Por Alejandra Ojeda Garnero – Fotos: Florencia Vizzi

Son muchos los casos que se conocen a diario sobre femicidios, crímenes atroces que tienen como blanco siempre a una mujer vulnerable a la que la violencia machista somete casi silenciosamente por los intersticios de la vida cotidiana y a veces sin siquiera ser advertida por la víctima.

La muerte de una mujer, que en la mayoría de los casos es madre, golpea con dureza la estructura familiar en todos los aspectos, pero nunca se habla demasiado, o solamente se expresa en números la cantidad de chicos huérfanos producto de este delito aberrante.

Es imposible cuantificar el daño que genera de por vida la perdida de la madre, que con el femicida preso, los hijos quedan al cuidado de algún familiar que, con suerte, les dará en algunos casos el cuidado humanitario para que no queden a la deriva. Por supuesto que no todos los casos son iguales y habrá quien derrocha amor sobre esas criaturas que lo han perdido todo.

Pero cuando la figura del femicidio no estaba ni remotamente en la imaginación de nadie y estos homicidios eran catalogados como crímenes pasionales, ocurrió un caso que sentaría un precedente para configurar lo que hoy se conoce como femicidio.

Nora Irma Cardo tenía 36 años y vivía junto a su esposo de 50 y sus dos hijas, de 7 y 9 años, en la ciudad de Venado Tuerto. Era una familia feliz y llena de amor pero un día a mitad del año 1991 Nora decidió abandonar la casa que compartió con Edgardo por más de 16 años de matrimonio para desaparecer por unos meses junto a sus hijas. No se sabe cuál fue el motivo que llevó a Nora a tomar esa decisión, pero sí se sabe la consecuencia que produjo. El 13 de diciembre de ese año, Edgardo tomó un arma que había comprado una semana atrás, fue al local de lencería donde trabajaba Nora y le pegó cuatro tiros ocasionándole la muerte en el acto. Fin de esa historia, una mujer asesinada y un hombre preso por 13 años fue la culminación de ese entramado que sólo los protagonistas saben porqué ocurrió.

Pero el fin de esa historia fue el principio de otra que, a pesar de lo dolorosa, devastadora y cruel se sigue escribiendo, tratando de buscarle matices que al menos puedan atenuar el daño ocasionado. Con toda esa carga y a pesar de los contratiempos vividos Melina y Analía Degiovanni intentaron salir adelante y lo lograron. Y así lo expresaron a Conclusión.

cso-de-giovani-venado-tuerto-flor-vizzi_0639“La historia se puede cambiar cuando hay amor, cuando las bases son sólidas y cuando en el camino encontrás buenas personas dispuestas a ayudarte”. La frase pertenece a Melina Degiovanni, una mujer que aprendió a sobrellevar el dolor de una tragedia familiar que tanto a ella como a su hermana las marcó para siempre.

La muerte de una madre es lo peor que le puede pasar a cualquier persona, pero el dolor y la angustia se potencian cuando se trata de dos nenas de 7 y 9 años que con su madre muerta y su padre preso por haberla asesinado, quedaron a cargo de unos tíos que le hicieron la vida un calvario. Pero a pesar de todo lograron superar los escollos y le dieron una pincelada de optimismo a su destino. Hoy, después de 25 años y a pesar del dolor que parece superado pero en el fondo persiste, escriben su propia historia con amor, acompañadas por sus parejas y rodeadas del cariño de sus hijos.

La felicidad, la alegría y el amor se borraron de un plumazo el 13 de enero de 1991. Ese día marcó un antes y un después en la vida de Melina y Analía. Fue el fin de un cuento de hadas y el principio de una pesadilla. Esas son las sensaciones que invaden cuando Melina cuenta su historia colmada de detalles que erizan la piel.

“Nosotras tuvimos una infancia hermosa, una familia muy sociable, salíamos a todos lados. Había mucho amor y alegría. Éramos muy unidos los cuatro y teníamos muchos amigos”, cuenta Melina, que es la voz cantante de la familia. Analía prefiere el silencio y asentir todo lo que expresa su hermana.

