Hace 33 años, el 30 de mayo de 1982, en plena guerra de Malvinas, el portaaviones “Invencible”, nave insignia de la Armada inglesa, era alcanzado por un misil Exocet y al menos dos bombas de 250 kilogramos disparadas por aviones navales y de la Fuerza Aérea Argentina.

Fue una heroica acción en la que perdieron la vida dos pilotos, uno de ellos el teniente José Daniel Vázquez, nacido en la ciudad de Rosario.

El día anterior, en la base aérea de San Julián, son convocados los jefes de las distintas escuadrillas para informarles sobre la misión contra el portaaviones. De inmediato, se ofrecen voluntariamente los tenientes Vázquez y Ernesto Rubén Ureta, quienes a la vez designan a los otros dos pilotos: primer teniente Omar Jesús Castillo y Alférez Gerardo Guillermo Isaac.

Mientras tanto, en Río Grande, los demás pilotos viven horas de intranquilidad. No es una misión más la que van a realizar en las siguientes 24 horas. Nadie ignora que en una flota el portaaviones es la nave más difícil de atacar. Está siempre custodiado por una formación de buques que lo rodean y sus armas antiaéreas crean barreras infranqueables.

El día del ataque

Ese 30 de mayo amanece terriblemente frío. A las 10 de la mañana todavía permanecen congelados los charcos de agua en las calles de la base fueguina. Los pilotos de la Fuerza Aérea son llamados al pre-vuelo. Allí, juntamente con los oficiales de la Aviación Naval, completan todos los pormenores. Los Súper Etendard serán pilotados por el capitán de corbeta Alejandro Francisco y el teniente de navío Luis Collavino. Los A-4C por los tenientes Vázquez, Ureta y Castillo, y el alférez Isaac.

Al mediodía los pilotos ocupan sus máquinas para iniciar la misión más riesgosa y audaz contra el enemigo. Despegan primero los dos Súper Etendard, uno de ellos armado con el misil AM-39 Exocet, y luego los A-4 que se ubican en formación abierta para la navegación. A 6.000 metros encuentran los dos KC-130 que han despegado anticipadamente de Río Gallegos siguiendo rumbos distintos para ocultar la operación. Los A-4 se turnan alternativamente para tomar combustible. Ya se encuentran al sudeste del objetivo y adoptan un rumbo de 350° grados.

Comienzan el descenso para recorrer el último tramo a menos de 30 metros del agua y a 760 kilómetros por hora. Llevan una formación defensiva abierta, con los dos aviones navales en el medio y dos A-4C a cada lado, los seis en línea. Cuatro aviones A-4C de Fuerza Aérea, (C-301, C-310, C-318 y C-321). Cruzan varias zonas de lluvia. Uno de los pilotos agradece al cielo sonriendo; a pesar del esfuerzo de los mecánicos, su A-4C aún mantiene una capa de hielo formado durante la noche anterior en Río Grande, haciendo la visibilidad a través del parabrisas un poco borrosa. Con la lluvia queda perfectamente limpio.

Los Súper Etendard hacen la primera «levantada» para explorar al frente con sus radares. Cuando descienden, efectúan una corrección de rumbo a la derecha. Poco después, vuelven a subir, comprueban nuevamente las indicaciones de sus equipos. Los Súper Etendard descienden de su último «asomo» y repentinamente queda roto el silencio de radio. La voz del líder de los marinos, el capitán de corbeta Alejandro Francisco, se oye en los auriculares de los otros pilotos:

¡Veinte millas al frente! ¡En la proa!

El Exocet rumbo al portaaviones

Simultáneamente, de su avión se desprende el misil Exocet, cae varios metros y antes de tocar el agua se enciende y sale disparado hacia adelante. Es el último Exocet que queda en la Argentina. De inmediato, los dos aviones navales viran a la izquierda y se alejan para regresar a su base. Los pilotos de los A-4C se encuentran ahora a 36 kilómetros del blanco, pero la nave aún no se ve. Aceleran sus turbinas a fondo, toman 900 kilómetros por hora y mantienen el rumbo de acercamiento al buque enemigo. El Exocet, con sus 160 kilos de mortífera carga, deja una larga estela de humo, pero pronto se pierde de vista. Su velocidad supera ampliamente a los A-4. El jefe de la escuadrilla, Vázquez, lleva a su izquierda al Nº 2, Castillo, y a su derecha al Nº 3, Ureta y al Nº 4, Isaac.

Siguen acercándose al blanco velozmente para la fase final del ataque, con los motores a plena potencia, volando entre 14 y 20 metros de la superficie del agua para no ser detectados y en medio de un marco sombrío, de monótono color plomizo. El Nº 3 vuela a no más de 10 metros del líder. El Nº 2 y el Nº 4, algo más separados y un poco atrás. De improviso aparece al frente una columna de humo. ¡Y enseguida lo ven! Es un buque aislado, cuyo color grisáceo lo mimetiza entre el cielo y el agua que lo envuelven. Pero es de su casco de donde surge la columna de humo negro. Los pilotos, concentrados en esa mancha oscura, lejana todavía en el horizonte, sienten una intensa emoción. Algunos no lo pueden creer; dudan y se preguntan ¿si será efectivamente el portaaviones? Sólo hay una forma de saberlo: ¡Llegar y atacarlo!

