“Todo sucede por algo, o simplemente no sucede y también es por algo”, se dijo para sí mientras caminaba por las angostas, pintorescas y empedradas calles de Montmartre. La había conocido como se conocen esas estrellas luminosas, bellas, pero fugaces, que extasían el alma, pero cuyo encanto apenas si sólo es saboreado por el observador por un instante, porque ellas pertenecen a otro mundo, a otros espacios, pasan por la vida como una ráfaga. Son hermosas, pero inalcanzables.

barPudo intercambiar con ella unas palabras casi de lejos, y apenas si se atrevió a sugerirle desde su timidez, acentuada por la alcurnia de la dama, que tal vez, y si las circunstancias se daban, podrían compartir un café para charlar de la vida y del arte. “Claro -dijo ella con una sonrisa que Ezequiel no alcanzó a discernir si era de gustosa aceptación o mero compromiso- suelo ir al Cafe Montmartre por las tardes, cuando las luces del día al fin se rinden ante las sombras de la noche”.

Aquel giro como respuesta sacudió algo en su interior, ese algo que no se sabe exactamente qué es, pero que va acompañado por una mezcla de sensaciones que se reflejan con ciertos delicados espasmos en el estomago, latidos acelerados del corazón y una extraña esperanza que da vueltas en el alma. “Será un verdadero gusto”, respondió él.

En aquel mismo crepúsculo se sentó en una mesa del café parisino, pero lo único que llegó a su mesa fue la noche y esa soledad que tenía como eterna compañera.

Durante varios atardeceres, a través de los meses, esperó contra toda esperanza, pero aquella criatura (que ahora se le antojaba como celestial e inexistente) jamás apareció.

Durante aquellas tardes en el Café Montmartre fue esbozando sobre un papel la escena que imaginó. Cuando al fin aquella noche terminó el estudio de su obra, se levantó, pagó y se fue prometiendo no regresar jamás a ese lugar.

Meses después, cuando su pintura fue expuesta en una de las galerías del barrio parisino, una mujer rubia, bella y encantadora, quedó conmovida por la imagen: un hombre, en la mesa de un café, con una mirada de admiración, extendía su mano a una supuesta persona que no estaba. En su lugar, y sobre la silla, el pintor, con excelsa habilidad, había pintado una hoja y en ella, manuscrito, aquel poema de Borges “El Sueño”. Ella alcanzó a leer los primeros versos: “Si el sueño fuera (como dicen) una / tregua, un puro reposo de la mente, / ¿por qué, si te despiertan bruscamente, / sientes que te han robado una fortuna?”

De inmediato buscó al organizador de la muestra y quiso saber dónde podía ubicar al autor de aquella obra que la había emocionado hasta las lágrimas.

“Solía acudir al Café Montmartre aguardando a una dama. Fue alli donde concibió la obra -dijo el dueño de la galería-. Se llama Ezequel Desmond, pero hace unos meses que se ha ido de París y nadie sabe adónde fue. Hay quienes dicen que al partir sólo dijo unas palabras: “apenas si se van conmigo mi soledad y un sueño”