Por Rubén Alejandro Fraga

“Esta es la biografía de un hombre que, sin haber dado batalla, ni obtenido victorias, ni sido un hombre de Estado, ni siquiera un ciudadano, ha hecho sin embargo, a los países de su mansión, tantos y tan grandes servicios, que su historia sería ingrata o ciega si dejase de registrarlos en sus anales”. Así comienza Juan Bautista Alberdi su biografía sobre Guillermo Wheelwright, el estadounidense que fue pionero del ferrocarril en Sudamérica y de cuyo nacimiento se cumplen hoy 218 años.

“Esto prueba la verdad de dos hechos que Sudamérica no debe perder de vista en el interés de sus progresos, a saber: que la guerra no es el único terreno de los servicios que abren las puertas de la historia y que sin ser un ciudadano puede un extranjero hacer mayores servicios a la patria que el primer patriota, pues no se necesita haber vivido cuarenta años de los sueldos del Estado para ser un servidor del país”, prosigue Alberdi en la introducción de su libro Vida de William Wheelwright” (Emecé, 2002).

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El célebre tucumano, autor de las Bases, publicó esa biografía poco conocida de su amigo, modelo de empresario capitalista y “héroe de la paz”, tres años después de su muerte, ocurrida en Londres el 26 de septiembre de 1873.

Wheelwright había nacido el 18 de marzo de 1798 en Newbury Port, pequeña ciudad marítima del Estado norteamericano de Massachussets, aunque puede decirse que nació dos veces, tuvo dos orígenes, dos vidas y dos patrias.

Hijo de Ebenezer y Anna Wheelwright, Guillermo cursó sus primeros estudios en el prestigioso Andover College y cuando cumplió los 12 años, su padre lo incorporó a la marina mercante. Diez años más tarde ya era capitán. En sus viajes conoció el hemisferio sur, pero fue un naufragio el que lo decidió a establecerse en tierras sudamericanas. En 1823 perdió el buque que comandaba, el Rising Empire, frente a las costas de Buenos Aires. Afortunadamente logró salvarse y alcanzar la costa, aunque llegó descalzo y desamparado, sin más pertrechos ni equipaje que su genio y su gran voluntad.

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“Así, Wheelwright fue un regalo que las olas del Plata hicieron a la América del Sur, despedazándole su buque en el banco de Ortiz. Nuevo Hernán Cortés, se quedó en el mundo de su naufragio para conquistar su suelo, no por las armas sino por el vapor, no para España sino para la civilización, no para la absorbente Norteamérica sino para asegurar a la misma América del Sur la posesión soberana de sí misma”, cuenta Alberdi.

Desde entonces los “trabajos industriales” (como dice Alberdi) de este hombre visionario de las comunicaciones se desarrollaron en América del Sur.

Fue recibido con cordial hospitalidad, pero probablemente porque en la Argentina no vio posibilidad de continuar en su profesión de marino, resolvió embarcarse en un buque que iba rumbo al Cabo de Hornos y llegó a Chile.

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“Se diría realmente que algo de providencial había en los destinos de Wheelwright –dice Alberdi–. Llegó y naufragó en el puerto de Buenos Aires, cuando Bernardino Rivadavia, a la cabeza del gobierno en 1823, se ocupaba de habilitar el puerto marítimo de la Ensenada, fundar colonias de inmigrados europeos en el país y construir grandes vías de comunicación y transporte hacia los Andes. Era Wheelwright el hombre que un día debía realizar esos grandes términos del programa de Rivadavia, pero ese día distaba entonces 30 años, que eran los que Juan Manuel de Rosas debía emplear en retardar esos progresos. Wheelwright tomó nota de ellos en su memoria y los guardó con el recuerdo de su naufragio”.

Valparaíso fue el término del viaje de Wheelwright desde Buenos Aires, pero tampoco se quedó allí, sino que durante varios años se ocupó en navegar por las costas del Pacífico, desde Chile hasta Panamá. Más tarde fijó su residencia en Guayaquil, que en aquellas épocas era el puerto más importante y seguro del Pacífico. El gobierno de Estados Unidos lo nombró cónsul, cargo que ocupó hasta la separación del Ecuador de Colombia.

Se instaló luego en Chile donde consiguió establecer una línea de vapores entre Valparaíso y Panamá, explotó minas de carbón para abastecer los buques, impulsó la construcción del primer ferrocarril en Chile (inaugurado el 25 de diciembre de 1849) construyó vías férreas y puertos. En cada ciudad-puerto a la que estuvo vinculado realizó mejoras trascendentes tales como la instalación de faros, redes de agua potable, alumbrado a gas, instalación de máquinas para elaborar ladrillos, etc.

La idea de un ferrocarril trasandino lo trajo de nuevo a la Argentina, donde habían ocurrido grandes acontecimientos. La batalla de Caseros había puesto término al gobierno de Rosas y en la Constitución nacional sancionada en 1853 se encomendaba al Congreso promover la construcción de ferrocarriles. En agosto de 1957 las locomotoras La Porteña y La Argentina, partiendo de la estación inicial –ubicada en la manzana donde hoy se levanta el porteño teatro Colón– llegaron hasta San José de Flores.
Wheelwright concibió entonces el Gran Central Argentino, la línea férrea de Rosario a Córdoba, obra que comenzó bajo la presidencia de Bartolomé Mitre en 1863 y se inauguró con Domingo Faustino Sarmiento en el poder, el 17 de mayo de 1870.

