Por Candi

El universo, ese que no se ve, pero que es tan real como aquel que es visible y tangible, está lleno de muros; muros invisibles, claro, pero muros al fin. Incluso cada criatura, y sobre todo las racionales, esto es los seres humanos, están rodeados de tales paredes que los acompañan durante toda la vida y en todos los espacios.

El lector seguramente preguntará: ¿qué está queriendo decir el autor de este texto? La respuesta es simple: los muros de los que se habla, forman parte del intrincado, complejo y misterioso entramado en que desenvuelve su vida el ser humano. Esas paredes invisibles coadyuvan en la construcción del destino del hombre. La función que cumplen es la de permitir el “rebote” de los pensamientos, palabras y acciones de cada ser humano, pero sobretodo de los sentimientos, esos impulsos íntimos que son la causa de tales pensamientos, palabras y obras.

El universo se mueve sobre los principios de causa y efecto, de acción y reacción y el hombre no está exento de estar bajo la órbita de tales normas o “leyes universales”. Un ser que odia a otro, por ejemplo, está lanzando al universo ese sentimiento que “rebota” sobre los muros antes mencionados. Ese sentimiento negativo retornará hacia él con forma y contenido negativo. Del mismo modo ocurre con los sentimientos positivos, esos que son arrojados a la creación a través de virtudes (solidaridad, buenos deseos para el otro, buenas acciones, palabras de aliento, perdón, etcétera).

Estos principios del orden metafísico son fáciles de observar en el plano físico, material y cotidiano y el ejemplo más simple y visible es la ley de la gravedad. Cuando se arroja un objeto hacia arriba, éste se desplaza con cierta fuerza, alcanza un punto neutro, llamado de reposo, en donde ya no hay fuerza que lo impulse, pero de inmediato el objeto retorna al punto de partido con la misma fuerza y en sentido contrario impactando sobre quien arrojó el objeto en cuestión.

En el plano metafísico ocurre exactamente lo mismo ¿Por qué no habría de ser así? Los grandes sabios herméticos, a veces denostados por las religiones, han dicho con certeza algo que debe ser desmenuzado y comprendido: “como es arriba es abajo”, es decir como es el universo es el átomo, como es la naturaleza de la causa será el efecto. El antiguo testamento pone en boca de la divinidad estas palabras: “Mía es la venganza, Yo pagaré, dice el Señor”. La palabra “venganza” no puede ser interpretada según la acepción que hoy le conocemos. Para analizar esta frase es necesario remitirse al antiguo significado arameo, que tiene más que ver con “retribución de Dios según la obra”.

El mismo Jesús, en una cita nunca bien explicada por el cristianismo, aludió a la ley de causa y efecto, de acción y reacción en el orden metafísico: “todo lo que ates en la Tierra será atado en el Cielo y todo lo que desates en la Tierra será desatado en el Cielo”. A menudo se circunscribe esta enseñanza al poder que Jesús da a sus discípulos para reconciliar o no al hombre con Dios, pero subyace otro significado encriptado en esas palabras: el principio de causa y consecuencia que rige el universo.

La filosofía y la religión oriental ha sido más directa, más explícita y habló de karma ¿Qué es el karma? Podría decirse que es una fuerza que determina nuestro destino según sean nuestros pensamientos, palabras y acciones. “Aquello que pienso, expreso y hago determinarán las circunstancias que afectarán mi vida”. Como dijo una amiga “el destino se encarga de darle a cada uno lo que merece”, pero el destino se amasa en nuestra mente y se hornea en nuestras palabras y acciones.

Por eso expresó Moisés al terminar su encuentro con Dios que duró varios días el gran mandamiento: amarás a Dios (y a su creación) con con toda tu fuerza, con toda tu alma, y a tu prójimo como a tí mismo y subrayó luego: para que te vaya bien en la tierra que te doy por heredad.