Por Alejandro Maidana

Poco se sabe de la entretela que cubre los días de una Colombia convulsionada, pareciera ser que solo el narcotráfico es merecedor de ocupar las primeras planas de los grandes medios de comunicación, y no es en vano, ya que el poder económico del lugar (las oligarquías tradicionales), se siguen sirviendo del mismo para consolidar su hegemonía aplastante.

El país gendarme de los Estados Unidos en Latinoamérica, sigue demostrando que el surgimiento del narcotráfico y el avance territorial del paramilitarismo, no supusieron un resquebrajamiento de las oligarquías dueñas de los destinos de un bellísimo país, todo lo contrario. Las mismas se siguen sirviendo de este <fenómeno> para fortalecer su injerencia en las grandes ciudades, y acorralar al campesinado y comunidades indígenas que se encuentran bajo dos líneas de fuego, la estatal y la paramilitar.

Una ecuación que solo puede arrojar un resultado escabroso en torno al impacto social, una apabullante desigualdad que se cierne sobre la mayoría del pueblo colombiano. Las rancias oligarquías en algunos lugares, los más pequeños, fueron suplantadas por paramilitares y narcotraficantes, quiénes se convirtieron en un poder dominante desde la violencia, y el poderío económico.

Un informe del Índice de Desarrollo Regional para Latinoamérica, del que participa la Universidad de los Andes, expone que, en la región, Colombia es la nación con mayores desigualdades entre sus territorios. Una demostración cabal de que el modelo económico imperante solo ha generado opresión y muerte, un cóctel que ha empujado al consciente pueblo colombiano a ganar nuevamente las calles, el lugar donde se defienden y conquistan los derechos.

En lo que corre del año 2021, en Colombia se siguen suscitando verdaderas cacerías humanas, el número de víctimas ya se contabiliza por decenas, la masacre abraza tanto a jóvenes como a líderes y lideresas sociales, excombatientes de las Farc-Ep firmantes de los acuerdos de paz de la Habana. Destacando que todos estos crímenes, gozan de una impunidad manifiesta, ya que no existe voluntad gubernamental para su investigación.

Desde el acuerdo de paz en noviembre de 2016 en Bogotá D.C, se han efectuado más de 1.100 asesinatos de líderes y lideresas sociales, la mayoría de ellos afrodescendientes, campesinos e indígenas defensores de su territorio frente al avance de los monocultivos de coca para el narcotráfico y la megaminería, del extractivismo más voraz hecho política estatal.

Para dimensionar este genocidio sistemático, es preciso destacar que Colombia encabeza la lista mundial de líderes ambientales asesinados según un informe de la ONG internacional Global Witness, y quienes siguen con vida, reciben terror psicológico a través de las amenazas y el amedrentamiento constante. Colombia no da tregua, por ello es imprescindible remarcar un dato escalofriante, a lo largo del conflicto social y armado, la cifra de desaparecidas y desaparecidos, supera las 80.000 personas, un número que no puede equiparse ni siquiera con las desapariciones perpetradas en las distintas dictaduras que atravesaron el cono sur.

El hartazgo como combustible para impulsar una segunda y definitiva independencia

Las actuales manifestaciones que se vienen sucediendo en cada rincón de Colombia, se funden en dos denominadores comunes, la dignidad y el hartazgo. Para poder tejer un paralelo en el avance represivo en distintas ciudades, algo atípico, habría que retroceder hasta diciembre de 1928 , para situarnos en la <Masacre de las bananeras>, solo un suceso tan deleznable como ese, podría servir de parámetro para definir lo atroz de la sanguinaria represión estatal de hoy.

El gobierno de Iván Duque, vocero y esbirro de los poderes fácticos, ha comprendido a la perfección el claro mensaje que sigue enviando en las calles la masiva revuelta popular, por ello no ha dudado en el derramamiento de sangre, persecuciones y tortura. Cabe destacar que la álgida situación económica de Colombia, ha logrado lo que pocos se animaban a presagiar, un «milagro social», la unión de las distintas capas sociales en pos de un objetivo único, el fin del neoliberalismo.

Según OXFAM, una Confederación internacional conformada por 19 organizaciones no gubernamentales, los datos del último censo nacional agrario 2014, indican que Colombia es el país de América Latina con mayor concentración en la tenencia de tierra. Las políticas rurales de los últimos gobiernos y la fallida reforma agraria del siglo XX, han facilitado la concentración de grandes extensiones de tierra en manos de acaparadores y terratenientes emparentados con las castas políticas regionales y nacionales.

El 1% de las fincas de mayor tamaño tienen en su poder el 81% de la tierra colombiana. El 19% de la tierra restante se reparte entre el 99% de las fincas. Los dueños de estos latifundios, tierra improductiva en su mayoría, han logrado acaparar el 52% de la tierra, valiéndose de todo tipo de prácticas violentas; como el despojo, el desplazamiento forzado, las masacres y las desapariciones, prácticas violentas que también preceden a mega proyectos extractivos que auguran “desarrollo económico y social”.

En tal sentido, podemos aseverar que esta profunda desigualdad, es la raíz de casi todos los conflictos del país, por lo tanto, uno de los orígenes del actual conflicto social y armado interno del país; al cual se intentó poner fin con firma de los acuerdos de paz de La Habana en el año 2016, entre el Estado colombiano y la exguerrilla de las FARC, sumado a los diálogos de Quito con la guerrilla del ELN, estos últimos congelados por el actual gobierno Iván Duque.

