Por Facundo Díaz D’Alessandro – 70/30

Una fuerza de la naturaleza tan potente como la música, sólo pasible de ser canalizada a través de la humana fe en sí mismo, otorga a los osados que se atreven al sacrilegio de bajarlos al fango de las palabras (mejor dicho, de las brutas palabras que uno le pueda poner a tal fenómeno) casos tan especiales como el de Pablo Rodríguez o, como es mundialmente conocido, “Piturro” Benassi, guitarra y fantasía de Shocklenders (entre otras cositas lindas).

Algunos podrán decir que con ese nombre símil blue note tenía por recorrer un inevitable camino allanado o glorioso a campo traviesa de ritmos con raíces negras, cuyo origen fuera otrora testimonio de la intuición y la necesidad humana constante de redimirse ante una realidad que tiene con qué apabullar espíritus y/o conciencias.

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De forma más comprobable, se está ante un caso de uno entre mil cuando tantos músicos contemporáneos a un par (gremio donde hay mucho ego mal colocado y autosatisfacción onanista) se ocupan de elogiar, además de su entereza y calidez, su estilo, su sello y su legado en la música sobre todo, ya no sólo en la escena local sino también en términos de adaptación y apropiación a un género o un tipo de bandas algo inclasificables, paridas de lo mestizo (a la manera de un collage superpuesto) que irrumpían en los primeros 90’ para aportar frescura, atrevimiento y un nuevo “audio”. En el caso de Piturrito, correspondía a atender una búsqueda incansable (de sonidos, armonías, sabores, libertad, caos que justifique el cosmos).

Ese impulso es el que lo llevó a intentar aprender a tocar el piano a sus 16 o 17 años, algo en lo que supo, según sus propias palabras, “fracasar con todo éxito”. Un aprendizaje que puede haber resultado clave, en una época difícil, de juventud y extrema sensibilidad: ser capaz de asimilar la derrota y reconvertirla en algo positivo, que permita crecer, desenvolverse, explorarse, hallarse y perderse nuevamente.

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Esa voluntad decantó en la guitarra, de allí en más su ladera en un destino musical que lo llevó a vivir en otras partes del mundo y a estar junto a artistas de toda índole y pelaje, todos los cuales se han asombrado por su genialidad y capacidad intuitiva para ejecutar su instrumento, hacer música.

Primero fue Cal Hawk, después vinieron Los Héctores, Hijos del Reyna, Pordioseros, hasta que tomó forma Shocklenders, una banda con todos los elementos individualmente necesarios y ese extra providencial para trascender, llámese mística, fuego sagrado o invencible amor propio, a uno y al proyecto (cuando se logra fundir ambos, la perseverancia inevitablemente traerá calidad), que hace que, como las diferencias personales, el tiempo o la muerte, sea ya “parte del ser”. Acompaña un proceso que no puede detenerse ya. Como anillos de la vida, girarán.

La misma banda lo llevó a España, donde se truncaría por años el proyecto y vendrían nuevas aventuras. Instalado definitivamente en Barcelona, tocó en otras formaciones entre las que es inevitable destacar, por la masividad de lo mainstream, a Manu Chao. Esa experiencia fue descrita por el Benassi rosarino como “alucinante”, porque le permitió conocer otra veta de la profesión, con ensayos de seis horas diarias y otras yerbas que supo valorar pero, quién sabe, serían también las que lo llevaron a culminar ese vínculo tiempo después.

España le dio también la cocina, su otra pasión. Obviamente, lo relacionaba con la música, a eso lo remitía y quizás de allí su devoción -en especial, por la cocina vasca-, donde prima “la improvisación y la mezcla” y se busca el placer efímero en la boca del comensal a partir de la creación espontánea. “Como la música pero en vez de los oídos, con el paladar”, le diría a Popono, histórico cantante de Los Vándalos, en alguna vieja entrevista.

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Un espíritu libre, alegre, muy buen amigo, brindador de cariño fraternal. Seguramente, como todos, habrá tenido su “lado dark”, el oscuro lado de la luna que cada uno oculta (o no) para mirar en soledad en algunos ratos y tratar de ser mejor (o resignarse a que a veces hay que aprender a ser el peor). Esa es ‘arena de otro costal’, que enriquece y no castiga a un personaje, aunque requiera de otro tipo de relato y extensión para abordarse consecuentemente.

El final, para algunos sorpresivo, para otros esperable, llegó hacia fines de 2017, a los 48 años, cuando todavía seguramente quedaba camino por recorrer, pero ya nada podría reprocharse sobre el recorrido pertrechado en la entrega y el compromiso con el propio sentir y la obra. El último tiempo, cuentan, lo encontró navegando, quizás, como dice alguien que lo conocía y quería, para confirmar la teoría de que era pirata. Quizás, como decía él, porque era “una persona hecha del desarraigo, que está buscando siempre algo de qué agarrarse”. Eso sí que es un desafío en el agua, donde el desarraigo es la metáfora perfecta.

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Foto de tapa: Myriam Martino