Durante años, el boxeo ha ejercido en mí una fascinación extraña y plena de contradicciones. En muchas ocasiones lo he observado como un espectáculo primitivo y brutal.

Pero ese espectáculo primitivo y brutal tiene tanto de pasional y marginal, que poco a poco, tal vez por las historias que se esconden tras las cortinas de la escenografía principal, ha ganado el interés que siento por retratarlo, y narrar esas historias a través de las ópticas de mi cámara.

boxeo_femenino_fvizziUno se acostumbra y se deja seducir por los ambientes y figuras, algo rudas, cinematográficas y hasta oníricas si se quiere. Réferis, relatores y presentadores, “sparring”, representantes, y variados personajes, muchos de ellos ciertamente oscuros, que atraviesan la escena y la constituyen tal como es

Poco a poco aprendí a disfrutar de esas veladas y a comprender las historias e idiosincrasias de sus protagonistas, y a dejarme llevar por una buena pelea, con todos los condimentos, sangre incluída. Aunque debo reconocer que aún, en ciertas ocasiones, una trompada brutal me estremece y atemoriza, y siento un tipo extraño de terror ante lo que veo y si es posible, entrecierro un poco los ojos.

Ahora bien, la caída de esos prejuicios no fue tal en cuanto a lo que al boxeo femenino se refiere. Lo cual, probablemente, no habla muy bien de mi condición femenina ante la temática de igualdad de género y las muchas ramificaciones de la misma. Sin embargo, lo admito, me cuesta enormemente ver a dos mujeres sobre un ring golpeándose.

Así ha sido por años, he sentido un hondo rechazo, tal vez, por una propia imposibilidad de identificarme con las mujeres que eligen el pugilismo como deporte y modo de vida. Tal vez haya estado cargando con un prejuicio casi ancestral, una cierta domesticación social a la que no he podido escapar, a ese mandato de ser “femeninas, delicadas, educadas”, y muchos etcéteras detrás de ello.

Anoche, cámara en mano, me tocó presenciar uno de los encuentros más importantes entre dos boxeadoras en el país, la disputa por el título mundial superligero, entre la “Pantera” Farías y la “Leona” Bustos.

Entonces, de alguna forma, algo cambió. Y no hablo de lo técnico, porque no está dentro de mis capacidades. Simplemente se trata de otra cosa.

Todos los condimentos pugilísticos se amalgamaron, el estadio lleno, vibrando al ritmo de cientos de personas ansiosas, luces y cámaras, medios periodísticos, spónsors peleando por sobresalir, promotoras sensuales y rugientes admiradores.

Y así, con ese telón de fondo, cuando el reloj marcó la hora señalada, ambas mujeres emergieron entre las luces y el humo, cual guerreras antiguas, ataviadas para la ocasión, la piel lustrosa, la mirada encendida y los cuerpos imponentes.

Me quedé embelesada, tratando de retratar exactamente eso que ellas transmitían. Y en algún momento, eso que alguna vez fue intenso rechazo mutó a una sensación parecida a la admiración. Las vi poniendo el cuerpo en el centro de la escena, siendo el foco de todas las miradas y las destinatarias de todos los gritos, insultos y alabanzas.

Las vi sudar, correr, golpear y recibir golpes sin dudar, atravesando y batallando un terreno históricamente masculino, en el cual, más allá de las declaraciones políticamente correctas y los negocios convenidos, se las sigue mirando como extrañas y criticando porque “las peleas de mujeres no son de verdad”.

Me maravillé por la potencia con que se imponían sin importarles lo que pasara más allá del cuadrilátero, o por lo menos, sin que les note que les importaba, me emocioné con el empeño y me encontré, impensadamente, ansiando la victoria de una y la caída de la otra…

Me sorprendí admirando los movimientos, criticando internamente determinados golpes o formas de pelear, envidiando la inmensa seguridad de esas mujeres para pararse sobre un ring y golpear hasta el final como si en ello les fuera la vida… en pocas palabras, me encontré viendo, detrás de esa batalla cuerpo a cuerpo por la victoria, la caída de todos y cada uno de mis prejuicios, al mismo tiempo que se me erizaba la piel cuando la gente las despedía y vociferaba sus nombres.