Pero la mañana del 13 de diciembre de 1991 todo se tiñó de gris. Los padres de aquellas nenas protagonizaron un hecho de sangre que las marcaría y cambiaría para siempre. Edgardo Degiovanni tomó un revolver que había comprado una semana antes, fue al negocio donde trabajaba su esposa y madre de sus hijas, Nora Irma Cardo, y disparó cinco veces. Hacía seis meses que estaban separados, pero él insistía en reanudar la relación a lo que Nora siempre se negó. Las razones sólo las conocía ella, “porque yo nunca vi maltrato entre ellos, ni una discusión, ni un grito. Todo era amor”, recuerda Melina.

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Según el informe médico, Nora recibió cuatro disparos, uno detrás de la oreja, dos en el pecho y otro en la cadera. Pero la historia que conocieron Melina y Analía en ese momento fue otra y la mayor de las hermanas recuerda ese día como si fuese hoy.

“Era viernes, mi mamá nos despertó como todos los días, nos llevó el desayuno a la cama, porque éramos dos nenas muy mimadas y nos lleva a inglés, porque al otro día rendíamos un examen de Oxford que tomaban en la escuela y era muy difícil. Después ella se fue a trabajar a la lencería que tenía con la prima”, rememoró.

Y continúa con el relato que años más tarde le contara su padre: “Entonces mi papá la va a ver a la lencería, con el arma, amenazando con que se iba a matar él. Pero me dijo que la vio a mi mamá tan fría que fue ahí cuando tomó la decisión de tirarle los tiros a ella. Fue de muy cerca porque estaban los dos parados, uno frente a otro”.

Edgardo había llegado a la lencería en el auto VW Gacel de la familia, “lo había dejado en marcha en la puerta y me contó que salió del local y el auto quedó en marcha, estacionado en doble fila. Va a la comisaría, se entrega y cuenta lo que pasó. Lo dejaron demorado, después estuvo en el hospital. Y le avisan a los familiares”.

El examen médico de Edgardo Degiovanni arrojó un resultado llamativo. Según consta en el expediente, tenía la presión arterial en 120/80 y 85 pulsaciones por minuto, momentos después de haber cometido el crimen. Este sería uno de los puntos que tendrían en cuenta los jueces al dictar la sentencia.

Pero el momento crucial fue darles la terrible noticia a las nenas. Melina lo recuerda con todos los sentidos, y cuenta: “Nos retiraron de inglés y nos llevan a la casa de una amiguita. Hasta ahí era todo normal porque íbamos siempre, la mamá nos invitó a comer. Pero el momento se tornó diferente cuando estábamos en la vereda de la escuela y cayó mi maestra, la maestra de mi hermana, la psicóloga del colegio y la monja que era la directora. Me petrifiqué, no entendía nada. Nos sentaron en una mesa redonda y nos dijeron a tu papá se le escapó un tiro y tu mamá murió. Yo sabía que era mentira. No me preguntes por qué, porque a pesar que nunca los vi discutir, yo sabía que era mentira”.

En ese momento “no preguntamos nada, no entendíamos nada. Mi hermana no sé si se acuerda de eso”, relató Melina.

Al mismo tiempo recuerda con lujo de detalles que “pasamos todo el día en esa casa, comimos milanesas napolitanas con papas fritas, en un patio con una enredadera. Pero no entendíamos nada”.

Los recuerdos a partir de este momento comienzan a desvanecerse pero Melina tiene claro que la primera noche después del trágico hecho “nos quedamos con mis tíos, el hermano de mi papá, con su esposa y dos primos. Dormimos en la cama grande de ellos y cuando nos levantamos al otro día fuimos al living y mi tía se agacha a mi altura y nos pregunta si queríamos ir al velorio”.

La respuesta de Melina fue contundente: “No, yo la quiero recordar en vida, yo no la voy a ir a ver. No sé si la velaron a cajón abierto o cerrado, son detalles que nunca quise saber. Pero la verdad es que no quería ir, no sé por qué. Tal vez tenía miedo a la reacción de la gente llorando o hablándonos. Hoy doy gracias a Dios no haber ido y no tener ese recuerdo de mi mamá o de ese momento que iba a ser más trágico todavía. Porque todos iban a venir sobre nosotras y quería tranquilidad. Mi hermana me seguía mucho, éramos chicas y decidió lo mismo. Y no fuimos”.

