El pasado jueves 2 de abril se cumplieron 33 años del desembarco argentino en las Islas Malvinas. Una trágica aventura pergeñada por la dictadura cívico-militar en su etapa de franca declinación.

Pero, más allá de esta irresponsable maniobra para perpetuarse en el poder, lo que quedó perfectamente en claro fue el gran favor que este acto le prodigó a la primera ministra británica Margaret Thatcher, permitiéndole ganar las elecciones en momentos en que su continuidad tambaleaba.

Por estos días, nuevamente un gobierno británico de cuño conservador, ante la proximidad de las elecciones del 8 de mayo, donde el Partido Laborista le está pisando los talones, recurre al expediente nacionalista de defensa de su política colonial para remontar una posible derrota.

El 24 de marzo Gran Bretaña anunció que reforzará en 267 millones de dólares, para los próximos diez años, su presupuesto militar destinado a las islas Malvinas, ante lo que considera una amenaza de invasión por parte de la Argentina.

«La principal amenaza a las islas siguen siendo las injustificables demandas de soberanía de la Argentina», puntualizó —en un ataque de sinceridad— el secretario de Defensa británico Michael Fallon.

Regresando al 2 de abril, consideramos fundamental destacar que los únicos héroes de Malvinas fueron quienes, de una manera u otra, expusieron su vida en el escenario de batalla. Muy especialmente los abnegados soldados argentinos y algunos (muy pocos, poquísimos) oficiales y suboficiales.

La mayoría de los oficiales, fruto del lavado de cerebros al que fueron sometidos en función de la Doctrina de la Seguridad Nacional, impuesta por los Estados Unidos, continuaron el las islas Malvinas las mismas prácticas represivas que aplicaban en el continente. Se han constatado 120 casos de soldados que fueron estaqueados, torturados, privados de alimentos y sometidos al intenso frío austral en medio de perversos vejámenes.