Por Alain de Benoist

La historia está siempre abierta, como todos saben, lo que la vuelve impredecible. En ciertas circunstancias, sin embargo, es más fácil prever el mediano y largo plazo que prever el corto. Lo evidencia la pandemia de coronavirus. A corto plazo, uno imagina lo peor: los sistemas de salud saturados, muertos por cientos de miles, incluso millones, rupturas en la cadena de aprovisionamiento, disturbios, saqueos y todo lo que le sigue a eso. En realidad, nos vemos arrastrados por una ola de la que nadie es capaz de saber hasta dónde llegará, ni cuándo terminará de romper. Pero si uno mira más lejos, aparecen algunas evidencias.

Ya lo hemos dicho demasiadas veces, pero es necesario volver a decirlo: la crisis sanitaria está (¿provisoriamente?) haciendo sonar las campanadas finales de la globalización y la ideología progresista dominante. Ciertamente, las grandes epidemias de la Antigüedad y de la Edad Media no tuvieron necesidad de la globalización para producir decenas de millones de muertes, pero cae de maduro que la generalización del transporte, del intercambio y las comunicaciones en el mundo no han hecho sino agravar las cosas. En la «sociedad abierta» el virus es muy conformista: hace como todo el mundo, circula. Y bien, nosotros no circulamos más. Dicho de otro modo, hemos roto con el principio de la libre circulación de los hombres, de las mercancías y de los capitales que resume la fórmula: «Laissez faire, laissez passer» [dejar hacer, dejar pasar]. Este no es el fin del mundo, pero es el fin de un mundo.

Recordemos. Después de la implosión del sistema soviético, todos los Alain Minc del planeta nos anunciaban una «mundialización feliz». El mismo Francis Fukuyama profetizaba el fin de la historia, convencido de que la democracia liberal y el sistema de mercado lo habían acarreado. Íbamos a transformar la Tierra en un inmenso centro comercial, disolver las fronteras, reemplazar países por territorios e instaurar la «paz universal» de la que hablaba Kant. Las identidades colectivas «arcaicas» serían progresivamente erradicadas y las soberanías se volverían obsoletas.

Las fronteras, lejos de su anhelada desaparición, están para quedarse

La globalización reposaba sobre el imperativo de producir, de vender y de comprar, de moverse, circular, avanzar y mezclarse de manera «inclusiva». Reposaba sobre la ideología del progreso y la idea de que la economía debe definitivamente suplantar a la política. La esencia del sistema era la inexistencia de límites: siempre más intercambios, siempre más mercaderías, siempre más ganancia para permitirle al dinero nutrirse de sí mismo y transformarse en capital.

Sucediendo al antiguo capitalismo industrial, que todavía tenía algunos anclajes nacionales, un nuevo capitalismo cada vez más desconectado de la economía real, enteramente desterritorializado y operando en tiempo cero, tuvo su desarrollo demandando a los Estados, de aquí en adelante prisioneros de los mercados financieros, que adoptasen una «buena gobernanza» susceptible de servir a sus intereses. Las privatizaciones se multiplicaron, las relocalizaciones y los contratos de subcontratación internacional también, acarreando desindustrialización, baja de salarios y alza del desempleo. Se hizo uso y abuso del viejo principio ricardiano de la división internacional del trabajo, lo que resultó en la competencia, bajo condiciones de dumping, entre los trabajadores de los países occidentales y los de los confines del mundo. La clase media de los países occidentales empezó a declinar, mientras que las clases populares se engrosaban con un creciente número de vulnerables y precarizados. Los servicios públicos fueron sacrificados en el altar de los grandes principios presupuestarios de la ortodoxia liberal. El libre cambio se convirtió más que nunca en un dogma y el proteccionismo algo repelente. Cuando eso no anduvo más, en lugar de retroceder, ¡se optó por pisar a fondo el acelerador!

