El Papa Francisco ha revelado el secreto de la alegría, durante su primera homilía en Rumanía: “María, pequeña y humilde, comienza desde la grandeza de Dios y, a pesar de sus problemas está con alegría, porque confía en el Señor en todo”.

En la Catedral de San José, de la Archidiócesis de Bucarest, el Pontífice ha presidido la primera celebración eucaristía en este viaje apostólico a Rumanía, a las 16:10 (17:10 hora de Roma), el viernes, 31 de mayo de 2019, junto a 1.200 fieles en el interior del templo, y acompañado por otros 25.000 más en el exterior.

Como la Virgen María, “tampoco nosotros tengamos miedo a ser los portadores de la bendición que Rumania necesita”, ha revelado a los fieles católicos. “Sed los promotores de una cultura del encuentro que desmienta la indiferencia y la división y permita a esta tierra cantar con fuerza las misericordias del Señor”.

“Digámoslo con fuerza”, ha alentado el Santo Padre a los católicos rumanos, en una homilía con fuerte acento mariano: “En nuestro pueblo hay espacio para la esperanza. Por eso María camina y nos invita a caminar juntos“.

Padre en medio de nosotros

“Sin alegría permanecemos paralizados, esclavos de nuestras tristezas”, el Papa ha exhortado a los fieles rumanos a la “alegría”. Así, les ha asegurado que “Cuando vivimos en la desconfianza, cerrados en nosotros mismos, contradecimos la fe, porque, en vez de sentirnos hijos por los que Dios ha hecho cosas grandes, empequeñecemos todo a la medida de nuestros problemas”.

Francisco ha advertido de que “nos olvidamos que no somos huérfanos: tenemos un Padre en medio de nosotros, salvador y poderoso”.

Mirando a María

“María camina, María encuentra, María se alegra”, ha dicho Francisco en Rumanía: “Contemplar a María nos permite volver la mirada sobre tantas mujeres, madres y abuelas de estas tierras que, con sacrificio y discreción, abnegación y compromiso, labran el presente y tejen los sueños del mañana”.

Es un recuerdo vivo el hecho de que “en vuestro pueblo existe y late un fuerte sentido de esperanza, más allá de todas las condiciones que puedan ofuscarla o la intentan apagar. Mirando a María y a tantos rostros maternales se experimenta y alimenta el espacio para la esperanza”, les ha recordado.

A continuación, ofrecemos la homilía que el Papa Francisco ha pronunciado en la Catedral de San José, en Bucarest:

Homilía del Papa Francisco

El Evangelio que acabamos de escuchar nos sumerge en el encuentro de dos mujeres que se abrazan y llenan todo de alegría y alabanza: salta de gozo el niño e Isabel bendice a su prima por su fe; María entona las maravillas que el Señor realizó en su humilde esclava con el gran canto de esperanza para aquellos que ya no pueden cantar porque han perdido la voz. Canto de esperanza que también nos quiere despertar e invitarnos a entonar hoy por medio de tres maravillosos elementos que nacen de la contemplación de la primera discípula: María camina, María encuentra, María se alegra.

María camina desde Nazaret a la casa de Zacarías e Isabel, es el primer viaje de María que nos narra la Escritura. El primero de muchos. Irá de Galilea a Belén, donde nacerá Jesús; huirá a Egipto para salvar al Niño de Herodes. Irá también todos los años a Jerusalén para la Pascua, hasta seguir a Jesús en el Calvario. Estos viajes tienen una característica: no fueron caminos fáciles, exigieron valor y paciencia.

Nos muestran que la Virgen conoce las subidas, conoce nuestras subidas: ella es para nosotros hermana en el camino. Experta en la fatiga, sabe cómo darnos la mano en las asperezas, cuando nos encontramos ante los derroteros más abruptos de la vida. Como buena mujer y madre, María sabe que el amor se hace camino en las pequeñas cuestiones cotidianas. Amor e ingenio maternal capaz de transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).

