Por Francisco Mazzucco

En un anterior artículo, habíamos planteado la posibilidad única que el Coronavirus había presentado a la figura del Estado argentino. Al haber roto con los límites impuestos por la inercia conservadora que impedía todo cambio brusco, la pandemia invitaba a replantearse métodos, objetivos y los actores sociales en juego. Es decir, ya no estábamos constreñidos al fantasma horroroso de ser “el país que cayó en default” en medio de un mundo en auge, a seguir las medidas fiscales de ajuste “clásicas” recomendadas por el FMI y el Banco Mundial y a tener que conformar siempre a una pequeña minoría que detentaba todos los medios de producción laboral, políticos y mediático-culturales de este país. La pandemia nos había condenado de antemano a todos, es cierto, pero por ello por fin se nos liberaba a intentar nuestro propio camino y a vivir de nuestras propias industrias e ideas.

El gobierno argentino entonces, a mediados de marzo del 2020, había recibido diversas encuestas donde se podía leer el nivel de apoyo entre la población a medida que tomaba las iniciativas, duras e inusitadas, que exigía la ocasión. En aquellas encuestas, los números eran francamente alentadores. Y ya explicábamos que no era motivo alguno para entusiasmarse, como si lo hecho localmente fuera maravilloso y extraordinario, sino que representaba un sentimiento que se repetía a escala mundial y significaba tan sólo el “espíritu de rebaño” de los Pueblos que se estaban agolpando detrás de sus líderes, buscando darles el mayor apoyo posible en aquellos tiempos de crisis. Así entonces, los números positivos eran más una expresión del cheque en blanco que le daba el Pueblo al gobierno, que una aprobación explícita del modo real y concreto en que se estaba gobernando. Era en suma una positividad dependiente de que aquel cheque al portador fuera bien usado y los recursos de apoyo político, provistos por la población, fueran bien gastados en medidas a la altura extraordinaria que esta situación fuera de toda norma implicaba.

El texto finalizaba exigiendo lo mismo que el Pueblo había dejado traslucir en las encuestas citadas: soluciones innovadoras, transgresoras y fuertes por parte del gobierno para resolver la cuestión del Coronavirus, que no era ya entonces mero problema sanitario, sino, desde el primer momento, un verdadero desafío político-económico que estaba a punto de destruir todo el entramado social de la Argentina. No había que tener el pulso débil ni debía temblar la mano a la hora de tomar resoluciones: la actuación directa contra los capitales concentrados de las finanzas; el disciplinamiento del oligopolio de las acopiadoras de cereales mediante la recreación de las “juntas de grano”; la puesta en vereda a las mineras, cuyo carácter extractivo y altamente contaminantes no se condice con su aporte al fisco nacional, etc. Las medidas a tomar eran simples, aunque con toda evidencia implicaban una enorme valentía política y un apoyo casi total en el Pueblo –pues eran medidas por las cuales “caen los gobiernos por golpes de mercado” cuando se atreven a enunciarlas. Y por esto su gran dificultad estribaba, no tanto en los detalles técnicos a la hora de proceder ni en la necesidad de convocar a comisiones burocráticas para concebirlas, sino en la presencia de una voluntad institucional soberana que simplemente se resolviera a llevarlas a cabo. La punta de mira debía estar firme y no moverse del blanco: era ir contra la minoría privilegiada para hacerla pagar el costo de la cuarentena forzada, con resolución audaz y arriesgada como lo demandaban los argentinos en todas las encuestas de opinión, o era en vez arriesgarse a “hacer la plancha”, a tratar de no pelearse con ningún sector económico y limitarse a rezar para que la situación nunca pasara a mayores, con el peligro de que si todo se desbordaba el Pueblo argentino trastocaría su positividad inicial en impotencia, desazón e incluso en rabia irracional desencadenada en contra de sus conductores políticos.

En síntesis, era el anterior artículo una defensa de firmeza inusitada del carácter de la Soberanía estatal, de su derecho a ejercer el Poder en situaciones de excepción con todas las herramientas a su alcance –e incluso creando nuevos instrumentos fuera de la “legalidad normal”, de una normalidad que ya no va a regresar nunca más; era un pedido sobre todo de que tal “derecho” era en primer lugar el deber del Estado moderno, si éste encarna lo Popular y no es mera exteriorización de una facción ideológica minoritaria gobernante. Y que tal deber apremiaba ser usado en forma de auto-defensa: ante la agresión existencial que estaba sufriendo nuestro Pueblo, era momento de actuar en defensa propia caigan los intereses particulares de quien caiga, y no hacerlo así, era abrirse a que fuera el Pueblo mismo el que acabara por “pagar los platos rotos”. El afamado principio del estado de excepción elaborado por el jurista germano Carl Schmitt no era un simple acicateo que lanzábamos para engolosinar el paladar del gobernante de turno, sino para exhortarlo a la acción, so pena de terminar muy mal si se dejaba actuar a la realidad –caótica y destructora– del mundo de la pandemia.