Y en eso, ¡pum! Nos envanecíamos del movimiento, del «circulacionismo» y del desarraigo, y ahora todo está parado. Habíamos anunciado la pronta desaparición de las fronteras, en cambio ahora las vemos por todos lados: la Unión Europea cierra las suyas (entonces, ¿era eso posible?) y se levantan más fronteras entre las ciudades, entre las regiones, entre los edificios, entre los individuos. Uno después de otro, todos los países restablecen los controles fronterizos. Y todo el mundo lo aplaude.

Ayer nomás la orden del día era vivir juntos en una sociedad sin fronteras («no borders»); hoy es «quédense en casa», ¡y no se mezclen con nadie! Los bobos [del francés «bourgeois bohème»: burgués bohemio] de las grandes metrópolis están huyendo como roedores a refugiarse en esa Francia periférica que tanto despreciaban ayer. Quedó lejos la época en que solo hablábamos de «cordón sanitario» para mantener a raya el pensamiento inconformista. En el mundo «marítimo» de los flujos y reflujos, estamos presenciando un regreso de lo telúrico, del lugar que hace a los vínculos.

La Comisión Europea, a los suscriptores ausentes

Desinflada, en todos los sentidos del término, la Comisión Europea parece una liebre encandilada: desconcertada, aturdida, paralizada. Incapaz de decidir cualquier cosa en este momento de emergencia, ha suspendido lastimosamente aquello que pretendía tener en mayor consideración: los «criterios de Maastricht», es decir, el «pacto de estabilidad» que limita los déficits estatales al 3% del PIB y la deuda pública al 60%. Después de lo cual, el Banco Central Europeo liberó 750 mil millones de euros que supuestamente permitirían enfrentar la situación, pero cuyo objetivo es de hecho salvar el euro. En la emergencia, cada país decide y actúa por sí mismo.

En un mundo globalizado, se supone que las normas sirven para enfrentar cualquier eventualidad. Eso es olvidar que cuando surge un estado de excepción, como bien lo señaló Carl Schmitt, las normas ya no se pueden aplicar. Según los «buenos apóstoles» el Estado era el problema, pero ahora se convierte nuevamente en la solución. Tal como en 2008, cuando los bancos y los fondos de pensión reclamaron a los mismos poderes públicos que habían denunciado en las vísperas, pidiéndoles que los protegieran para no desaparecer. Macron mismo decía que las ayudas sociales costaban un ojo de la cara. Hoy el mismo sujeto declara que, para intentar remontar la crisis sanitaria, se gastará todo lo que sea necesario. Cuanto más se desarrolle la pandemia, más deberá aumentar el gasto público. Para financiar el desempleo parcial y cubrir los rojos en las cuentas de las empresas, los estados liberarán centenas de billones, aunque ya se encuentren totalmente endeudados.

Las leyes laborales se han suavizado, la reforma previsional se pospone, se deja para quién sabe cuándo el diseño de los nuevos seguros de desempleo. Incluso el tabú de las nacionalizaciones ha saltado por los aires. Aparentemente encontraremos el dinero que decíamos inhallable, porque todo lo que era imposible ahora se vuelve posible.

También actuamos como si de repente descubriésemos que China se convirtió en la fábrica del mundo (en 2018, representaba el 28% del valor agregado a la producción manufacturera global), que produce todo tipo de cosas que nosotros hemos renunciado a producir por nosotros mismos, por empezar nuestros medicamentos (¡desde 2008 no producimos ni un gramo de paracetamol en Europa!), y que esa dependencia nos convierte en objetos de la historia ajena. El jefe de Estado -¡vaya sorpresa!- ha declarado que «delegar nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidarnos, nuestro estilo de vida básicamente, a otros es una locura». «Las próximas semanas y los próximos meses requerirán decisiones de ruptura», dijo también. ¿Será posible reubicar sectores enteros de nuestra economía y diversificar las fuentes de suministro?