Contemplar a María nos permite volver la mirada sobre tantas mujeres, madres y abuelas de estas tierras que, con sacrificio y discreción, abnegación y compromiso, labran el presente y tejen los sueños del mañana. Entrega silenciosa, recia y desapercibida que no tiene miedo a “remangarse” y cargarse las dificultades sobre los hombros para sacar adelante la vida de sus hijos y de toda la familia esperando «contra toda esperanza» (Rm4,18).

Es un recuerdo vivo el hecho que en vuestro pueblo existe y late un fuerte sentido de esperanza, más allá de todas las condiciones que puedan ofuscarla o la intentan apagar. Mirando a María y a tantos rostros maternales se experimenta y alimenta el espacio para la esperanza (cf. Documento de Aparecida, 536), que engendra y abre el futuro. Digámoslo con fuerza: En nuestro pueblo hay espacio para la esperanza. Por eso María camina y nos invita a caminar juntos.

María encuentra a Isabel (cf. Lc 1,39-56), ya entrada en años (v. 7). Pero es ella, la anciana,la que habla de futuro, la que profetiza: «llena de Espíritu Santo» (v. 41); la llama «bendita» porque «ha creído» (v. 45), anticipando la última bienaventuranza de los Evangelios: bienaventurado el que cree (cf. Jn 20,29).

Así, la joven va al encuentro de la anciana buscando las raíces y la anciana profetiza y renace en la joven regalándole futuro. Así, jóvenes y ancianos se encuentran, se abrazan y son capaces de despertar cada uno lo mejor del otro. Es el milagro que surge de la cultura del encuentro donde nadie es descartado ni adjetivado; sino donde todos son buscados, porque son necesarios, para reflejar el Rostro del Señor. No tienen miedo de caminar juntos y, cuando esto sucede, Dios llega y realiza prodigios en su pueblo. Porque es el Espíritu Santo quien nos impulsa a salir de nosotros mismos, de nuestras cerrazones y particularismos para enseñarnos a mirar más allá de las apariencias y regalarnos la posibilidad de decir bien—“bendecirlos”— sobre los demás; especialmente sobre tantos hermanos nuestros que se quedaron a la intemperie privados quizás no sólo de un techo o un poco de pan, sino de la amistad y del calor de una comunidad que los abrace, cobije y reciba.

Cultura del encuentro que nos impulsa a los cristianos a experimentar el milagro de la maternidad de la Iglesia que busca, defiende y une a sus hijos. En la Iglesia, cuando ritos diferentes se encuentran, cuando no se antepone la propia pertenencia, el grupo o la etnia a la que se pertenece, sino el Pueblo que unido sabe alabar a Dios, entonces acontecen grandes cosas. Digámoslo con fuerza: Bienaventurado el que cree (cf. Jn 20,29) y tiene el valor de crear encuentro y comunión.

María, que camina y encuentra a Isabel, nos recuerda dónde Dios ha querido morar y vivir, cuál es su santuario y en qué sitio podemos escuchar su palpitar: en medio de su Pueblo. Allí está, allí vive, allí nos espera. Escuchamos como dirigida a nosotros la invitación del Profeta a no temer, a no desfallecer. Porque el Señor, nuestro Dios, está en medio de nosotros, es un salvador poderoso (cf. So3,16-17). Este es el secreto del cristiano: Dios está en medio de nosotros como un salvador poderoso.