Un misil contra el avión de Vázquez

Ureta, absorto en la contemplación del buque, mira de reojo al Nº 1 que vuela a pocos metros de su avión. Gira la cabeza hacia ese lado, estimando que se halla demasiado cerca y hay peligro de colisión. Y exactamente en ese instante, horrorizado, ve saltar en el aire un trozo enorme del plano izquierdo del avión líder. El A-4C del jefe de la escuadrilla, el teniente Vázquez, ha sido alcanzado por un misil que nadie ve llegar, quizá un Sea Dart disparado desde el portaaviones o un Sea Wolf lanzado desde alguno de los buques escoltas que no están a la vista. Un segundo después explota la cámara de combustión de la turbina y se desprende íntegramente la parte posterior del fuselaje a unos 8 kilómetros del objetivo. El avión hace un brusco movimiento de inclinación hacia la izquierda, queda atrás y desaparece.

El Nº 3, volando a 900 kilómetros por hora ya no puede seguir mirando. Sin poder dominar su terrible angustia y sensación de impotencia, no duda que la eyección del Nº 1 ha sido imposible, pues se encuentra a 20 o 30 metros del agua, completamente inclinado, sin comandos y a una velocidad excesiva para lograrlo. Continúa en la corrida final del ataque. Tiene un doloroso nudo en la garganta y piensa que no volverá a ver a su compañero, que también es su mejor amigo. Están a unos 12 kilómetros del blanco. El Nº 2 y el Nº 4 han quedado algo atrás, y ahora es el Nº 3 quien guía la formación. Empapado en sudor, aprieta los dedos con fuerza sobre la empuñadura de la palanca, tiene el pulso acelerado, la respiración es corta y profunda, aparta la vista fugazmente de la mira de puntería y controla por última vez el panel de armamento.

Se halla ahora a menos de 30 segundos del blanco. Clava los ojos en la mira y se prepara para disparar los cañones. Concentrado en la puntería ya no puede ver otra cosa. El Nº 3 ve ya claramente el portaaviones. El humo negro sale desde el centro de la superestructura y por debajo de la pista de vuelo, como si el Exocet hubiese impactado entre la línea de flotación y la cubierta. No observa fuego. No hay llamas, pero surgen negros borbotones de humo desde abajo y por las aberturas de la extendida superestructura.

El punto luminoso de la mira del A-4C “corre” por el agua y faltan pocos metros para que “entre” al buque. El avión se acerca en un ángulo de 30 grados hacia la popa de la nave, en vuelo rasante y más bajo que la altura de la cubierta. Hace fuego con los cañones, una descarga muy corta, porque el índice de la mira ya “está” en el buque. Aprieta el botón de lanzamiento que libera las bombas y levanta el avión para no chocar contra la cubierta de vuelo. Hace otra rápida maniobra y esquiva la superestructura que se alza en el costado de estribor de la nave.

Por las características que ha estudiado previamente y ahora está comprobando, no tiene ninguna duda que es el “Invencible”. No ha podido observar muchos detalles, pero sí la gran extensión de la isla, hasta pocos metros de la popa; la cubierta de vuelo, de forma perfectamente rectangular. La nave parece estar detenida. Por lo menos, no se observa estela alguna en el mar.

El alférez Isaac en la máquina Nº 4, un poco más atrás y a un costado, siente de pronto una fuerte conmoción en su avión. Instintivamente gira la cabeza a la izquierda y alcanza a captar la impresionante visión de la máquina Nº 2 del teniente Castillo, que se desintegra en el aire. La onda expansiva de la explosión ha sacudido a su propio avión. El numeral dos es derribado a pocos metros del objetivo, probablemente por la artillería disparada desde el portaaviones. Tan cerca esta del navío, que parte de la turbina cae violentamente sobre la cubierta del portaaviones. Entrando por el cubo del ascensor, cae hasta el hangar de los aviones originando inmediatamente un gran incendio.

Después de lanzar sus dos bombas de 250 kilos, el Nº 3 salta el buque y se pega enseguida al agua mientras vira rápidamente a la izquierda para tomar distancia cuanto antes. Vuela un minuto y medio e inicia un nuevo viraje suave a la izquierda para tomar el rumbo definitivo de alejamiento. Mientras lo hace, gira la cabeza buscando hacia atrás el blanco. La nave está totalmente cubierta de humo. No es la misma columna de humo que ha visto al aproximarse; ahora es una nube de humo grisáceo, no tan negro, que oculta por completo al portaaviones.

Tarea cumplida

El Nº 4, ataca al portaaviones desde la popa, alineado con el buque como si fuese a aterrizar. Tiene la mejor posición para el ataque. Arrojó también sus bombas y escapa igualmente hacia la izquierda. Sin ver muchos detalles, corrobora lo observado por el Nº 3 sobre las características de la cubierta de vuelo: un rectángulo perfecto. Algunos minutos después puede avistar al Nº 3, que vuela en su mismo rumbo unos kilómetros más adelante. Sin comunicarse por radio continúan el vuelo hacia el avión de reabastecimiento.

Las palabras estaban de más. Habían logrado llegar hasta el portaaviones, impactado en él y estaban regresando a casa. Pero habían perdido para siempre a dos amigos.