Al día siguiente el cuento de hadas que vivían antes de la tragedia se convirtió en la peor película de terror, porque “los días subsiguientes fueron raros, fueron no entender. Durante cinco años me acostaba a dormir y pensaba que mi mamá al otro día iba a volver. Pensaba que iba a abrir el portón del garaje y ella iba a entrar”, recordó Melina.

El duelo no fue fácil y llevó mucho más tiempo porque según le explicaron los psicólogos “el hecho de no haber ido al velorio hizo más difícil y extenso el duelo”.

La vida cotidiana se tornó una pesadilla. Las nenas de 9 y 7 años quedaron a cargo de su tío, el hermano del padre y si bien “teníamos mucha contención en la escuela, con las maestras y psicólogos, mi tío nos coartó todo, no entraba nadie a esta casa”.

El día a día no fue igual a partir de ese momento, “nos aislaron de todo, la única que nos visitaba era mi madrina. No podíamos ver a la familia de mi mamá. Nos mintieron, pero dentro de toda la situación, creíamos que ellos eran lo mejor que teníamos. Pero se equivocaron mucho”.

“No pasó mucho tiempo después de la tragedia y empezaron a llevarnos a Melincué, a visitarlo a la cárcel”, recordó Melina con una mezcla de bronca y angustia. “Yo hasta ese momento charlaba tranquila, le hablaba bien y le llevaba todo lo que le hace falta a una persona que está presa. Hoy lo pienso y digo que hijaputez llevar a dos nenas a una cárcel y me cuesta entender porqué”, lanzó a modo de reproche.

Los años pasaron y el secreto sobre lo que había sucedido aquella trágica mañana llegaba a su fin. Ya con 15 años, Melina se atrevió a enfrentar la realidad y cuando su padre comenzó a gozar de salidas transitorias se lo preguntó. Pero al saber la verdad, que no fue un accidente, que a Edgardo no se le escapó el tiro, sino que “él fue al negocio donde trabajaba mi mamá, amenazando con quitarse la vida y ante la frialdad de ella decidió dispararle”, dándole muerte en el acto. Melina no siente enojo con su padre, porque considera que “es una persona enferma”. “Tuve momentos de enojo pero reacciono cuando se comporta mal. Después entiendo que es enfermo, no le importa nada, se quedó anclado en el año 91 porque todo lo que cuenta tiene que ver con eso”, reveló Melina.

En relación al crimen de su esposa, Edgardo le dijo a Melina que “pide perdón, pero si lo tiene que volver a hacer, lo haría”. Pero Melina se encuentra en una encrucijada a sus quince años que la ponen entre la espada y la pared “porque una parte de mí pensaba, ‘pobre se le escapó el tiro’ y otra parte decía ‘no, es mentira’. Pero para paliar el dolor prevalecía la que pensaba que se le escapó el tiro”.

La adolescencia no fue distinta a la de cualquier otra chica, en relación al mal carácter y la rebeldía típica de esos momentos. Pero el aislamiento que padecieron “por temor a que alguien viniera a contarnos la verdad, fue terrible y por eso mis tíos nos aislaron del mundo entero”.

Los años de encierro generaron malestar en Melina, que no tardó en enfrentar a su tío y “como tengo un carácter de mierda, porque tengo mucha genética de mi papá, le dije que no le tenía respeto, que le tenía miedo y eso es lo peor que puede pasar”.

Los reclamos no tardaron en llegar a oídos del padre de Melina que al poco tiempo salió en libertad condicional y según recuerda “vino a la casa, los enfrenta y los amenaza que los va a matar y que a mí me dejen hacer lo que yo quería”, recordó Melina, quien mantiene ese temperamento hasta hoy.