Las fuerzas armadas en Colombia, en sintonía con los entrenamientos y la financiación del imperialismo estadounidense, con sus múltiples estrategias anticomunistas, de “lucha contra las drogas y el terrorismo”; han establecido prácticas sistemáticas de violación a los derechos humanos y al DIH, no solo hacia los otros actores del conflicto, sino afectando a miles de civiles inocentes que quedan en medio del fuego cruzado.

Estas fuerzas aliadas al paramilitarismo y amparados por una política de Estado, perpetuaron uno de los peores crímenes de estado de la historia, los mal llamados <falsos positivos>; ejecuciones extrajudiciales de jóvenes pobres que engañados por promesas de trabajo y disfrazados de guerrilleros, fueron asesinados y presentados como bajas en combate, para así poder acceder a los beneficios, privilegios y bonificaciones otorgados por cada muerte. Según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), surgida de la firma de los acuerdos de paz, han sido confirmados 6.402 casos, aunque organizaciones de derechos humanos contabilizan más de 10.000.

Hoy en 2021, el país está sumergido en un estado de disputa armada por los territorios con lógicas similares, e incluso más complejas y crueles que las ocurridas en el conflicto previo a la firma de la paz. El escenario de sangre e impunidad oficia de panacea para los mercaderes de la guerra instalados en la clase política y empresarial colombiana, pues su objetivo al imponer a Iván Duque en la presidencia, fue hacer trizas los acuerdos de paz empujando a un nuevo conflicto marcado por el cinismo institucional, donde cada uno de los altos funcionarios y funcionarias de su gabinete, han tenido el descaro de justificar lo injustificable.

Por citar sólo un ejemplo, recordemos las declaraciones del actual Ministro de Defensa Diego Molado a inicios de marzo de este 2021, cuando sostuvo que los menores de edad reclutados por grupos al margen de la ley y asesinados por el ejército, no eran más que <máquinas de guerra>, de espaldas a la realidad de una Colombia donde las oportunidades se reducen a veces sólo a escoger algún bando del conflicto. La falta de la calidad y cobertura en los derechos básicos, como la salud, educación, vivienda y trabajo digno, son tangibles.  En este sentido, las constantes políticas de desfinanciamiento, ajuste, salvamento de banqueros y reformas tributarias como la que se pretendió imponer, colmaron el vaso que contiene al hartazgo.

Colombia lleva más de dos siglos de dominio oligárquico, de subordinación a los bajos instintos del imperio del norte, es por ello que, de manera sistémica, todo el peso fiscal sigue recayendo en la clase trabajadora, afrodescendiente, campesina e indígena. Si es que <clase trabajadora> se le puede llamar a la oprimida, ya que bajo este contexto las oportunidades son cada vez más reducidas para poder formar parte de la vida tributaria y productiva, ya que la informalidad y <el rebusque>, se transformaron en la principal actividad económica posible.

Con dicha reforma tributaria disfrazada bajo el eufemismo de “ley de solidaridad sostenible”, se pretende gravar con IVA del 19% a la totalidad de los alimentos de la canasta familiar, entre otras medidas que pueden llamarse por lo menos, inequitativas, en especial cuando los apoyos económicos para hacerle frente a esta pandemia solo se destinaron para salvar a las grandes empresas y al sector bancario, al poder económico que casualmente viene siendo el único gran beneficiado con todas las medidas relacionadas a esta pandemia.

El Colectivo Colombia en Rosario viene realizando distintas actividades en el marco de una revuelta popular que se incrementa y gana poder. En diálogo con Conclusión sostuvieron que “somos exiliadas y exiliados, o en todo caso autoexiliados en Argentina, pero claramente nos sigue doliendo nuestro país.  No tenemos más opción que apoyar con toda la fuerza y esperanza la lucha en las calles, la crisis humanitaria y económica en Colombia viene de mucho antes de declararse esta emergencia sanitaria; porque si de estadísticas y reportes comparativos hablamos, no hay nada más letal en Colombia que la actual narcodictadura paramilitar en cabeza del presidente ilegítimo Iván Duque Márquez; y la única cura para este mal, es la movilización.

Las calles llenas deben ser la respuesta, “para avanzar”, mientras logramos algún día un gobierno popular, por eso la importancia de aglutinar esfuerzos en un bloque de unidad ante la próxima coyuntura electoral, que, si bien el gobierno popular no <está ad portas> todavía, si logramos unificar indignaciones y luchas, es muy viable y probable concretar un gobierno de transición y realmente alterno a la dictadura narco oligarca que padece nuestro país. Por esto también ratificamos la adhesión desde Argentina al llamado del Pacto Histórico, donde confluyen diversas fuerzas alternativas que comparten este sueño de país que contribuya al cambio de ruta que urge en toda nuestra América latina y el Caribe”.

Con el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, truncaron la posibilidad de encaminar a Colombia por esa ruta de transformación. Por esto, por la paz y en memoria y solidaridad con todas las víctimas del actual conflicto social y armado que quieren seguir perpetuando, vamos a parar al son de los cánticos afros del históricamente olvidado litoral pacífico colombiano, porque el pueblo no se rinde carajo, el pueblo se respeta carajo, y el pueblo en pie de lucha carajo”, concluyeron desde el Colectivo Colombia en Rosario.