Cuando sentimos que las fuerzas exteriores nos manejan a su antojo, cuando pensamos que no tiene mucho sentido seguir remando como si todo el tiempo lo hiciéramos contra la corriente, cuando todo lo que sucede a nuestro alrededor parece querer convencernos que nada tiene verdadero sentido, es cuando vuelven a ponerse a prueba nuestras reservas interiores, y necesitamos desesperadamente recuperar la fe y los objetivos, porque en caso contrario nuestras propias profecías se cumplirán.

Son instantes en que no podemos identificar el punto exacto del dolor y en el centro mismo de la incertidumbre, casi siempre ponemos el foco en los demás y en las situaciones que nos rodean, otorgando mayor poder a las circunstancias y a las personas que tienen en claro lo que persiguen, tratándose por regla general de su propio beneficio e interés personal.

En el preciso segundo del pico de la tempestad, cuando los vientos azotan el alma desprotegida, cuando la política local y mundial se ha transformado en lo que a simple vista se percibe, y nuestros esfuerzos sucumben ante fuerzas tan poderosas, es preciso saber que casi nunca podremos cambiar el horizonte de la tormenta, pero tal vez tengamos esperanzas de modificar el rumbo de nuestras velas.

Es el momento de preguntarse cuál es el límite del esfuerzo, del desgaste inútil en librar batallas que nunca venceremos, pero que son solo eso, batallas, y que la a mejor batalla es la que no se consuma.

En algún tiempo debemos detenernos a reflexionar sobre las verdaderas cosas importantes de nuestra vida, no de “la” vida, sino de la de cada uno de nosotros, personas de a pie que por lo  general ponemos lo mejor que tenemos en pos de lo que consideramos más justo, porque así somos en una inmensa mayoría.

Sólo existe en el mundo un pequeño grupo que continuamente utiliza todos sus medios (que ciertamente son muchos y poderosos) para seguir haciéndonos creer falsas verdades, como que todo está perdido, que todo es igual y que nada cambiará.

Pero se les escapa algo tremendamente importante sobre lo que nunca podrán influir ni siquiera con todo el poder y el oro del mundo, porque existe un lugar absolutamente invulnerable a las influencias externas, por poderosas que fueren, un espacio sagrado e inaccesible a los extraños y un reino donde cada uno de nosotros es amo y señor: Nuestra fuerza vital, nuestro espíritu, nuestra alma, nuestra energía inagotable de seres profundamente humanos, nuestro quijotesco corazón.

Allí todos poseemos el germen de un mundo nuevo y mejor, superador de las miserias de las minorías que son tan pobres que lo único que tienen es dinero, y tan básicamente elementales que sobreviven sólo mientras se ocultan tras algún espacio de poder en el que intentan perpetuarse, porque a poco de observar descubrimos que siempre son los mismos, y después sus descendientes.

Es cierto que hemos sido engañados en muchas cosas, pero los súper héroes aún existen, y somos nosotros, los Juan de Los Palotes que día a día le ponemos el pecho a la decepción que nos quieren vender a precio vil, para empañar nuestro excelso triunfo cotidiano de sobrevivir a tanta injusticia y a tanto ídolo de cartón, ricos en dinero, y pobres en principios y valores.

La verdad siempre aflora, porque en el universo hay más tiempo que vida