Por Fabrizio Turturici – 70/30

Durante el largo trayecto desde la estación de colectivos hasta su casa en el centro, el hombre espiado sintió una extraña y fría presencia caminando detrás suyo pero no quiso voltearse a comprobarlo, más por incredulidad que por el propio temor a encontrarse algo o alguien. Miraba frecuentemente la hora en la pantalla de su celular, como claro síntoma de nerviosismo y con la fallida intención de reflejar una tranquilidad que en él no existía. Cuando el reloj marcó las once en punto de la noche, todavía le faltaban un par de cuadras para llegar a su casa. Decidió desviarse prudencialmente para no cruzar la plaza en diagonal tentando a la mala suerte, y todavía sin volverse sobre sus pasos, caminó los últimos metros hasta la puerta de su edificio, la cual cerró tras darle una última repasada al panorama exterior. Con el alma a los pies y sin siquiera encender el interruptor de luz, se dejó caer en la cama como una bolsa de huesos y evitó pensar en aquello hasta quedarse dormido.

Los primeros rayos de sol irrumpieron por la ventana de su habitación como balas insonoras y no tuvo más opción que levantarse a pesar de su falta de voluntad para con la vida. Un nuevo día significaba una nueva posibilidad de ser perseguido por ese extraño ser que lo venía acechando desde hacía meses y cuya identidad aún no había podido revelar. Aunque hasta ahora había salido ileso de aquel asedio, sabía del peligro que llamaba a su puerta. La cafetera humeante y el olor a pan quemado le indicaron que ya estaba listo el desayuno, por lo que se puso su mejor traje para reintegrarse a la rutina diaria.

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Aún sentado en el escritorio de su oficina, vio languidecer la tarde por el ventanal que daba al río y justo cuando se disponía a cerrar las aplicaciones abiertas en su computadora para marcharse, recibió una llamativa notificación en la esquina superior del monitor que lo dejó paralizado. Era un correo electrónico de un remitente desconocido que enumeraba con lujos y detalles los últimos movimientos en su vida, desde las compras más insustanciales hasta su actividad bancaria, pasando también por los lugares que había visitado durante el último mes y un listado con sus amigos más cercanos en las redes sociales.

Aterrado ante la certeza de estar siendo espiado de una manera tan meticulosa como burda, su primer instinto de superviviencia fue levantar el tubo del teléfono y llamar a la policía para realizar la denuncia correspondiente, aunque no tenía la certeza de ser amparado por algún artilugio jurídico. Un oficial malhumorado lo atendió desde la pasividad de la comisaría, ese lugar que se mantiene inalterable pese a que las calles ardan como la Roma de Nerón, y hasta pudo imaginárselo con los pies arriba del escritorio y un palillo entre sus dientes. Le explicó la situación, la cual atendió con el mismo interés que un político fuera de campaña electoral, y terminó colgando con resignación ante la falta de respuestas. No hay caso —pensó—, siempre te terminan ganando por cansancio.

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Se dispuso a enfrentar la realidad, pero salió a la calle y no encontró nada más allá de su alma solitaria. Volvió a mirar la pantalla del celular y un cartel saltó sin previo aviso. Hubiese resultado una simple publicidad de no haber sido porque justo un mecánico se ofrecía a reparar el radiador del auto por el cual había estado renegando toda la semana. Ese insólito ataque a su intimidad le hizo recorrer un escalofrío por todo el cuerpo, porque confirmó las peores sospechas y comprendió la fragilidad de la que pendía su mundo. Con el semblante de quien vuelve de la guerra, ultrajado por una mente superior contra la que se sentía incapaz de luchar, se dejó caer por la pendiente de la calle adoquinada en dirección a la costanera, con la intención de respirar aire fresco en un lugar seguro.

Bajo una palmera enana apoyó su humanidad, o lo que quedaba de ella, y dejó desfilar los minutos sin sentido hasta que la pantalla del celular volvió a encenderse. El terror por la lucecita de su aparato inteligente lo retrotrajo a los relámpagos en su infancia, cuando se escondía entre las piernas de su madre, con la diferencia de que ya no tenía nadie que lo protegiera. Y otra vez los carteles aparecieron sin que nadie se lo pidiese. Uno decía algo que no entendió ni se esforzó por comprender, el otro vaticinaba su muerte en el corto período; y así siguieron apareciendo de forma incesante, pero ya no causaban miedo, sólo costumbre. Hastiado de todo, no tuvo mejor idea que arrojarlo al río, no sin antes propinarle un buen golpe de bronca contra el pavimento, y ver cómo desaparecía arrastrado por la corriente marrón. Vio el sol brillar, respiró profundo, se dio media vuelta y siguió camino por la costanera, ya liberado de esa persecución a la que estaba siendo sometido. «Al fin libre», se dijo.

Suele decirse que el diablo está en los detalles y, como nuestro celular está lleno de detalles referidos a nuestra existencia diaria, podría decirse de otra manera que el diablo está en nuestro celular. O más precisamente en los algoritmos que lo invaden constantemente, a través del teclado, del parlante o de la misma cámara frontal.

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