En los considerando del decreto en que se fijaban las ceremonias a celebrarse con aquel motivo se afirmaba que era “el más grande acontecimiento de la época, que haya presenciado la República y un triunfo de civilización obtenido por los pueblos argentinos a favor de sus esfuerzos, mediante la providencia divina”.

La realización de esta obra no colmaba, sin embargo, las aspiraciones de Wheelwright. Su ilusión principal, al venir a la Argentina, era unirla con Chile, y su afán, una vez terminada la línea de Rosario a Córdoba, era continuarla en dos ramas; una, que pasando por Tucumán llegara a Potosí, Bolivia, y otra, que atravesando La Rioja y el Paso de San Francisco, llegara a Copiapó, Chile.

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Hizo ejecutar varios estudios pero no logró cumplir sus proyectos. Muy duras son las palabras con las que Alberdi juzga a quienes considera responsables de las causas que impidieron a Wheelwright llevar a cabo su empresa, y muy duramente condena la política que traba las iniciativas privadas y somete la realización de las obras públicas a intereses meramente electorales.

Pero Wheelwright, si bien no pudo cumplir aquellos proyectos, no por eso permaneció inactivo. Tal vez el recuerdo de su naufragio frente a las costas de Buenos Aires lo hizo pensar que la Argentina necesitaba un mejor puerto y que éste podría ser el de Ensenada. En consecuencia, planeó unir éste con Buenos Aires –por medio de una línea férrea–, y compró a un ex notario francés, monsieur Le Lievre, la concesión que el gobierno provincial le había hecho para la construcción de un ferrocarril con aquel trazado. Wheelwright no abandonaba sus anteriores proyectos; aún pensaba poderlos realizar, y como la línea férrea de Buenos Aires a Rosario ya estaba proyectada, Ensenada vendría a ser la terminal del gran ferrocarril interoceánico.

El 31 de diciembre de 1872 se inauguró la línea Buenos Aires-Ensenada.
Pero la salud de Wheelwright, minada por los años de incesante trabajos, ya no le permitía continuar una vida de lucha. Por consejo de los médicos, se trasladó a Londres, pero pese a los múltiples cuidados con que fue atendido, murió el 26 de septiembre de 1873. En cumplimiento de sus disposiciones testamentarias, su cuerpo fue trasladado a Newbury Port, el lugar de su nacimiento.

“Wheelwright –afirma Alberdi– es el tipo de hombre que Sudamérica necesita si quiere emular los progresos de esa sociedad norteamericana de la que Wheelwright era nativo y ciudadano; el héroe de la paz, que representa el progreso, porque representa el vapor, la electricidad aplicados como fuerzas al servicio del hombre. Pero representa además de ésa, otra fuerza superior, sin la cual las obras poco valen, a saber, la probidad, la honradez, el honor en la industria; ésta es la fuerza que hacía de Washington, lo que es de excepcional entre los hombres: la hombría de bien en el servicio de la humanidad. También la industria tiene sus Washington, que saben ejercerla, como él ejerció la política, con la verdad del hombre de bien; sin explotar a los pueblos en su provecho egoísta”.

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Fútbol, una cuestión de “hermanos”

Una lejana mañana de 1869, mientras el sol despuntaba en Rosario, un joven aventurero de 16 años desembarcó del buque de carga que lo trajo desde su Inglaterra natal en un muelle del ferrocarril sobre calle Entre Ríos. Después, remontó esa calle y golpeó a la puerta de la casona de don Guillermo Wheelwright, el norteamericano que impulsó el ferrocarril en esta zona del país.

El joven era Isaac Newell y traía una carta de recomendación de su padre masón para el “hermano” Wheelwright, quien le dio empleo como telegrafista del ferrocarril. Luego, Isaac Newell volvió a Inglaterra y desde allí trajo a Rosario la primera pelota de cuero y el primer reglamento oficial de fútbol aprobado por la Internacional Board en 1882. Y en el establecimiento educativo que fundó junto a su mujer, Anna Margarita Jockinsen, el Colegio Comercial Anglo Argentino, en Entre Ríos 139 (la ex casona de Wheelwright, donde hoy está la Escuela de Enseñanza Media Nº 431 y que fue declarada sitio histórico), se comenzó a practicar el fútbol en Rosario.

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El hijo de Isaac, Claudio Lorenzo Newell, siguió la tradición familiar francmasónica e incluso llegó a presidir la logia Unión 17, decana de los talleres rosarinos.

También era masón el británico Colin Bolin Calder, quien junto con otros funcionarios ingleses del Ferrocarril Central Argentino fundó, el 24 de diciembre de 1889, el Central Argentine Railway Athletic Club, que años más tarde fue rebautizado como Club Atlético Rosario Central.