Esta certeza, como a María, nos permite cantar y exultar de alegría. María se alegra porque es la portadora del Emmanuel, del Dios con nosotros. «Ser cristianos es gozo en el Espíritu Santo» (Exhort. ap. Gaudete et exhultate, 122). Sin alegría permanecemos paralizados, esclavos de nuestras tristezas. A menudo, el problema de la fe no es tanto la falta de medios y de estructuras, de cantidad, tampoco la presencia de quien no nos acepta; el problema de la fe es la falta de alegría. La fe vacila cuando se cae en la tristeza y el desánimo. Cuando vivimos en la desconfianza, cerrados en nosotros mismos, contradecimos la fe, porque, en vez de sentirnos hijos por los que Dios ha hecho cosas grandes (cf. v. 49), empequeñecemos todo a la medida de nuestros problemas y nos olvidamos que no somos huérfanos: tenemos un Padre en medio de nosotros, salvador y poderoso. María viene en ayuda nuestra, porque más que empequeñecer, magnífica, es decir, “engrandece” al Señor, alaba su grandeza.

Cultura del encuentro que nos impulsa a los cristianos a experimentar el milagro de la maternidad de la Iglesia que busca, defiende y une a sus hijos. En la Iglesia, cuando ritos diferentes se encuentran, cuando no se antepone la propia pertenencia, el grupo o la etnia a la que se pertenece, sino el Pueblo que unido sabe alabar a Dios, entonces acontecen grandes cosas. Digámoslo con fuerza: Bienaventurado el que cree (cf. Jn 20,29) y tiene el valor de crear encuentro y comunión.

María, que camina y encuentra a Isabel, nos recuerda dónde Dios ha querido morar y vivir, cuál es su santuario y en qué sitio podemos escuchar su palpitar: en medio de su Pueblo. Allí está, allí vive, allí nos espera. Escuchamos como dirigida a nosotros la invitación del Profeta a no temer, a no desfallecer. Porque el Señor, nuestro Dios, está en medio de nosotros, es un salvador poderoso (cf. So3,16-17). Este es el secreto del cristiano: Dios está en medio de nosotros como un salvador poderoso.

Esta certeza, como a María, nos permite cantar y exultar de alegría. María se alegra porque es la portadora del Emmanuel, del Dios con nosotros. «Ser cristianos es gozo en el Espíritu Santo» (Exhort. ap. Gaudete et exhultate, 122). Sin alegría permanecemos paralizados, esclavos de nuestras tristezas. A menudo, el problema de la fe no es tanto la falta de medios y de estructuras, de cantidad, tampoco la presencia de quien no nos acepta; el problema de la fe es la falta de alegría. La fe vacila cuando se cae en la tristeza y el desánimo. Cuando vivimos en la desconfianza, cerrados en nosotros mismos, contradecimos la fe, porque, en vez de sentirnos hijos por los que Dios ha hecho cosas grandes (cf. v. 49), empequeñecemos todo a la medida de nuestros problemas y nos olvidamos que no somos huérfanos: tenemos un Padre en medio de nosotros, salvador y poderoso. María viene en ayuda nuestra, porque más que empequeñecer, magnífica, es decir, “engrandece” al Señor, alaba su grandeza.

Este es el secreto de la alegría. María, pequeña y humilde, comienza desde la grandeza de Dios y, a pesar de sus problemas —que no eran pocos— está con alegría, porque confía en el Señor en todo. Nos recuerda que Dios puede realizar siempre maravillas si permanecemos abiertos a él y a los hermanos. Pensemos en los grandes testigos de estas tierras: personas sencillas, que confiaron en Dios en medio de las persecuciones. No pusieron la confianza en el mundo, sino en el Señor, y así avanzaron. Deseo dar gracias a estos humildes vencedores, a estos santos de la puerta de al lado que nos marcan el camino. Sus lágrimas no fueron estériles, fueron oración que subió al cielo y regó la esperanza de este pueblo.

Queridos hermanos y hermanas: María camina, encuentra y se alegra porque llevó algo más grande que ella misma: fue portadora de una bendición. Como ella, tampoco nosotros tengamos miedo a ser los portadores de la bendición que Rumania necesita. Sed los promotores de una cultura del encuentro que desmienta la indiferencia y la división y permita a esta tierra cantar con fuerza las misericordias del Señor.

Fuente: zenit.org

© Librería Editorial Vaticano