Por Alejandro Maidana

Históricamente, la violencia en el campo ha sido causada por la enorme concentración de la tierra. Además de centenas de asesinatos de trabajadores rurales, el monopolio de la tierra genera pobreza, desempleo, exclusión social, como así también la preservación del poder de las oligarquías rurales que buscan perpetuar la estructura colonial en el país.

La tierra en pocas manos: el poder repartido en un puñado de personas que manipulan la necesidad imperiosa de trabajo, transformando a la misma en un sendero propicio para la explotación humana. Una realidad tan espinosa como deleznable, que suele ser corrida hacia los márgenes de una historia escrita con la pluma hegemónica de los miserables, deshumanizados, multiplicadores de la desazón.

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En un campo de Villa Alpina, en la desigual Santiago del Estero, la humanidad de Roberto Ríos se fundiría en poco de menos de una década, producto de una actividad tan esclavista como envenenadora. Según la ONU, Santiago es la provincia menos desarrollada del país, presentando los más “bajos niveles de inclusión social en términos de pobreza relativa, empleo formal e informal, salud y educación”.

Este valiente ex trabajador rural. quien decidió romper los alambrados del miedo, comenzaría a transitar un nuevo camino (ese que se allana desde la dignidad) el día que su salud comenzó a deteriorarse. Fue banderillero, conductor de un tractor que llevaba consigo una máquina de arrastre (fumigadora) y todo aquello que sus patrones necesitaban de él para abrazar sus rindes. Pero, ¿cuánto resiste un cuerpo?

Con la intención de seguir haciendo docencia en materia de testimonios en primera persona, Conclusión pudo acceder a una invalorable charla con Roberto Ríos, el mismo que abandonó la pilcha de peón rural para convertirse en eso que el agronegocio detesta. “En ese campo me tocó hacer de todo, incluso hasta llegué a diagramar los planos, arranqué con las tareas típicas de un peón, hasta que la constante manipulación de agroquímicos me deterioró la salud de una manera impactante”.

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Recuerdo una fumigación con Paraquat que sentía que se me quebraba la garganta, ya que los venenos ingresaban por el habitáculo del tractor.

En el año 2000, Roberto ingresaría a trabajar en el campo mencionado, un todo terreno que terminaría encargándose de todo lo concerniente a la actividad en cuestión. “Si bien conocía que se trataba de venenos, la necesidad de estabilidad laboral en una provincia tan compleja como la santiagueña, me empujó a exponerme. Utilicé todo tipo de químicos, del menos al más violento, recuerdo una fumigación con Paraquat que sentía que se me quebraba la garganta, ya que los venenos ingresaban por el habitáculo del tractor”, sostuvo Ríos.

Con el tiempo perdió al apetito, las náuseas y los vómitos comenzarían a imponerse junto a la pérdida de peso. Sus patrones le atribuyeron sus dolencias una cuestión psicológica, casi antojadiza, deslindando de esa manera responsabilidades en torno a los impactos de los venenos que se utilizaban en las aplicaciones. “Tengo grabado en mi mente que en una de esas aplicaciones, en un día de calor intenso, pude ver como caían muertas varias palomas producto del agroquímico que estaba utilizando. No había vestigio de vida alguna en ese campo, como en tantos otros de una provincia devastada por el agronegocio, las presiones del latifundio, las amenazas y las muertes”.

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Fue tanto el impacto que sufrió mi salud por acción de los venenos, que llegué a pesar 40 kilos, la mitad de mi peso en condiciones normales.

En una oportunidad, y mientras limpiaba el tanque que había contenido minutos antes agrotóxicos, Ríos sostuvo que llegó a aplicar miles de litros en un solo día, se descompensó y perdió el conocimiento. “Así fue como estuve internado una semana, solo conectado a suero. Quienes me empleaban, me trataban de loco, nada más alejado de la realidad. Fue tanto el impacto que sufrió mi salud por acción de los venenos, que llegué a pesar 40 kilos, la mitad de mi peso en condiciones normales”.

El equipo de protección que utilizaba -que, de hecho, no servía absolutamente para nada- fue comprado por Ríos: el INTA no lo incluía en su programa de fumigaciones. “El sistema político, económico y por ende empresarial, funciona para que el envenenamiento siga su curso sin sufrir ningún tipo de complicaciones. El aparato de encubrimiento y desinformación es feroz, cuando uno emprende esta lucha lo hace generalmente en una pavorosa soledad, sufriendo amenazas de todo tipo”.

El encubrimiento médico sobre los impactos que generan los agrotóxicos es apabullante, en muchas oportunidades están obligados a no admitir los mismos.

Un intenso peregrinar lo depositaría a Roberto Ríos en la ciudad de Rosario, debido a que su madre estaba llevando adelante un tratamiento gastroenterológico. De esa manera, en 2010 sería el Hospital Centenario de nuestra ciudad quién le brindó atención médica. “Llegué en un estado deplorable, temía por mi vida, pesaba solo 40 kilos y tenía el esófago colapsado, al igual que el hígado y los riñones, teniendo que superar varias operaciones. Por suerte hoy puedo narrar mi historia, al igual que pudo hacerlo el querido Fabián Tomasi, si bien el destino tenía preparada otra cosa para él”.

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Duro es el camino en la resiliente búsqueda de la verdad, y es allí donde las ciencias médicas (no en su totalidad por suerte), le adeudan a la población, sinceridad y compromiso. “El encubrimiento médico sobre los impactos que generan los agrotóxicos, es apabullante, en muchas oportunidades están obligados a no admitir los mismos. Es por ello que estamos obligados a iniciar un camino espinoso, siendo quienes estuvimos en la primera línea de la fumigación, los que sabemos con exactitud de la peligrosidad que refiere este modelo productivo envenenador, concentrador y expulsivo”.

Hoy, gracias a la producción química, la vida ha desaparecido completamente, no hay sapos, insectos, pájaros, árboles, el modelo productivo actual detesta la vida, y de esa manera casi acaba con la mía.

En la actualidad Roberto Ríos se encuentra viviendo en Ceres, terruño perteneciente a la provincia de Santa Fe, allí reparte su vida entre la gastronomía, la oficina, y sus afectos familiares.  “Tratamos de hacer docencia, apoyado en compañeras y compañeros que me han respaldado en este duro camino de enfrentar con la verdad a un poder descomunal. Tengo la dicha de haber podido participar en distintos documentales europeos, allí se toman en serio a esta problemática que en nuestro país se busca minimizar debido a los furibundos intereses que toca. Necesitamos de otra agricultura, volver a producir sin venenos, como lo hacíamos en el viejo campo, donde la biodiversidad a través de sus colores, sabores y olores nos deleitaban maravillosamente. Hoy, gracias a la producción química, la vida ha desaparecido completamente, no hay sapos, insectos, pájaros, árboles, el modelo productivo actual detesta la vida, y de esa manera casi acaba con la mía”.