El fallido golpe de estado del 15 de julio en Turquía dio paso a una purga masiva del ejército y de las instituciones y abrió la vía a una reorientación diplomática de este país miembro de la Otan.

El presidente islamo-conservador Recep Tayyip Erdogan salió airoso de la prueba y, con casi todas las llaves del poder en sus manos, parece decidido a lanzar uno de los procesos de cambio más importantes desde la fundación de la república en 1923. Sin embargo, aún queda saber cuáles serán las consecuencias del sismo político en este país de 79 millones de habitantes, fronterizo con Grecia, Siria, Irak e Irán.

La vida parece haber vuelto a su cauce en Estambul y Ankara, donde sus habitantes padecieron bombardeos de aviones de combate y de tanques la noche del golpe.

Pero las enormes banderas nacionales izadas en los edificios públicos, los omnipresentes paneles que celebran el fracaso de la intentona y los retratos de los «mártires» fallecidos recuerdan que hay un antes y un después  del 15 de julio, cuando se inició el golpe.

Las autoridades acusan a un predicador musulmán exiliado en Estados Unidos, Fethullah Gülen, de estar detrás de la tentativa de derrocar a Erdogan, su ex aliado. Desde entonces, casi la mitad de los generales fueron detenidos y destituidos.