Los mayores conflictos se generaban cuando empezaron los cumpleaños de 15 y no podía ir. Pero no pasó mucho tiempo para que Melina se aprovechara de la rienda suelta que le había dado su padre y comenzó a salir sola, y así “a los 16 conocí a un chico que tenía 21 y nos pusimos de novios. Tenía una familia hermosa en la cual me refugié mucho”.

A esa altura todo el mundo conocía la historia trágica de la familia, pero a pesar de todo “nunca sentí vergüenza y siempre contaba todo. La que si tenía un problemón era mi hermana que sentía mucha vergüenza y tenía que pagarle a las compañeras de la escuela para que no contaran la historia”.

Después de cumplir una parte de la condena, Edgardo Degiovanni fue trasladado al penal de Coronda, “pero ahí tuvo un rapto de cordura y no permitió que nosotras lo visitemos”, pero al finalizar la condena salió en libertad y volvió a vivir a la casa familiar, donde la convivencia se tornó insoportable y las chicas tomaron sus rumbos.

Melina se fue de la casa a los 19 años, conoció a un muchacho con quien mantuvo una relación y tuvieron una hija. Seis meses después, Analía dejó la casa familiar y se fue a vivir con su novio al mismo tiempo que terminaba la escuela secundaria.

Al poco tiempo, Melina junto a su pareja y su hija volvieron a vivir en la casa familiar, donde la convivencia al principio era normal pero de a poco se fue tornando insoportable. Las diferencias entre Melina y su pareja se acentuaron y “me separo de mi marido y fue el peor momento que atravesé”, pero lejos de afectarle la separación lo más terrible fue escuchar el consejo de su padre que le dijo: “Tenés que hacer lo mismo que hice yo con tu mamá”, algo que Melina no podía entender bajo ningún punto de vista y que por supuesto desoyó.

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Una madre es esencial en la vida de cualquier persona, pero Melina recuerda momentos cruciales en los que hubiese anhelado que esté junto a ella. “La primera menstruación, el cumpleaños de 15, la culminación de la escuela primaria, la graduación en el colegio secundario, el nacimiento de los hijos, los momentos en los que necesitaba un consejo, consultar con ella como podría hacer tal o cual cosa. Son muchos los momentos en los que la traigo a mi mamá. Tanto en los momentos felices como en los más tristes”.

Los momentos más difíciles que recuerda fueron “las graduaciones de séptimo grado y quinto año, no tener a nadie que me abrace, estar completamente sola, porque mis tíos no iban a ningún lado. Los quince fueron una porquería”, recordó, pero “los momentos cruciales fueron los nacimientos de mis hijos”.

Otro momento crucial para las chicas es el día de la madre, “no quiero ni que se me acerque”, recuerda Melina, “porque tengo sentimientos encontrados ese día, porque primero los vivía con mucha tristeza y cuando fue madre no los pude disfrutar y es muy injusto”.

“Las fiestas para mí son una porquería, porque se cumple un nuevo aniversario siempre cerca de las fiestas y me acuerdo cómo eran esos momentos con mi mamá y no tengo ganas de festejar nada”, recuerda Melina, que en muchas ocasiones las pasó sola en su casa.

El paso por la vida se hacía cuesta arriba y a pesar de que Melina se esforzaba por hacer todo de la mejor manera, alcanzó los mejores promedios, fue elegida mejor compañera en la escuela primaria y secundaria, participaba en los torneos de handbol, como una vía de escape para paliar el dolor y de alguna manera aferrarse a la vida, cada día se desvanecían las ganas de seguir en este mundo.

Cuando ya no quedaban razones para permanecer, buscó frenéticamente “porque se me hacía pesada la vida y si no encontraba algo que demande totalmente de mí, no la cuento. Estaba muy desgastada emocional y mentalmente. Y así llegó Zoe (su hija mayor), y la amé desde el día cero”.

Tanto marcó la vida de Melina la ausencia de su madre que “mi hija siempre me sostuvo. Nunca tomé una mala decisión porque estaba ella, yo sabía lo que era crecer sin una madre entonces no podía dejarla. Fue un deseo egoísta, pero necesitaba algo para aferrarme a la vida”, y así lo sigue haciendo junto a su pareja y su segundo hijo que hoy tiene un año y meses.

