Por Candi

Imagino a ese hombre quien un atardecer en Paris, golpeado por las circunstancias de la vida, se preguntó: ¿qué significa todo esto? ¿Qué sentido tiene?; o a esa mujer llorando sin lágrimas, a quien le arrancaron al hijo de su pecho y la están rapando en el campo de exterminio. Ella ya no se hace preguntas, no tiene fuerzas, no tiene más lágrimas, no tiene nada. Frente a sus cabellos, lo único que ha quedado de ella en la barraca vidriada de Auschwitz hecha museo, soy yo el que se pregunta: ¿qué significa todo esto? ¿Qué sentido tiene la vida?

Es el mismo interrogante que se asoma en el corazón de algunos hombres frente a cualquier tipo de injusticia que atente contra la dignidad de todo ser, especialmente humano. Es el interrogante de todos los que sufren y de algunos (no todos) que sin sufrir procuran compadecerse, es decir compartir el dolor del otro. Es el interrogante eterno de muchos seres humanos en la historia de la humanidad.

Es un interrogante válido, pero incompleto, insuficiente o, cuanto menos, mal formulado por aquellos que son testigos del dolor humano. Es razonable que un sufriente, un golpeado sin piedad por la vida, se pregunte: ¿Qué sentido tiene? Es una pregunta cargada de dolor, de confusión, de incomprensión, de enojo, de no alcanzar a entender tanto golpe, a veces golpe que no es consecuencia de un acto propio sino ajeno ¿¡Por qué!? El mundo está repleto de estos ¿¡por qué!? generados por el mal que cada vez arrecia con más fuerza sobre la faz de la Tierra.

Pero la pregunta para el testigo del dolor, para quien desea sinceramente compadecerse de su hermano no puede ser sólo ¿por qué? Esa pregunta encierra apenas lástima y no es precisamente lástima lo que salvará al otro, sino la compasión, que es algo muy distinto. Compasión es “com-partir la pasión”. La pregunta para el testigo del dolor que tiene energía y voluntad para con el otro, es, debe ser: ¿para qué? Es cierto que esa pregunta tiene varias respuestas incontestables, algunas de las cuales sólo son conocidas por Dios, pero hay una que se revela para la conciencia del ser humano de buena voluntad que busca la verdad y quiere vivir en ella, y esa respuesta es: “para que yo actúe desde el amor en favor de mi hermano que sufre”.

Esta respuesta mueve a burla, a risa en un amplio sector de humanos de este mundo que viven pendientes y prisioneros de sus luces. Seres humanos atrapados por una cultura que les impide ver con claridad la verdadera forma del amor. Algunos, obnubilados por los reflejos mundanos (poder, gloria, dinero, propuestas del mercado y pautas culturales) ni siquiera se permiten ver y sentir la superficie del amor.

En un mundo que se ríe de lo espiritual o que lo persigue, condena y hasta difama, no es fácil hacerse la pregunta (¿para qué?), respondérsela y comenzar a vivir la respuesta (para que yo actúe en favor de mi hermano que sufre). Ni siquiera es fácil amar en un mundo que ha hecho del amor un trueque o una cuestión material. Pero es precisamente por esa complicación y en esa complicación que el hombre de buena voluntad que no se resigna a que le arrebaten su compromiso, ese hombre a menudo descalificado, víctima de burlas y persecuciones, se acerca un poco a la Verdad, a un Orden Superior, a Dios o al Sentido de la Vida (con mayúsculas).

El hombre tiene a cada instante la potestad para decidir si vive o si sólo existe. En una calle de Praga, hay una escultura del escultor Checo David Cerný que llama la atención del paseante: es un hombre colgado, que se sostiene a un travesaño con su mano derecha, tiene su izquierda displicentemente en el bolsillo y mira hacia abajo como preguntándose, “¿qué hago?”. Dicen que el hombre es la imagen de Sigmund Freud y un homenaje al padre del psicoanálisis. Posiblemente, de lo que no puede dudarse es de que quien pasa por las calles medievales de Praga y observa la escultura atrevida, provocadora, no puede dejar de recibir el mensaje.