¿Han actuado bien nuestras cúpulas gobernantes?

La realidad indica que sí, pero sólo a medias, pues se ha procedido a la estrategia de andar tanteando a golpes de bastón de ciego, improvisando a medida que se recorre el duro y escarpado camino de la anormalidad. Y las iniciativas se fueron tomando a los saltos, debido a la ignorancia en aquel entonces de la verdadera gravedad del tema (y por culpa de actores como la OMS, cuyas contribuciones pecaron de poco claras y contradictorias); dando marcha atrás obligados por algunos poderes intermedios –provinciales y municipales– que jugaban irresponsables a la anarquía desandando a la noche en sus territorios lo que el poder nacional había recorrido durante el día. Y así se alargaron los tiempos, por un Legislativo reticente a juntarse, por un poder Judicial, que posponía ad eternum insensatamente sus responsabilidades. Y así entre vueltas y retrocesos forzados se anunciaron planes de salvataje financiero, que debieron finalmente concretarse a partir del Estado mismo, porque los Bancos encargados en un primer momento de tal asistencia evidenciaron una cuasi criminal falta de colaboración, amenazando con ello que la olla de presión de los sectores más perjudicados terminara por estallar. En pocas palabras, se extendió en exceso los tiempos del abordaje de un problema realmente serio y que por su excepcionalidad obligaba a tomar disposiciones “poco simpáticas” y muy resistidas, pero que en esos primeros momentos habrían recibido apoyo total y multitudinario de la Nación argentina para que se llevaran adelante. Tras un lento desgaste de meses, llegamos a la situación de hoy, todavía con la enfermedad y con un descalabro sistémico que se debería haber ya entendido desde la primera hora, que vino para quedarse en escalas a contar bajo la forma de los semestres y los años, y que se debería haber maniobrado con esto en mente y no con planificaciones a goteo quincenales. Y ahora la crisis a enfrentar encuentra al Soberano más débil de paciencia popular; débil de apoyo mediático; débil económicamente por un Pueblo argentino cuya clase media urbana está económicamente destrozada, para alegría de los grandes grupos multinacionales que están como buitres rapaces al acecho de la quiebra de sus competidores Pymes y para alegría estúpida de algunos pseudo-intelectuales hegemónicos cuya “empatía” se traduce en el resentimiento y la Schadenfreude de ver cómo los emprendedores privados sufren y devienen clase baja. Un Soberano que se topa ahora también con la debilidad del Estado mismo, que finalmente ve vaciar sus arcas de capitales simbólicos y fiscales, tras haberse vaciado primero los bolsillos de los productores privados sin que dicho Estado atinara a tomar “cartas en el asunto” con la necesaria dureza y a tiempo. Llegamos entonces al hoy, donde si el gobierno nacional se decide por fin a jugar fuerte y a hacerle pagar a los sectores que deben ser sacrificados (porque como dijimos en nuestro anterior texto, de acá no se sale sin sacrificios3), la tarea le costará muchísimo más, y el riesgo sistémico a enfrentar será tan apabullador que sembrará el miedo en los pequeños funcionarios que deberán emprender las medidas (miedo a una rebelión fiscal, miedo a la explosión social en las calles, miedo a las operaciones mediáticas golpistas de los grandes capitales en pugna), en vez de que la pasión fundamental que los movilizara fuera el deseo irrefrenable de cambio en pos de un reparto justo, que solamente la excepcionalidad de los primeros momentos de la pandemia podía garantizar.

