A caso porque el trabajo oscila entre el placer y la esclavitud, como sostenía Máximo Gorki, adquiere una relevancia decisiva en la experiencia humana. En el capitalismo, el trabajo encierra un conflicto estructural que afecta a obreros y empleados: es un contrato formal entre iguales que esconde una clara asimetría de poder entre contratante y contratado. El más débil vende su trabajo, que comprará el más fuerte, obteniendo alta rentabilidad. El Estado democrático y los sindicatos equilibraron, hasta cierto punto, la debilidad del trabajo frente al capital, dotándolo de derechos y haciéndolo acreedor de obligaciones que los capitalistas deben cumplir por ley. Eso no convierte el trabajo humano en un placer, pero lo aleja de la esclavitud. En cierta forma, el reparto desigual pero legitimado de la riqueza que ocurre en el capitalismo democrático obtiene su fundamento en la mejora de las condiciones laborales y en el descenso de la tasa de explotación. Pero también en la sensibilidad que demuestren las instituciones y los funcionarios ligados al mundo del trabajo. En sociedades con altos niveles de precariedad laboral y pobreza, su conducta adquiere especial importancia.

En este contexto, el ministro de Trabajo ha cometido una serie de errores trágicos, porque tocan la esencia de su rol político e institucional. El periodismo ofreció una amplia cobertura de los hechos, distinguiendo sus facetas: insultó de manera soez a su empleada doméstica, la empleó en un sindicato intervenido bajo su responsabilidad y regularizó tardíamente su contrato laboral. Se pretende mostrar aquí, a través del análisis de tres dimensiones del problema, que la situación del ministro es insostenible. En primer lugar, debido a la naturaleza de lo ocurrido y sus repercusiones, tanto en el plano social como en el jurídico. En segundo lugar, por el daño que su conducta provocó a las instituciones y a la reputación del gobierno que integra. Y en tercer lugar, por razones pragmáticas. Como se sugerirá, tampoco aquí cierra la ecuación del ministro de Trabajo, más allá de los argumentos de quienes aseguran que es un hábil negociador con el sindicalismo porque conoce sus códigos.

El soez insulto a la empleada, considerado por algunos analistas lo menos relevante porque constituye el aspecto privado de la cuestión, es en realidad una conducta social cada vez más despreciable, que hunde al ministro. En las relaciones laborales, lo privado se ha vuelto público: los acosos salen a la luz, las víctimas hablan y denuncian, la sociedad sanciona duramente, con particular fruición y entendible resentimiento. En la intimidad, creyendo que no son vistos ni oídos, muchos empleadores convierten la asimetría del contrato laboral en humillación, imponiendo su voluntad brutalmente, sin mediaciones ni límites. Empresarios, estrellas del espectáculo, funcionarios, políticos, eclesiásticos han maltratado a discreción durante años, hasta que la sociedad empezó a decir basta. Como suele ocurrir, la reacción social tuvo precedentes intelectuales, que contribuyeron a conceptualizar el fenómeno para que las víctimas pudieran decir: esto es lo que me ocurrió a mí y no es normal; se trata de un abuso de poder. Entre los pioneros, cabe destacar el libro El acoso moral, de la francesa Marie-France Hirigoyen, que hace 20 años describió con brillantez los recursos del maltratador laboral: descalificar, aislar, inducir al error, mentir, agredir. Tratándose de un funcionario público, cuando además de eso existe transgresión jurídica, al abuso se suma la corrupción.

El ministro de Trabajo es también insostenible porque su conducta resulta tóxica para las instituciones e inconveniente para un gobierno que por razones de convicción o de marketing -aún no se sabe- pretende marcar una clara diferencia con su antecesor, en materia de honestidad y transparencia. Practicar el buen gobierno, entre cuyos rasgos se destacan, según Pierre Rosanvallon, la integridad, el hablar veraz, la responsabilidad y el saber escuchar es particularmente indicado para administraciones como la que encabeza Cambiemos. Su principal sustento es una clase media castigada y ansiosa que procura compensar la incertidumbre material con honestidad pública. Eso requiere funcionarios insospechables y bien educados, un crédito que el ministro de Trabajo ha perdido.

Resta considerar el pragmatismo, la cualidad que sin duda rige la política. Para Maquiavelo resultaba crucial la reputación de los hombres que rodeaban al príncipe, y un indicio de su inteligencia era a quiénes elegía. Sin embargo, el florentino reconoció que en ciertas circunstancias «el más difamado es el más recomendable». ¿Será el caso del ministro de Trabajo, como parece creerlo el Presidente? Los sondeos muestran que a pesar de sus reconocidas dotes de negociador, el funcionario sigue siendo insostenible: está contribuyendo al descenso de la aprobación de su jefe, una curva que el oficialismo debe revertir antes de que concluya la clemencia del verano.