Por Juan Zerito – Colaboración para 70/30
Hoy me levanté y lo primero que hice fue agarrar el celular como siempre dije que nunca haría. No sonó la alarma, ningún mensaje apurado ni algún recordatorio. La cuarentena no tiene tiempo, o por lo menos, no el mismo tiempo al que estamos acostumbrados.
Tampoco tiene las mismas formas, lo noté mirando historias en Instagram y ahí creí que el virus dio vuelta las cámaras. Las caras brillosas y maquilladas comunes de las selfies desaparecieron y quedaron unos pocos guapos que salieron despeinados, ojerosos, horribles y miedosos como nos tiene la cuarentena.
Los demás despegaron las narices de las cámaras y apuntaron a balcones decorados de departamentos, artes culinarias, pantallas con series, camas, sillones y todo el ocio del que uno puede disfrutar dentro de cuatro paredes.
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Los viajes antes venerados pasaron a ser apuntados con el dedo, las playas ostentosos recuerdos fechados y los vehículos dejaron de existir. Nunca imaginé que los bares serían los primeros desalentadores de los borrachos salidores.
Pensé que el miedo podía ser positivo, concientizador, compañero y hermano; que las publicaciones de medidas sanitarias serían parte de las nuevas redes; que la responsabilidad medio ambiental sería un foco y que la solidaridad social por fin sería colectiva.
Después miré la publicación de un influencer que filmó un living blanco armónicamente decorado con un televisor gigante en el centro que gritaba hasta aturdir. En el fondo, contra un espejo, vi el reflejo del narcicismo arrinconado, chupándose las rodillas del cagazo porque esta vez le puede tocar a él, hoy que está solo en su casa como vos y como yo, con las cámaras dadas vuelta, inversas en otro enfoque momentáneo, en otra forma que tenemos de no dar la cara.
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