Por Claudia Peiró*

«Acá se juega república o autoritarismo»; es quizás la frase más escuchada en las filas del oficialismo después de las Paso. El resultado de las primarias desató una ola de enunciados alarmistas, casi todos lugares comunes de la grieta. Comentarios ya rancios, eco de los mismos argumentos con los cuales desde 1955 se estigmatiza al peronismo intentando, sin éxito, borralo de la escena argentina. Este brote cruzó el Atlántico y se vio especialmente reflejado en la prensa española, sin distinción de tendencias.

La verdad es que resulta difícil de encajar el tono soberbio y aleccionador, que por momentos rozó la ofensa, con el cual varios editorialistas españoles aludieron al apocalipsis que le esperaría a la Argentina con un cambio de signo en el gobierno. Desde decir que los argentinos «aman a sus ladrones» hasta referirse a «la banda de peronistas» que rodea a Alberto Fernández, pasando por la remanida advertencia de que nos estaríamos mirando «en el espejo de Venezuela».

Todo esto va acompañado de las eternas «verdades» antiperonistas que varios referentes del oficialismo local se han encargado de reflotar en los últimos tiempos: «sistema clientelar y corrupto [que] ha depauperado lastimosamente» a la Argentina; así define al peronismo, un editorialista que llega a culpar a la Argentina por la corrupción española; si se lo toma en broma, cabría responder que es la Madre (Patria) la que enseña al hijo. «El peronismo no se circunscribe allende los mares, sino que se manifiesta aquende…», dice, y evoca el caso de Jordi Pujol, ex presidente de la Generalidad de Cataluña, procesado por corrupción y que parece que necesitó inspirarse en la Argentina… «Es necesario que los argentinos sepan lo que se juegan» es la gentil advertencia que nos hace otro diario en su editorial.

En opinión de toda esta gente, Mauricio Macri fue una suerte de impasse en esa historia negra que sería la nuestra, pero demasiado breve como para arrojar resultados. Todo esto sucede porque los argentinos, todos, tenemos «asumido» que «nadie se hizo rico allí (en Argentina) con su trabajo desde la eclosión del peronismo». Es realmente un milagro de la interpretación culpar a un peronismo que no existía por la caída de Hipólito Yrigoyen Un juicio equivocado lo puede tener cualquiera, el problema es cuando para sostenerlo se vierten acusaciones mil veces desmentidas -como las cuentas suizas de Eva y Juan Perón- o amalgamas infundadas al estilo de la asociación Radicalismo – República y Peronismo – Autoritarismo. A Mauricio Macri, que heredó «una situación límite con un Estado plagado de clientelismo, despilfarro y corrupción», le quedaría, aún en la derrota, «el honor de ser el primer gobernante no peronista que culmina su mandato desde 1928» (otra perla del periodismo español).

Es realmente un milagro de la interpretación culpar a un peronismo que no existía por la caída de Hipólito Yrigoyen. A un extranjero se lo puede absolver por circunstancias atenuantes, pero resulta que varios editorialistas locales han repetido el mismo argumento y la misma fecha, lo que demuestra que Cambiemos, a medida que se fue revelando impotente para resolver la crisis, fue suplantando el criticado relato kirchnerista -anacrónico, maniqueísta y sectario- por otro que no le va en zaga. Sintetizando, durante los últimos 70 años, si contamos desde el 45, o 90 años, si contamos desde 1928, todos los males ocurridos en el país son culpa del Justicialismo porque cuando no está en el gobierno no deja gobernar a nadie. Los «republicanos» no tuvieron jamás el poder, ni siquiera cuando ejercieron el gobierno, porque allí estaba el peronismo para impedirles hacer todo el bien que deseaban. Cuando “se perdía la República” -como gustan decir las vestales de la institucionalidad- muchos de ellos estaban en el bando que se la estaba robando Es una tergiversación que insulta la inteligencia.

Entre otras muchas cosas, pasa por alto que el peronismo -que siempre llegó al gobierno por vía electoral- también fue desalojado del poder en dos oportunidades por golpes de Estado que contaron con la participación de sectores de las mismas fuerzas que hoy se declaran víctimas del peronismo. Es decir que, cuando «se perdía la República» -como gustan decir las vestales de la institucionalidad- muchos de ellos se pasaron al bando que se la estaba robando. En cada uno de esos quiebres institucionales en los que «perdimos la República», la dirigencia del peronismo en su totalidad -funcionarios, legisladores, sindicalistas- fue a dar con sus huesos a la cárcel, al exilio o al cementerio, mientras que las demás fuerzas políticas jamás fueron víctimas de una represión equivalente. De 1955 a 1973, el establishment se dedicó a tratar de borrar del mapa al peronismo, sus realizaciones, sus símbolos y sus referentes, en muchos casos con la complicidad activa o pasiva de quienes hoy se victimizan.

A lo largo de ese período, otras corrientes políticas aceptaron condicionamientos al sistema republicano y democrático por el que hoy juran; para llegar al poder avalaron la proscripción del peronismo y aceptaron gobernar en nombre de minorías, y si luego fueron desalojados a su vez del gobierno no fue por democráticos y republicanos sino porque, desde la perspectiva de los golpistas, no fueron capaces de disolver al peronismo. La “República” se “perdió” muchas veces por culpa de los mismos que hoy la sacralizan En concreto, salvo que sea un término abstracto para quien se llena la boca con él, la «República» se «perdió» muchas veces por culpa de los mismos que hoy la sacralizan. La amalgama entre radicalismo y república -que Elisa Carrió expresa en tono épico y que replican los diarios españoles- no tiene asidero en la realidad. El 40° aniversario de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en plena dictadura permitió recordar cómo, entre los partidos políticos, fue la dirigencia del Justicialismo la que estuvo en esa ocasión a la vanguardia de la denuncia de la represión ilegal; el PJ fue el único partido que acusó formal y públicamente al régimen de facto por las miles de desapariciones. La transición entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem, en 1989, fue evocada en estos días por el impacto que el resultado de las Paso tuvo en la situación del presidente Macri, que emergió de ellas claramente debilitado. La recreación fantasiosa de aquella coyuntura llevó al sinsentido de atribuirle a un presidente ya electo el haber orquestado un golpe de Estado.