Tampoco subestimemos el choque antropológico. La concepción del hombre transmitida por la doxa dominante era la de un individuo separado de sus semejantes, enteramente dueño de sí mismo («¡mi cuerpo es mío!»), que supuestamente contribuye al equilibrio general buscando constantemente maximizar el interés propio en una sociedad completamente regida por los contratos jurídicos y los reportes de mercado. Es esta visión del homo economicus la que está entrando en bancarrota. Mientras Emmanuel Macron apela a la responsabilidad de todos, a la solidaridad local e incluso a la «unidad nacional», la crisis sanitaria recrea sentimientos de pertenencia. Toda relación nuestra con el tiempo y el espacio se ve modificada: nuestra relación con el propio estilo de vida, con la razón misma de nuestra existencia y con los valores, que no se limitan a aquellos de la «República». En lugar de quejarnos, admiramos el heroísmo del personal de enfermería. Redescubrimos la importancia de lo común, de lo trágico, de la guerra, de la muerte; para ser breves, de todo aquello que queríamos olvidar. Formidable retorno de lo real.

Y mientras tanto, ¿qué es lo que viene? En primer lugar, evidentemente, una crisis económica que tendrá consecuencias sociales gravísimas. Todo el mundo espera una recesión a escala mayor, que afectará a Europa, tanto como a los Estados Unidos. Decenas de miles de empresas irán a la quiebra, millones de empleos se verán amenazados y se esperan bajas de los PBI que podrían llegar hasta un 20%. Los estados tendrán que endeudarse nuevamente, lo que debilitará aún más el tejido social.

Esta crisis económica y social bien podría desembocar en una nueva crisis financiera de una magnitud superior a la de 2008. El coronavirus no será el factor desencadenante de dicha crisis, ya que se la ha esperado durante años, pero puede ser el catalizador. Los mercados bursátiles ya empezaron a desajustarse, mientras que el precio del petróleo se está derrumbando. Un crack bursátil en teoría se relaciona solamente con las acciones, pero también afecta a los bancos cuyo valor depende del de los títulos que aparecen en sus activos y de la hipertrofia de los precios de estos valores financieros, resultado de la actividad especulativa del mercado bancario, perseguida a expensas de su actividad tradicional de depósito y garantía. Si el crack bursátil se combina con una crisis de los mercados de deuda, como sucedió durante la crisis de las hipotecas subprime, la propagación de los incumplimientos de pago dentro del sistema bancario deja prever un colapso general.

Nos arriesgamos, entonces, a tener que lidiar simultáneamente con una crisis sanitaria, una crisis económica y social y una crisis financiera, sin olvidar la crisis ecológica y la crisis migratoria. Una conjunción de catástrofes: este es el gran tsunami por venir.

Algunas consecuencias políticas de importancia

Pero también habrá consecuencias políticas. Y en todos los países. ¿Cuál es el futuro del presidente chino después del despegue del «dragón»? ¿Qué pasará en los países árabe-musulmanes? ¿Qué efecto tendrá en la campaña presidencial estadounidense, país donde decenas de millones de habitantes no tienen ninguna cobertura médica?

Los franceses no son ciegos. Pueden ver que la epidemia fue recibida en principio con escepticismo, incluso con indiferencia, y que luego hubo dudas sobre la estrategia a seguir: detección sistemática, inmunidad de grupo o confinamiento. Las pérdidas de tiempo y las declaraciones contradictorias (no es una enfermedad grave, pero provocará muchas muertes; los barbijos no sirven de nada, pero el personal de salud necesita más; las pruebas de detección son un despropósito, pero vamos a probar hacerlas masivamente; quédense en sus casa, pero vayan a votar) duraron dos meses. A finales de enero, Agnès Buzyn aseguraba que el virus no saldría de China. El 26 de febrero, Jérôme Salomon afirmaba delante de la comisión de asuntos sociales del Senado que no había ningún problema con las máscaras. El 11 de marzo, Jean-Michel Blanquer no veía ninguna razón para cerrar escuelas y universidades. El mismo día Macron inflaba el pecho («¡No renunciaremos a nada, especialmente a la libertad!») después de haber ido al teatro ostentosamente unos días antes porque «la vida debe continuar normalmente». Ocho días después, cambio de tono: aislamiento para todo el mundo. ¿Quién puede tomar en serio a semejantes personas?

