Por Candi

“El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente”. El pensamiento corresponde a Flaubert y lo elegí como prólogo de esta columna, en la que deseo plantear, brevemente, el asunto del tiempo y de la vida, y de cómo los seres humanos solemos perderlos a raudales, en cuestiones y seres que, como suele decirse vulgarmente, “no valen la pena”.

Y este “no vale la pena”, desde luego, no implica subestimar o calificar a la cosa o persona que nos quita vida a cambio de nada edificante para el alma. Este “no vale la pena”, estimado lector, significa meditar, reflexionar si tiene sentido que el “yo” sufra, se resquebraje, por aquello que lo oprime de algún modo, que le impide latir como se debe.

Recuerdo haber escrito alguna noche, sentado a la mesa de un bar, en las hojas de una agenda ya perdida, lo siguiente: “Es la noche de las cadencias del silencio. Ninguna voz, ningún murmullo, ni sonidos allá en lo alto. Sólo vaga sublimemente, perfectamente, un imperceptible movimiento y en silencio. Galaxias, firmamentos, y acaso miles de millones de universos. Desde mi átomo, o quizá desde un minúsculo neutrón, observo extasiado, maravillado, pero temeroso, ese fantástico infinito eterno. Sí, tengo miedo, miedo de que este mundo, insignificante, sea no más que nada, o poca cosa. Y como si no bastara con el probable suceso que me envuelve en temor, recuerdo que el tiempo, la vida, se invierte en vanidades ¡Necedad de necedades!”

Y seguí escribiendo, a pesar de los ojos investigadores de algunos parroquianos que se preguntarían (no lo dudo) qué hacía un tipo levantando palabras como si fueran paredes, como loco, con una lapicera de pluma, en ese bodegón perdido y a esa hora de la noche. Y lo que seguí escribiendo es la determinante del asunto: “caigo en la cuenta, he comprendido, que esto es cuestión de vida o muerte, pues los últimos segundos transcurridos no volverán y tampoco retornará jamás ese que fui hace un instante. Sí, muchas cosas han cambiado en mí en los últimos segundos y muchas otras han sucedido que nunca más volverán a ocurrir. Por caso, tengo por cierto que miles de neuronas jamás viajarán en la misma forma en mi red cerebral y algunas es probable que en este instante hayan muerto. Y este latido que acaba de producir mi corazón, nunca más se repetirá”.

Al salir aquella noche de ese lugar y mirar el cielo diáfano, salpicado de luces lejanas, misteriosas, entendí que en la creación todo se va transformando en cada cosa, en cada criatura y a cada instante; que en los seres todo se va yendo de a poco. Sí, es así: todo se va yendo de a poco. La mente, a veces ignorante, a veces indiferente ante la realidad, a veces creída de un inexistente poder e inmortalidad, pretende hacerle creer a una parte del “yo” que todo es para siempre, que hay un statu quo inmodificable y que se puede perder tiempo o vida sin consecuencias ¡Es mentira!

Días después de aquella noche, publicaría aquel escrito con un final que me inspiró una pequeña criatura que pasó ante mí: “El tiempo es lento y largo en la agonía y raudo y corto en la alegría. En la noche de las cadencias del silencio, pasa (indiferente, sabiamente indiferente a mis pensamientos) una luciérnaga. Ella no sabe de rotaciones, de lunas, de soles y medidas. Sólo vive sin saber que hubo ayer y que tal vez, apenas tal vez, habrá mañana. Y allí acepto que el de la pequeña criatura es el saber instintivo de la sabiduría ¡Ah, el tiempo!, imperfecta creación de la razón que con frecuencia se escurre entre las manos de lo vano. Y mientras la pequeña luz sigue volando por la noche sin pensar en el alba, comprendo al fin que es un verdadero disparate, una herida infligida a la sacralidad vital, permitir que algunas cosas “valgan la pena”, mientras el hombre deja que se escurran de su corazón, que se caigan de su vida, aquellas otras que en realidad importan.