Por Facundo Díaz D’Alessandro – 70/30

Fabricio Simeoni era un poeta distinto. Menos por la enfermedad que padecía de nacimiento que por su forma de interpretar e interpelar al mundo. A Rosario. Era un bicho raro (con las bondades y no maldades del término), a la vez que un enfant terrible de la cultura, y eso quedó demostrado, tanto en sus propios escritos como en el relato que hacen de él quienes lo conocieron.

Página 11 de la revista de 70/30

Con convicciones (o ‘ideología’) determinadas, pero sin corset a la hora de escuchar otras e involucrarse abiertamente con las personas que las hablaban, llegó al mundo un 3 de abril de 1974; de madre y padre inmigrantes, que a su manera (estoica pero desdramatizada), lo acogieron en su casa de Fisherton, donde gastó la intimidad de sus días. Por supuesto que su vida, tan profunda en lo introspectivo como intensa en lo social, no se acaba en una fecha o un domicilio. Menos en un oficio (fue también periodista y escritor). Y menos aún en el carácter, metálico y rodado, de su andar incansable por la ciudad (utilizaba una silla de ruedas empujada por terceros).

Por las limitaciones propias (espaciales y de capacidad), para analizar con minuciosidad técnica sus textos, o exponerlos como fichas de biblioteca, sólo diremos que era uno de esos escritores piolas, que no muestra el truco pero deja espiar su humanidad. En su faceta poética, era de los que creían (y militaban) para bajar al poema del claustro. Exorcizarlo, al menos todo lo posible, de su solemnidad (o a la solemnidad a la que lo someten). La poesía, como nos dijo uno de sus cómplices (y probablemente diría él), la leen menos los que más la necesitan. “Como Mirtha Legrand”.

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Fabricio Simeoni junto a Pablo Castro Leguizamón y Coki Debernardi.

Adelantado a su tiempo en más de una estética, fue pionero en impregnar de oralidad los textos, lo que quizás se explica en la forma, particular, en que se concebían (al menos en los últimos años): se los dictaba a una máquina transcriptora. Esa característica, tan moderna ahora pero disruptiva entonces, se colaba intersticialmente en alguno de sus poemas. Así entremezclaba: punto com, mujer@rroba, free pass, abrir pestaña.

Su poética del accidente lo ubicaba entre Stephen Hawking y Gustavo Cerati (aunque muchos de sus versos remiten también a Solari). Nació con atrofia espinal progresiva, una enfermedad similar a la que padeciera el reconocido físico, pero venció a ese mal (le habían dicho que su cuerpo no soportaría más de 18 años).

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El error inevitable (¿acaso la muerte lo es?) llegó, como casi siempre, por el lugar menos esperable. A los 39 años, en octubre de 2013, sufrió un accidente cerebro vascular hemorrágico, como el que padeciera el ex líder de Soda Stereo en Venezuela, pero con desenlace menos dilatado. Sus últimas palabras fueron pronunciadas ante la congoja de sus íntimos: “No lloren más, sólo quiero que estén juntos y alegres”.

Su legado artístico, si se permite aquí la osadía de consagrarlo, pasa por asumir (siempre) la existencia de un intersticio, en la vida y en la obra, donde uno debe enfocarse. Y, aunque parezca paradójico, que hay que saber bailar.

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