A cien días del comienzo de los Juegos de Río de Janeiro, los estadios están listos para recibir a los dioses del Olimpo, pero a su alrededor crece la preocupación por el descenso a los infiernos de Brasil, asfixiado por una gravísima crisis política y económica.

Todos los focos apuntan ahora a Brasilia, mientras los trabajos finales para la preparación de los primeros Juegos Olímpicos en Sudamérica son vistos con indiferencia.

El terremoto político que sacude al gigante latinoamericano ha relegado a un segundo plano las preocupaciones por los atrasos en las obras del metro, la amenaza del virus zika o la contaminación de la espectacular bahía donde se celebrará la competencia de vela.

¿Ganará el rey del atletismo mundial, Usain Bolt, las últimas medallas de oro de su carrera bajo la bendición del Cristo Redentor?

Pero lo que ahora se preguntan los brasileños es si será la impopular presidenta Dilma Rousseff, al borde de la destitución, o su vice «conspirador», Michel Temer, quien declare abiertos los Juegos Olímpicos el 5 de agosto en el legendario estadio Maracaná, ante centenas de millones de telespectadores de todo el mundo.

¿La inestabilidad política, la crisis económica, la imprevisible evolución del enorme escándalo de corrupción de Petrobras y el mal humor de los ciudadanos, empañarán la gran fiesta del deporte?

A pesar del discurso tranquilizador del Comité Olímpico Internacional (COI) y de las autoridades, la inquietud es palpable.

El 2 de octubre de 2009 en Copenhague, cuando Río fue seleccionada sede olímpica, los delegados del COI poco podían imaginar que siete años más tarde la joven democracia brasileña atravesaría su peor crisis política desde el fin de la dictadura en 1985 y la más profunda recesión económica desde la década de 1930.

El Brasil emergente, lanzado por el boom de las materias primas, mostraba entonces un insolente crecimiento económico mientras las grandes potencias industriales temblaban en plena crisis financiera de las subprimes.

¿Arrepentimiento?

Los Juegos de Río, dos años después del Mundial 2014, debían ser la apoteosis de Brasil como protagonista mundial.

«¡No se van a arrepentir!», dijo a los delegados del COI el entonces presidente Luiz Inacio Lula da Silva, encarnación de la «historia exitosa» del país más grande de Latinoamérica.

Lula es ahora sospechoso de corrupción. Y su heredera política, Dilma Rousseff, corre el riesgo de una humillante destitución por maquillaje de las cuentas públicas.

A mediados de mayo, los senadores votarán con toda probabilidad a favor de su impeachment, lo que apartaría a la mandataria del poder durante un máximo de seis meses antes de su juicio político.

Nadie sabe si el proceso terminará antes o después de los Juegos Olímpicos.

La presidenta ha denunciado enérgicamente lo que considera un «golpe de Estado» institucional en su contra, mientras sus opositores critican que propague en el exterior una imagen de «república bananera».

En ese contexto explosivo, el COI se esfuerza por mantenerse optimista. «Estos Juegos Olímpicos serán un mensaje de esperanza en tiempos difíciles», dijo el jueves presidente del organismo, Thomas Bach, antes del encendido del fuego olímpico en Grecia.

La llama «trae un mensaje que puede y va a unir a nuestro querido Brasil», afirmó de su lado el presidente del Comité organizador Río 2016, Carlos Nuzman, en una ceremonia a la que faltó Rousseff.

Aunque admitió: Brasil navega «por las olas más difíciles que el movimiento olímpico ha visto».

Río de Janeiro cumplió, sin embargo, con sus obligaciones para el evento, con excepción de la limpieza de la bahía de Guanabara, donde se realizará la regata olímpica, al pie del icónico Pan de Azúcar.

Lejos de la organización caótica del Mundial, los presupuestos y plazos fueron respetados: las instalaciones deportivas están listas en un 98%.

Resta por instalar la pista de atletismo en el estadio olímpico, pero la última inquietud es el retraso en la construcción del velódromo.

 

Por Pierre Ausseill.