por Florencia Vizzi

Las palabras violencia e inseguridad son parte del discurso que componen el inconsciente colectivo cotidiano. La pregunta que precede a esta historia sería entonces si una vida que ha sido signada desde sus orígenes por todo tipo de violencias e inseguridades puede escapar a ellas, o si será uno de esos destinos marcados que no tienen retorno.

La vida de Elizabeth es un caso testigo. Ha sido víctima de todo tipo de violencias, golpes, abandono, torturas, humillaciones. Fue maltratada desde sus primeros años de vida, ha cambiado de maltratadores, pero no ha tenido  oportunidad de asomarse a otro tipo de existencia. Esta es su historia.

Del Buen Pastor a la gran ciudad

«Éramos once hermanos y  mi mamá era alcohólica. Cuando mi papá se fue, ella no nos podía mantener y nos mandaba a pedir en la calle. Pero todo lo que ganábamos se lo gastaba en bebida. Cuando volvíamos sin dinero, cuando no conseguíamos lo que ella quería, nos lastimaba. No tenía límites. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices por los golpes que ella me daba, los brazos, la cabeza… Nos hacía arrodillar durante horas en penitencia,  nos pegaba con un rebenque, nos hacía comer nuestros excrementos».

“Un día mi madre lastimó tanto a mi hermana que los vecinos la denunciaron. Nos sacaron de ahí, pero nos separaron. Nos fueron distribuyendo en distintos lugares. Yo fui a parar al Buen Pastor y estuve allí hasta los 16 años, cuando quedé embarazada. Como las monjas no me dejaron volver a la escuela, conseguí un trabajo como mucama con cama adentro con ayuda del juez que tenía la tutela, hasta que tuve a mi primera hija.”

“Tiempo después conocí a alguien y nos fuimos a vivir juntos. Pero tuve que salir corriendo, porque resultó ser alcohólico y me molía a golpes cada vez que podía. Así que a los 19 años me encontré con tres hijos, en la calle y sin nada. Empecé a cirujear con mi padrastro, que tenía un carro, para tener al menos algo con que darle de comer a mis nenas. Esa siempre fue mi obsesión, y lo sigue siendo, que mis hijas tuvieran algo mejor de lo que yo había tenido».

«Cómo yo siempre fui tan católica, y estaba tan desesperada, fui a una procesión a Luján, que había organizado la iglesia del barrio. Allí conocí a un matrimonio de San Isidro y me ofrecieron trabajo de mucama. Pensé que la Virgen me había ayudado, porque eso era mucho más de lo que tenía. Y me fui para allá, sólo con una de las nenas porque eso es lo que me permitían. Las otras dos las dejé en Rosario”.

«Una vez en Buenos Aires, empecé a buscar la forma de llevar a mis hijas conmigo y al tiempo conseguí un trabajo en una agencia de seguridad en la que me pagaban un poco mejor. Así logré acomodarme con mis tres pequeñas en la capital. La verdad es que era bien difícil, hacía guardias rotativas, trabajaba 48 horas seguidas algunas semanas, días enteros sin dormir… Hasta que un  buen día no me renovaron el contrato”.

«Y ahí quedé, varada, sola, sin un peso. Entonces, una vecina me puso en contacto con la dueña de un bar de copas, un prostíbulo. ‘Vos fijate’, me dijo».

Un padre y un monstruo

«El primer arreglo que hice fue para bailar y vender tragos. Cada noche me decía a mí misma «vos podés, vos vas a salir adelante, tené fe” y así trataba de convencerme».

«Una noche cerraron el bar para una fiesta privada de unos clientes que iban siempre y la dueña eligió sólo a algunas de nosotras para trabajar. Esa noche conocí al hombre que después se convirtió en mi marido. Él me compró, aunque eso es algo que yo no sabía todavía. Él empezó a ir cada vez más seguido al bar para verme y yo le fui contando toda mi vida. Hasta que un día me dijo que me fuera con él, que me iba a cuidar y proteger. ¡Imaginate lo que eran para mi esas palabras!. Y se encargó de arreglar mi salida, yo nunca pregunté cómo fue, sólo quería irme. Así que, hasta un tiempo después, no supe de qué se trataba ese arreglo».

«Al principio lo veía como un protector. Yo tenía 21 años y él me llevaba más de 20. Alquiló una casa para los dos y me dijo que me iba a cuidar y que nunca más me iba a faltar nada. Yo lo veía como un padre, aunque con el tiempo se convirtió en un monstruo».

«Hubo una primera época en que todo parecía que iba a andar bien. Pero duró muy poco. Comenzó por dejarme encerrada, no podía salir sola a ningún lado. Empezó a mostrarse violento y a pegarme cada vez más seguido. Fue en ese tiempo cuando me dijo que yo era de su propiedad. «Vos tenés que hacer lo que yo te diga, yo te compre, pagué y te compré, te saqué del prostíbulo y ahora sos mía».

«Entonces empezó lo peor. Una noche me dijo que tenía problemas económicos y laborales, y que yo tenía que ayudarlo a recuperar su cartera de clientes. Me llevó a una cena, en Puerto Madero para que lo acompañe. Pero cuando la cena terminó, me subió al auto y sin decirme nada, me llevó a un hotel y me obligó a acostarme con todos los clientes que habían ido a la reunión».

«Nunca tuve tanto miedo. Eran varios hombres, algunos borrachos, otros drogados… y me dejó sola ahí. Sin teléfono, sin posibilidad de hablar con nadie… tenía terror de no poder volver a casa. Nadie sabía dónde estaba. Para todo el mundo nosotros íbamos a cenar, los chicos habían quedado con una mujer que los cuidaba y yo no tenía ninguna comunicación, ni con ellos ni con nadie”.

Una palabra que se repite en todo el relato es el miedo. Elizabeth lo nombra una y otra vez. Miedo a los golpes, miedo a que le sacaran a sus hijos, miedo a quedar desamparada, miedo al hambre. La brújula y guía de su vida se resume en esa palabra, miedo.

«Con el tiempo todo se empezó a volverse más violento y más difícil. Por momentos yo tenía la ilusión de que él me podía cuidar, que era alguien que me iba a proteger, pero no era más que eso, una ilusión, una fantasía. La realidad era la que él me dijo esa vez, que me había comprado, que había pagado, que yo era de su propiedad y tenía que hacer lo que él decía. Todas las semanas me llevaba a reuniones con hombres y me decía que esa era la única forma de mejorar la situación, que era por mi bien y que ya íbamos a estar mejor. Pero la verdad es que todo eso era un calvario que recién empezaba».

«A veces me ponía tan mal que me obligaba a tomar alcohol y éxtasis, ‘para que la pases bien’, me decía. Una vez me ‘retobé’  y me planté en la puerta del hotel, le dije que no iba a entrar y que haga lo que quiera. Me arrastró al baño y me dio una paliza tremenda, me pegaba y me apretaba el cuello, y  me gritaba que si no era por las buenas iba a ser por las malas, que me iba a atar a la cama y que iba a dejar que me hagan cualquier cosa. Eso no sólo pasaba en Buenos Aires, también me llevaba a otros pueblos y ciudades. Siempre pensaba que me iba a morir en uno de esos lugares».

(La segunda parte de la entrevista se publicará mañana)