Por Alejandro Maidana

¿Quién nos dijo que no podemos ni debemos romper los lazos con nuestros padres?

¿Podemos abandonar la relación con aquellos que nos dieron la vida?

¿Por qué deberíamos tolerar el maltrato permanente de aquellos que portan nuestra misma sangre?

Estas serían sólo una serie de preguntas que podrían tener una diversidad de respuestas asombrosas. Pero la realidad las ubica en un lugar que en muchas oportunidades permanece en el ostracismo, en la oscuridad, o decididamente archivada en el baúl de los recuerdos mas karmáticos.

No hay respuesta alguna que pueda sanar lo que el alma no puede cicatrizar por sí misma. Las investigaciones sobre vínculos tempranos, tanto en humanos como en primates, muestran que estamos muy ligados a los lazos afectivos, incluso a aquellos que no son buenos para nosotros.

La existencia de padres “tóxicos” es una realidad que atenta contra la autonomía que necesita un hijo para desplegar su verdadero ser.

La elección sexual, una pareja que no gusta, una forma de vida, un espíritu rebelde, suelen ser disparadores de serios problemas, cuando la rigidez en el pensamiento de los padres no declina. Sería un error conceptual grosero si nos quedáramos sólo con eso, ya que cada familia es un mundo y en algunos de ellos el minuto de paz cotiza en  bolsa.

Conclusión dialogó con el psicólogo Fernando Gamba, para tratar de abordar esta compleja temática desde un lugar más profundo.

“Lo primero que hay que señalar, es que los vínculos con los padres no son sólo biológicos sino también están sujetos a una construcción cotidiana. Ellos son las figuras más importantes dentro del seno familiar y tienen la facultad de estimarte como de desestimarte. Debemos tener en cuenta que los padres son los garantes de la seguridad de un hijo, y romper con el sistema de apego para poder escarparle a una situación que nos acorrala desde lo emocional resulta muy difícil”.

—Existen muchos casos en donde se fractura la relación entre padres e hijos, pero en ambas partes persiste el resentimiento y el enojo. Podemos cicatrizar heridas generadas por muchas relaciones humanas, pero las que se originan dentro de un núcleo familiar parecería que no. ¿Qué explicación desde la psicoterapia se puede encontrar al respecto?

—El sistema vincular que nos une con nuestros padres puede romperse desde lo físico, pero sino generamos el desapego desde lo psicológico nos va a seguir atormentando. Para graficarlo de otra manera, el hijo toma una posición, la de alejarse, pero sigue rehén de pensamientos triste, de odio o de rencor. Es por ello que la distancia no va a curar por si sola aquellos dolores que nos traerá la mente cuando quiera jugar con nuestro pasado. No es una tarea nada fácil superar los apegos.

—Nacemos bajo un guión familiar, nuestros primeros ideales y metas trazadas, están construidos por nuestros padres. ¿Puede generar un trauma importante romper con esta lógica?

Si claro. Esto se da en claramente en la adolescencia, cuando existen padres muy rígidos e inflexibles, la autonomía que no es otra cosa que maduración y crecimiento en este caso se ve afectada. Hay tener algo en claro, padre es una función pero no está dado por hecho. La paternidad tiene que ver con la empatía, con el acompañamiento, con el cuidado, con el soltar, con respetar lo silencios y por sobre todas las cosas la autonomía individual de un hijo.

—¿Qué tipo de terapias se aplican en estos casos?

—Esto tiene íntima relación con la edad del paciente. Una terapia familiar es muy aconsejable cuando los hijos tienen una corta edad. Cuando ya pueden de gozar de autonomía individual, se los prepara para tomar las riendas de su propia vida y no carguen con la culpa que puede provenir de sus progenitores.

—Muchas familias permanecen aferradas a la persona violenta que suele ser la figura más imponente dentro del núcleo. ¿Se puede comparar a esto con el Síndrome de Estocolmo?

—En las situaciones que se dan de este tipo, siempre hablando de violencia dentro del seno familiar, se va formando lo que llamamos en terapia “los testigos cómplices”. Ósea, son personas que están alrededor del sujeto violento y quedan enganchados por perder la lucidez y no poder así analizar la situación racionalmente. Es ahí donde aparece el terapeuta, o algún familiar que interviene no compartiendo este cuadro de situación y a los que se define como testigos lúcidos.

—¿Ese familiar que opera como testigo lúcido puede ser marginado por el grupo?

—Cuanto más rígido sea el sistema, todo lo que sea diferente a esa creencia, a sus pensamientos es expulsado. Ósea, genera mucha más reactividad, es mucho más fácil naturalizar hechos violentos que generar un quiebre y luchar por un cambio. Vos pensá que la mente individual, o en este caso grupal, genera creencias y estas son autoconfirmatorias, quiere decir que se buscan permanentemente datos para confirmar lo que se cree. Cabe destacar que la ideología del núcleo, no es otra que la misma del personaje dominante.

—¿Con qué inquietudes llegan los pacientes que vienen padeciendo una relación familiar tóxica?

—Las inquietudes son muchas, en su gran mayoría llegan con ataques de pánico o con algún grado de depresión, los llamamos pacientes identificados. Cuando son chicos, canalizan su problemática con berrinches, falta de atención en entidad escolar como para citar sólo algunas. Gracias al abordaje profundo que se realiza, podemos confirmar que es por un padecimiento que nace desde el seno familiar. El paciente “dominante”, que no es otro que el que genera un cuadro de situación problemático a la hora de la convivencia, no se trata. Solo acuden los que son permeables y sufren las consecuencias del trato del mismo.