Por Carlos Duclos

El mundo tiene convulsiones violentas y no son de poca importancia. Estas convulsiones son efectos, como siempre, como es natural, de una causa: el poder económico concentrado que va por más, siempre por más. La guerra en Siria, por dar sólo un ejemplo, no tiene sino una fuente que la impulsa: la ambición de los Estados Unidos de América (en rigor de verdad el poder que está detrás del Tio Sam y sus aliados) por el petróleo, el paso del gas y la estratégica zona en la que se encuentra el país del Medio Oriente. Pero esta situación de violencia física, esta acción bélica, se replica en otras partes del mundo y a menudo con otras formas, otras naturalezas y a veces solapadamente, pero no por eso con resultados menos peligrosos. La violencia política suele ser  más devastadora que una guerra convencional.

El mundo está partido hoy en dos mitades claramente distinguibles para aquellos que quieran y puedan ver más allá de sus narices: los malignos y poderosos y los inocentes y desprotegidos. La maquinaria del primer grupo está muy bien organizada; dispone de dinero, pero sobre todo de poder eficiente para manipular estructuras culturales y hasta de penetrar en el consciente personal y colectivo y persuadir a la persona y a la masa. Para esto último, es importante para obtener el oro que persigue, dispone de una herramienta eficaz que usa adecuadamente: las comunicaciones, muchos medios (convencionales y no convencionales) y los mensajes finamente preparados “en tiempo y forma”.

Suponer que esta realidad pertenece a otras partes del mundo y que Argentina estará exenta de los efectos del poder concentrado, es tan pueril, tan inocente, como sostener que el lector está libre de padecer una bronquitis sólo porque no ha salido a la vereda o no se junta con el mundo exterior. La verdad es que el poder hegemónico viene actuando desde siempre para manejar los hilos del país a través de sus gerentes y la verdad es que con frecuencia lo ha logrado. Las consecuencias muchos las conocen y especialmente los trabajadores, los jubilados y la clase media (clase media que no debe calificarse por sus recursos sólo económicos-financieros, sino también por sus haberes intelectuales) clases que han pagado con angustia las políticas del poder extra nacional aplicada por los representantes autóctonos.

Es cierto, y debe remarcarse con triple raya, que no pocas veces aquellos que han defendido los derechos de los más desamparados y frágiles, han cometido grotescos errores, con lo que han terminado siendo funcionales al poder antes mencionado. Le han dado ciertos fundamentos para que elaboraran su discurso estratégico con miras a moldear el pensamiento colectivo y dirigirlo hacia sus conveniencias.

Ante la muy factible situación de que de aquí a un tiempo se apliquen políticas que perjudiquen  a los sectores más vulnerables, los llamados dirigentes del “campo popular” (la verdad una denominación que algunos huelen, con razón, como discriminatoria)  deberían organizarse en torno de una estructura que no admita la satisfacción de intereses  personales. Una estructura, nueva que incluso posea anticuerpos capaces de deshacerse de esos “viejos dirigentes” que se han atornillado al sillón del poder político y gremial y que ya no sirven a la defensa de los más desprotegidos por la simple e importante razón de que ya no generan confianza.

Más que nuevo dirigentes, hacen falta “líderes”, que es una cuestión muy distinta. El líder no ordena, o, para mejor decir, ordena, pero no de la forma convencional. El líder persuade primero al liderado de que él está capacitado para llevarlo a un buen destino. Persuadida la persona, el líder no necesitará “mandar”, bastará con que solicite hacer determinada acción y la persona la hará (salvo que sea un necio) porque sabrá que eso será lo mejor para él y su grupo.

El líder dispuesto a defender a la masa en riesgo, deberá saber que en ocasiones la misma masa desconoce, ignora, el riesgo que corre. Y aun más: si el riesgo se debe a una equivocada acción de la masa (una mala elección, por ejemplo), el mismo líder comprometido con el bien común corre el riesgo de quedar desacreditado ante el grupo si pretende ser directo e ilustrar sobre el error cometido. Se trata de eso que en comunicación algunos llaman, “rebote adverso al impulso reparador”.  A nadie le complace que le enrostren su error directamente.

¿Pero es posible que un grupo, una sociedad, un pueblo se equivoque? En realidad no. Lo que es posible es preparar la mente de la persona, del grupo, para que accione en determinado sentido; es posible convencerlo de que  aquello que es desierto lo vea como vergel; es posible manipularlo; es posible someterlo a un cuasi estado de hipnosis para que crea que lo peor es lo mejor. No se puede llamar a eso equivocación, porque bien ha sido dicho incluso en las escrituras: no peca aquel que desconoce que está haciendo mal. Un ser manipulado (como acostumbra a manipular el poder mediante técnicas y herramientas antes mencionadas) no se equivoca, porque en rigor de verdad no es él quien hace, sino un “pseudo yo” dirigido. En todo caso el error social es efecto de una estafa comunicacional de unos, ayudada por una disparatada acción de otros.

Antes esta  realidad que campea en todo el mundo, los líderes interesados en el bien común (es decir el bien para todos, sin discriminación de clases, razas, creencias, género, ideologías, edades, etcétera) tienen la obligación de despertar al hipnotizado, pero con sutileza, con delicadeza, con la mansedumbre de la paloma y la astucia de la serpiente. De otro modo el remedio puede ser peor que la enfermedad.