La carga emocional que genera una tragedia de tal magnitud en la vida de dos nenas no se puede cuantificar, a tal punto que Melina recuerda que se reprochaba “porqué no me di cuenta que esto iba a pasar y hacer algo para evitarlo”, pero al mismo tiempo se retracta porque advierte que “era imposible saberlo, todavía teníamos la inocencia de esa edad y además hubiese sido imposible evitarlo”.

A pesar de ser muy creyente y haber asistido a escuelas religiosas, durante un tiempo Melina cuenta que “nunca lo odié pero estuve mucho tiempo enojada con Dios”.

Los recuerdos de su madre son constantes, y son “los mejores, todos lindos, una persona alegre, con mucho empuje, no la recuerdo enojada, nunca gritando, jugando al pádel y ella le ponía energía a todo, era muy cariñosa”.

Sin embargo, tenía un costado que a Melina no le simpatizaba demasiado, porque le afectaba directamente. “Yo era muy caprichosa, muy delicada para comer y como mi abuela paterna vivía con nosotros cuando alguna comida no me gustaba ella me cocinaba otra cosa. Eso le molestaba mucho”.

Los efectos de este hecho aberrante no sólo las padecen los protagonistas, los hijos que quedan huérfanos a tan corta edad padecen de por vida las consecuencias de estos actos aberrantes y egoístas que no encuentran explicación en ningún texto académico. Pero lejos de tomar conciencia y evitar estas tragedias, día a día la violencia machista se multiplica provocando cada vez más daño.

Melina tiene 35 años, su madre tenía 36 cuando fue asesinada y su único anhelo hoy, es pasar esa barrera. Como una marca grabada a fuego, ese número es crucial en su vida. “Siempre digo quiero pasar los 36 y pienso que mi mamá tenía esta edad cuando le pasó todo y yo me veo muy joven. Pero ella afrontó todo a esa edad, pero no pienso terminar como mi mamá”.

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Melina conserva dos álbumes de fotos de los pocos años que compartieron junto a sus padres, cuando todo era felicidad. Y las imágenes así lo revelan, vacaciones, cumpleaños, fines de semana en la casa quinta, la llegada de papá Noel, las tardes en la pileta, reuniones con familiares y amigos son algunos de los momentos en los que Nora quedó inmortalizada, siempre con una sonrisa, muy coqueta e impecable.

La condena que recibió Edgardo Degiovanni fue a 13 años de prisión, pero Melina piensa que “la condena fue una burla, yo no estoy de acuerdo con la condena de muerte pero mi papá tendría que haber muerto dentro de la cárcel, el que mató debe morir en la cárcel”, no sólo porque mató, “sino porque cuando salió siguió haciendo más daño, no se terminó ahí el dolor”.

Todo comenzó años atrás cuando Nora, de 15 años, y Edgardo, de 29, los dos de origen muy humilde, se conocieron en un campo, donde vivía ella y él fue a colocar una antena para una emisora de radio, ya que era técnico electrónico.

Nora tuvo una infancia muy dura junto a su abuela, quien “era muy castradora y no la dejaba salir ni a la puerta”, su padre la había abandonado y nunca supo sobre su madre y su hermano. Aunque no le modificó su temperamento, “siempre fue muy emprendedora, terminó la secundaria de grande y fue abanderada”, cuenta con orgullo Melina.

La vida para Edgardo no fue más benévola, “de chico tuvo que hacerse cargo de su familia porque el padre había quedado cuadripléjico. Pero a pesar de todo “era un hombre muy emprendedor y le gustaba mucho la plata”, reveló su hija mayor.

“Tuvieron una vida difícil los dos, desde muy chicos. Cuando se conocieron no podían salir mucho porque la abuela no le daba permiso y después de cuatro años que no podían ni siquiera ir al cine, se casaron”. La idea era liberarse de la vida oprimida que llevaba junto a su abuela.

A partir de allí se unieron y lucharon codo a codo para salir adelante, pero algo cambió la historia para siempre.

 

A 25 años de una historia que sentó un antecedente sobre la violencia machista