Amanecía el sábado 6 de septiembre de 1930 cuando unos aviones de guerra sobrevolaron la ciudad de Buenos Aires arrojando hojas con una proclama revolucionaria. Poco después, cerca de un millar de efectivos militares, formados principalmente por cadetes del Colegio Militar de la Nación y de la Escuela de Comunicaciones, se pusieron en marcha desde El Palomar, a las órdenes del general José Félix Benito Uriburu. El destino era la Casa de Gobierno, en la Plaza de Mayo; el objetivo, el derrocamiento del gobierno constitucional del caudillo radical Hipólito Yrigoyen, quien el día anterior había delegado el mando en el vicepresidente Enrique Martínez.

Aquella mañana la columna de sublevados recogió a su paso un considerable apoyo civil. El grueso del Ejército se mantuvo indiferente, pero tampoco defendió a Yrigoyen. El “Peludo”, viejo y enfermo, se había aislado cada vez más de los sectores populares que lo habían elegido presidente en 1916 y 1928.

Don Hipólito tenía 78 años y es cierto que no las tenía todas consigo, pero la conspiración que comenzó a urdirse en su contra desde el mismo momento en que ganó las elecciones que habilitaron su segundo mandato se debió más a sus aciertos que a sus errores.

Aquel 6 de septiembre, del que este jueves se cumplen 88 años, el único incidente serio se produjo al pasar la columna de golpistas frente al edificio del Congreso de la Nación, desde donde fue tiroteada por simpatizantes radicales.

Un joven oficial del Ejército con una pierna enyesada pidió expresamente a sus superiores poder participar del movimiento golpista e incluso fue filmado exultante, subido al estribo del auto de Uriburu: era Juan Domingo Perón y años después haría un mea culpa de su participación aquel día en la asonada militar.

Cuando el líder golpista entró en la Casa Rosada sin encontrar resistencia, lo esperaba el vicepresidente Martínez, quien firmó la entrega del poder.

Yrigoyen, quien se hallaba en La Plata, presentó a su vez la renuncia por escrito. Su humilde casa en Buenos Aires fue saqueada y destrozada por la turba opositora. Dos diarios oficialistas fueron incendiados. Los desmanes fueron tales que obligaron al dictador Uriburu a establecer la pena de muerte sin juicio previo para quienes fueran sorprendidos cometiendo actos vandálicos.

El periodista y empresario uruguayo Natalio Botana, con su diario Crítica, había encabezado una feroz campaña psicológica contra Yrigoyen preparando a la opinión pública para que aceptara el golpe.

Terminaba así la primera etapa de gobierno popular en la Argentina y se consumaba el primer golpe de Estado en el país, una nefasta práctica que se repetiría ininterrumpidamente hasta 1983 en una suerte de péndulo entre gobiernos constitucionales y regímenes de facto.

La otra plaza

Uriburu, asumió la presidencia dos días después, frente a una Plaza de Mayo colmada de gente. Junto a él, en el balcón de la Casa Rosada, pudo verse a los que serían sus ministros, conocidos rostros y apellidos de la oligarquía criolla: Santamarina, Bosch, Sánchez Sorondo, Beccar Varela…

En su libro La República perdida (que fue llevado al cine en 1983 en un documental dirigido por Miguel Pérez), Luis Gregorich señala que, en realidad, Uriburu quería fundar un nuevo régimen de corte fascista. Había dicho con toda sinceridad: “Cumple a nuestra lealtad declarar que si tuviéramos que decidir entre el fascismo italiano y el comunismo ruso y vergonzante de los partidos políticos de izquierda, la elección no sería dudosa”.

Ex inspector general del Ejército, a Uriburu –un nacionalista católico que había nacido el 20 de julio de 1868 en la ciudad de Salta– lo llamaban “Von Pepe”, por ser cultor de la tradición militar prusiana. Sin embargo, este fascista vernáculo tuvo que conformarse con admirar al italiano Benito Mussolini, ya que el alemán Adolf Hitler y sus bestias nazis todavía no eran muy conocidos a nivel mundial.

Manuel Gálvez contó que una dama de la oligarquía porteña dijo por entonces que “el general Uriburu es más grande que José de San Martín”, porque había echado a los radicales, “unos canallas y chusmas”, mientras que San Martín había echado a los españoles, que al fin y al cabo, eran “personas decentes”.

La dictadura de Uriburu estableció una dura represión y hubo fusilamientos y detenciones masivas. En la “sección especial” de la Policía, Polo Lugones, hijo de Leopoldo Lugones y jefe de policía durante la dictadura, introdujo por primera vez el uso de la picana eléctrica, instrumento que tendría después un éxito ininterrumpido.

El dictador decretó la ley marcial e hizo ejecutar clandestinamente o tras parodias de juicio sumarísmo a varios militantes anarquistas, entre ellos Severino Di Giovanni, Gregorio Galeano, José Gatti, Joaquín Penina, Paulino Scarfó y Jorge Tamayo Gavilán. También encarceló a varios dirigentes políticos, con el ex presidente Yrigoyen a la cabeza, impuso la censura a los diarios e intervino las universidades, anulando el régimen de autonomía y cogobierno establecido desde la Reforma Universitaria de 1918. La dictadura contó con el firme apoyo de la Iglesia católica, uno de sus principales sostenes, y con una actitud complaciente de la flamante Confederación General del Trabajo (CGT).

Adelante radicales

Después del golpe, aunque Yrigoyen, su jefe, estuviera confinado en la isla Martín García y por más que sufriese las persecuciones del nuevo régimen, el radicalismo demostró que seguía gozando del apoyo popular.

El 5 de abril de 1931 hubo elecciones para gobernador y vice de la provincia de Buenos Aires. Contra lo que esperaba el dictador Uriburu, la fórmula compuesta por los radicales Honorio Pueyrredón y Mario Guido derrotó a la de los conservadores Antonio Santamarina y Celedonio Pereda.

Las elecciones fueron anuladas. La gente no había aprendido a votar.

Con todo, Uriburu no pudo alcanzar ninguno de sus objetivos. La mayoría de sus amigos de la oligarquía no veían con buenos ojos los ideales fascistas y preferían las tradiciones británicas.

El primer golpista argentino tampoco pudo convencer a Lisandro de la Torre, fundador de la democracia progresista, para que aceptara ser candidato oficial en las próximas elecciones presidenciales. De la Torre optó por presentarse como candidato opositor, junto al socialista Nicolás Repetto.

Justo y la década infame

Entonces pasó a dominar las escena otro protagonista del golpe de 1930, el general Agustín Pedro Justo, quien había sido ministro de Guerra durante la presidencia del radical Marcelo Torcuato de Alvear.

Para las elecciones, Justo, un “liberal” a la Argentina con el corazón puesto en Londres, inventó la “Concordancia”, un pacto entre conservadores, radicales disidentes y socialistas independientes, del que él sería candidato presidencial. ¡Un número puesto!

El 8 de noviembre de 1931, mientras el radicalismo estaba proscripto, Justo y su compañero de fórmula, el doctor Julio Argentino Roca hijo, ganaron las fraudulentas elecciones que dieron comienzo a una era nefasta que se denominó la “década infame”.

Pocos meses después y ya casi olvidado, murió en París el general Uriburu, luego de una intervención quirúrgica por un cáncer en el estómago y meses antes de cumplir 64 años. En sus funerales sin pueblo desfilaron las huestes de la Legión Cívica. Eran los paramilitares fascistas de la época, un poco más distinguidos y marciales que los que vendrían después.