedias semejantes, vinculadas con la muerte, ocurren en nuestro país, en nuestra ciudad, en nuestro mismo barrio. Sin embargo, la noticia sirve como ejemplo para reflexionar sobre el estado de violencia latente a veces y explícita en grado sumo casi siempre, que envuelve a la humanidad. Que una madre ande por la vida armada al lado de su pequeño hijo y que, además, se ufane de la «capacidad de disparo» del pequeño, es una insensatez mayúscula.

Insensatez en cierta forma comparable con la de los yihadistas terroristas que ponen en los hombros de los chicos fusiles de guerra, preparándolos para el asesinato; comparable con el delirio del norcoreano que para ufanarse de su poder bélico dispara misiles y amenaza; comparable con los franceses y alemanes que están invirtiendo miles de millones en drones para la guerra, o con el fabuloso presupuesto para la construcción de armas de destrucción masiva que tienen Norteamérica y Rusia, entre otras potencias.

Pero no son estos sólo los únicos y notorios sucesos violentos o encaminados hacia la violencia que ocurren en el mundo. En todas partes, incluso aquí nomás, se suceden situaciones que son verdaderos atentados contra la vida y cuyos resultados son a menudo lo buscado: la muerte.

El mundo, podría decirse, vive en una espiral de violencia, a veces física y directa que da como reultado la muerte lisa y llana. Y hay también una ola de violencia moral que posee como efecto, también, la muerte de cuestiones importantes que hacen a la vida. Por eso muchos seres humanos (cientos de millones en todo el Planeta Tierra) sólo permanecen, pero no viven.

Hay quienes sostienen que el mundo está ya en guerra, o que se está en los umbrales de una conflagración mundial. Bueno, es posible. De lo que no caben dudas, es de que una poderosa y numerosa porción de humanos están empeñados y comprometidos, a sabiendas, conscientemente, con la violencia y con la muerte. Y no caben dudas de que, por ignorancia o ausencia de convicciones o porque una aberrante cultura los arrastra, muchos contribuyen por omisión a que la violencia prevalezca.

El dilema es el de siempre para la gran masa de ciudadanos del mundo que desea la paz (incluso aquellos que no advierten la realidad y permenecen por ello indiferentes). Es el dilema de Hamlet, pero planteado no desde el ser, sino desde el hacer: «hacer o no hacer, esa es la cuestión».