Ésta, aunque no lo parezca, es una situación inversamente análoga a la recibida por el gobierno anterior, cuya política antipopular tuvo como mandato un ajuste salvaje que, de haberse dado de golpe y en el primer momento de la asunción no habría sido tan terrible y destructor como lo fue el haber tenido cuatro años continuos de ajuste a cuentagotas, que rompieron las espaldas y agotaron las reservas del Estado y los ahorros de todos los argentinos. En esta disposición análoga, lo que se presentó no fue la necesidad de un gobierno antipopular de ajustar al Pueblo, sino la imperiosa exigencia de que un gobierno que se considera populista ajustara a la minoría opresora dominante. Lo que evidentemente es un hecho extraordinario y fuera de todo lo conocido, que el actor social a pagar el pato de la boda sea por una vez los grandes capitalistas, se abrió “heideggerianamente” como posibilidad ante nosotros, y lamentablemente el gobierno hasta el momento no lo pudo o no se atrevió a aprovechar –o ni siquiera supo que existía tal posibilidad abierta para jugar sus cartas contra la minoría dominante, atónita y sin poder de reacción alguno en los primeros momentos de la pandemia. Lo que es evidente ahora es que ese tren ya se marchó y que, si bien las soluciones que se deben tomar siguen siendo las mismas, ahora habrá que ordenarlas a la intemperie, con el cansancio social, con riesgos reales de revueltas callejeras y con el humor político crecientemente en contra.

¿Está en condiciones el gobierno actual, el Soberano, de llevar a cabo el mandato necesario que la situación excepcional amerita?

Creemos rotundamente que sí, que no hay falta alguna de legalidad excepcional, pues no ha cambiado en nada el estado de situación excepcional de crisis, ni ha pasado la pandemia ni pasará en el tiempo cercano (ni a escala local argentina, ni mucho menos a escala global). Creemos entonces que todavía la ocasión es propicia, aunque el reloj ya nos corre en contra y cierra la brecha de oportunidad que había abierto la pandemia. Cada día que pasa será más dificultoso patear el tablero, declarar defaults o nacionalizar sectores estratégicos de la economía. Tanto porque los grandes intereses de peso van volviendo a su normalidad, y empiezan a adaptarse a la nueva situación de caos, como porque se va perdiendo el factor sorpresa que ciertas medidas deben llevar consigo.

Como se ha dicho entonces, las condiciones siguen estando presentes para actuar. Lo que nos queda definir es más bien la última parte necesaria: el gobierno, el Soberano.

¿Está el gobierno actual listo para actuar realmente y en concreto como lo que formalmente es, como Soberano? ¿O estamos ante la mera espera por parte de los funcionarios públicos de que finalmente se cierre la puerta de la oportunidad que representaba el Coronavirus y la crisis del mundo unipolar moderno?

Esto, en resumen, es un cuestionar que nos remite a un factor más fundamental y primario, de carácter ético y antropológico: ¿Disponemos de conductores políticos que no se avergüencen de funcionar como tal, como Líderes del Pueblo y del Estado? ¿O estamos limitados al juego de las republiquetas “carrió-macristas” de meros empleados burocráticos sentados en los puestos del Estado, como si fueran las oficinas de una empresa privada o una ONG cualquiera; y que, por tanto, se limitan simplemente a hacer su labor y a no tomar responsabilidad superior para con nada?

Si la respuesta a esta interrogante existencial es que estamos ante la presencia de meros “trabajadores de lo público” que actúan obligados por la situación y por la presión cuasi naturalizada de los intereses de los grandes lobbies mediático-financieros, entonces estaremos ante una enfermedad peor aún en gravedad que el Coronavirus, pues será la muestra de que la idiosincrasia liberal, individualista, hedonista, consumista e irresponsable del “sálvese quien pueda” ha calado tan hondo que ha arrastrado consigo hasta las instancias superiores del Estado, condenándolo a ser un cascarón vacío en un verdadero mundo de “anarco-tiranía” salvaje, con el resultado del hundimiento definitivo del barco de nuestra Nación.

Si la respuesta a la interrogante es que estamos dirigidos por un Estado que encarna el espíritu del Pueblo, un Pueblo que a su vez es el cuerpo mismo del Estado; si estamos entonces conducidos por gobernantes que identifican a ambos como iguales, como la doble cara del dios Jano bifronte (uniendo Pueblo con Estado, bajo la forma de un Estado Nacional y Popular); entonces el Soberano no deberá más que actuar con una única mira a la vista, ordenando políticas que sean siempre todas en pos de la salvación del Pueblo y ninguna en contra del Pueblo –para el rescate de minorías opulentas y sus lacayos políticos–. Y donde nada quede por fuera a merced de la voracidad destructiva de los “mercados”, que no han servido para sacarnos de la epidemia biológica, pues son también ellos un virus mortal, una verdadera epidemia socio-económica que habrá que curar al tiempo que curamos el Covid-19.

* Francisco Mazzucco es Profesor de Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y maestrando en Filosofía Política (UBA).

Fuente: nomos.com.ar