Según los voceros del republicanismo actual, en 1989, un peronismo rabioso saltó a la yugular de Raúl Alfonsín para obligarlo a dejar su mandato anticipadamente. Repasemos la cronología de los hechos. En primer lugar, fue Alfonsín quien, unilateralmente, decidió adelantar cinco meses las elecciones presidenciales (debían hacerse en octubre). Cinco meses. Semejante despropósito ya insinuaba la idea de retirarse antes del vencimiento de su mandato, en diciembre de 1989, acuciado como estaba el gobierno radical por la crisis energética y la inflación, para las que no encontraba remedio. Las elecciones tuvieron lugar el 14 de mayo. Carlos Menem venció a Eduardo Angeloz, el candidato radical, por casi 49 por ciento de los votos. Era inevitable que, en un país en crisis económica, la autoridad ya debilitada de Raúl Alfonsín se viese vaciada por la presencia en la escena de un presidente electo. Eso fue un acelerador de tensiones, independientemente de la voluntad de los actores del momento.

El efecto fue la potenciación de todos los problemas: hiperinflación y desesperación social que se tradujo en saqueos. Alfonsín anunció su dimisión -otra decisión unilateral- y prácticamente le arrojó el gobierno a la cara a Carlos Menem que, en menos de dos semanas, tuvo que armar un gabinete y asumir la presidencia. Según el relato del radical Rodolfo Terragno, que viajó a La Rioja para negociar la transición, cuando le dijo a Carlos Menem que Alfonsín anunciaría esa misma noche su renuncia, el presidente electo estalló: «¡Esto es una cabronada!» «La primera vez que lo veía enojado» (a Carlos Menem), recordó Terragno años después. De urgencia, hubo que diseñar un equipo y prepararse para asumir el 8 de julio, cinco meses antes de lo previsto por la ley. Que cada cual se haga cargo de sus responsabilidades, sin tergiversar la historia. De hecho, a Menem le tomó dos años estabilizar la situación. Bien podría haberse victimizado él. Ahora bien, vale aclarar que la versión pseudo golpista del traspaso de mando de 1989 no es creación de Alfonsín, quien nunca se victimizó, sino una construcción posterior agigantada por los protagonistas actuales del brote extemporáneo de republicanismo al que asistimos desde el 11/8.

Pasemos al rubro de la transparencia, porque la otra amalgama caprichosa es la de la «decencia» como atributo excluyente de un sector. Es innegable que ha habido funcionarios venales en las gestiones kirchneristas. Lo que es falso es que la condición de todo peronista sea la deshonestidad. Y lo que no es para nada evidente, una vez más, es la identificación del oficialismo actual con la transparencia. ¿Sabrán los editorialistas españoles que se hicieron eco de estos argumentos locales, que el gobierno de Cambiemos, por ejemplo, se estrenó modificando los estatutos de la Oficina Anticorrupción para poder nombrar al frente del organismo a una macrista militante que no era abogada, es decir que no era idónea para la función? ¿O que Mauricio Macri vetó el artículo de la ley de blanqueo de capitales que prohibía a familiares de funcionarios acogerse a ese beneficio? Y esto no fue una medida abstracta, sino una licencia aprovechada sin pudor alguno por varios de estos parientes, incluida la familia presidencial. El favoritismo en los negocios y la colusión entre intereses privados y gasto estatal se mantuvieron viento en popa. Si hubo o no venalidad lo dirán los organismos pertinentes o la justicia. Pero el rubro «medidas tomadas para combatir la corrupción de modo estructural» sigue en blanco.

También existe la mitología de que Cambiemos ha combatido las «mafias», un término de conveniente ambigüedad, aplicable a muchas realidades diferentes, y también a algún adversario si hace falta; una afirmación difícil de sostener cuando los argentinos siguen padeciendo el flagelo de la droga y la violencia. Es deseable que el kirchnerismo, que no es todo el peronismo -no están todos los que son ni son todos los que están, podría decirse-, deje de lado los rasgos más antipáticos manifestados y exagerados en los últimos años de la gestión de CFK: el sectarismo y la intolerancia a toda crítica. La soberbia y el sectarismo no han sido exclusivos de un solo campo Pero la soberbia tampoco es exclusiva de un solo campo. Antes de llegar a la presidencia y en los primeros meses de su gestión, Mauricio Macri tuvo varios gestos de apertura hacia otros sectores políticos: inauguró junto a Hugo Moyano y Eduardo Duhalde un monumento a Perón en la ciudad de Buenos Aires y mantenía un buen diálogo, por ejemplo, con Sergio Massa. Varios de sus funcionarios provenían de esas filas.

Pero poco a poco, como se diría en el barrio, «se la creyó». Massa pasó de opositor razonable y eventualmente cooperativo a «ventajita». La elección de 2017 terminó de ensoberbecer a Macri y a su entorno. Por varias semanas, las plumas del oficialismo velaron al peronismo. Por piedad, dejémoslo ahí. Siempre habrá diferencias entre conciudadanos, debates, discrepancias, oposiciones. Pero falsearlas, agigantarlas o servirse de ellas por táctica electoral no es de argentinos de bien, ni mucho menos de estadista.

*Fuente: Infobae