Por Candi

Alguna vez, luego de leer los estudios científicos (autopsia virtual) que se hicieron sobre el cuerpo de Jesús luego de su pasión y muerte, describí el sufrimiento, el tormento que implica morir en la cruz. Sin embargo, no creo que ese haya sido el mayor dolor que tuvo esa Luz que vino a dar un mensaje a la humanidad y que sigue sin ser comprendido y menos aún aplicado. El mayor tormento fue el psicológico y el de orden espiritual.

Varias circunstancias importantes en sus últimos días de vida, en sus últimos minutos, le acontecen: uno de sus discípulos, el que se encargaba de las finanzas del grupo, Judas, lo traiciona y lo entrega. Aquel en quien Él había puesto toda su confianza para fundar su nuevo movimiento religioso lo niega, Pedro. Todos los demás discípulos se dispersan, huyen cuando llega la guardia a apresarlo. En realidad ya lo habían abandonado antes, pues cuando Jesús se retira a orar en el Monte de los Olivos pidiéndole a Dios que lo libere de ese momento y sus consecuencias («Padre, todo es posible para tí, aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú«), ninguno de sus amigos y seguidores está a su lado. Jesús mismo se los reprocha: “ni siquiera han sido capaces de estar una hora junto a mí en este momento”.

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Y una última y más dramática situación que aplasta su corazón: siente que hasta Dios mismo lo ha abandonado, porque en la cruz exclama, pregunta confundido: ¿“Padre, por qué me has abandonado”?

 

Para que se cumpliera la profecía de Isaías («Aquel cuya vida es despreciada y es abominado de las gentes«), es crucificado junto a delincuentes ¿Hay algo más que pudiera añadirse a todo el cúmulo de sufrimientos, además de los azotes, humillaciones, escarnios que recibe?

La historia del Jesús hombre fue y es la historia de muchos seres humanos, cientos de millones, quienes han tenido y tienen que sufrir el castigo injusto, el abandono de los más allegados, el desprecio de la otra parte del mundo. Es la historia, por ejemplo, de los hombres de color, de los judíos, de las minorías diferentes, de los pobres, de los trabajadores, de los jubilados, de los asesinados por delincuentes o porque son idealistas que desean un mundo mejor. Es la causa de los cristianos hoy perseguidos en todas partes del mundo. Esos cristianos que son atormentados, asesinados, despojados de sus bienes, obligados al éxodo. O esos cristianos que, aquí nomás, son atacados moralmente, sin piedad, de una forma u otra sólo por creer en Cristo.

Pero es la historia también de cualquier ser humano que piense diferente. Basta sólo eso en nuestros días, pensar distinto, para que cualquier mequetrefe, arrogándose la posesión de la verdad, se crea con derecho a calificar o juzgar al otro. Es la historia de cualquier persona buena (o que tiende a serlo) que, por diversas circunstancias, se ve arrastrada hacia el abismo de la traición, el desierto de la soledad y la herida de la humillación.

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Y ante esta realidad, que es oscura, surge en algunos la pregunta cuya respuesta puede matar definitivamente o resucitar: Si a este Jesús le ha pasado tal cosa, ¿qué puedo aguardar yo? ¿Qué sentido tiene todo? La única respuesta ha de buscarse en las palabras de Isaías luego repetidas por Jesús: “La piedra que los arquitectos rechazaron vino a ser la piedra angular”. Es decir la piedra más importante de la construcción, esa sin la cual lo edificado más tarde o más temprano se caerá. La piedra angular ha sido y es Jesús, ha sido y es cualquier hombre bueno maltratado por el poder, por su prójimo o por las circunstancias de la vida. Y el sentido de estos maltratados está en la lucha a pesar de todo, en el compromiso con y por la vida, entendida esta como la existencia coronada con derechos, con justicia, con amor. El sentido está en seguir. Seguir, a pesar de los dolores, hasta la “resurrección”