«Estamos en guerra», dijo el jefe de estado. Una guerra exige líderes y recursos. En cambio, no tenemos más que «expertos» que no están de acuerdo entre sí y, como armas, pistolas de cebita. El resultado es que, tres meses después del comienzo de la epidemia, aún faltan máscaras, pruebas de detección, gel desinfectante, camas de hospital, respiradores. Nos falta todo porque no habíamos previsto nada y porque no nos apuramos a ponernos a reparo hasta que estalló la tormenta. Numerosos médicos ya lo están diciendo: los responsables algún día deberán rendir cuentas.

El caso del sistema hospitalario es sintomático, ya que hoy está en el corazón de la crisis. En tren de aplicar la doxa liberal se quiso someter a los hospitales del sector público al arancelamiento, instándolos a ganar más dinero en nombre del principio sacrosanto de la rentabilidad, como si su actividad pudiera subordinarse al simple juego de oferta y demanda. En otras palabras, se quiso someter a un sector ajeno a los principios del mercado, buscando introducir una racionalidad gerencial basada únicamente en el Sistema de Producción Justo a Tiempo, que condujo a los hospitales públicos al borde de la parálisis y el colapso. ¿Sabíamos que el sistema de salud regional (SRS), por ejemplo, establece un límite en el número de reanimaciones basado en la «tarjeta sanitaria»? ¿Que Francia eliminó 100.000 camas de hospital en los últimos veinte años? ¿Que en Mayotte hay actualmente 16 camas de cuidados intensivos para 300,000 habitantes? Los profesionales de la salud lo han estado diciendo en todos los tonos posibles durante años. No los escuchamos.

El fin del consumismo, ¿de verdad?

Cuando todo esto haya pasado, ¿volveremos al desorden establecido? ¿O hallaremos en esta crisis sanitaria la oportunidad de comenzar de nuevo con mejores bases, alejados del demonio de la mercantilización del mundo, del productivismo y el consumismo a todo precio? Nos encantaría creerlo, si los mismos hombres no se hubieran revelado ya incorregibles. La crisis de 2008 podría haberles servido de lección, pero prevalecieron los viejos hábitos: prioridad a la rentabilidad financiera y la acumulación de capital a expensas de los servicios públicos y el empleo. Tan pronto como las cosas parecieron ir mejor, nos arrojamos de nuevo en la lógica infernal de la deuda, las «burbujas» comenzaron a inflarse nuevamente, los productos financieros tóxicos de vuelta a circular, los accionistas a exigir siempre mayor retorno de su inversión. Mientras, con el pretexto de restablecer el equilibrio, se implementaban políticas de austeridad devastadoras para los pueblos. La «sociedad abierta» siguió su inclinación natural: ¡siempre más!

En lo inmediato podríamos aprovechar el confinamiento para releer (o descubrir) la obra de ese formidable sociólogo que fue Jean Baudrillard. En un mundo «hiperreal», donde lo virtual ha prevalecido sobre la realidad, fue el primero en hablar de una «alteridad que [por resultar imposible] segrega esa otra alteridad invisible, diabólica, inasible, ese Otro absoluto que es el virus». Virus informático, virus epidémico, virus bursátil, virus del terrorismo, circulación viral de información digital: todo esto, decía él, obedece «al mismo protocolo de virulencia y de irradiación, cuyo poder, incluso sobre la imaginación, es viral». La viralidad, en otros términos, es el gran principio actual del contagio de los desórdenes.

A la hora en que yo escribo estas líneas, los habitantes de Wuhan y de Shanghai redescubren que, en su estado natural, el cielo es azul.