Por Facundo Díaz D’Alessandro – 70/30

Si no es para habitar la casa que construimos una casa, cuando alguien la deconstruye se decide literalmente a “vivir afuera”, sin encierro. A la intemperie. Sin muros. O con todos los muros a disposición.

Cachilo escribió alguna vez, en alguna fachada, “para morir por la Patria, primero hay que vivir”. ¿Lo habrá pensado ya entonces, allá por la sinuosa frontera de los años 70′, y con más de 40 abriles encima, cuando se transformó? El poeta escondido (cartero en nido), como un héroe obstinado con el deber cumplido, abandonó sus “hábitos” y entregó un primer mensaje poético, garabateado por esta vez en el aire y no en una pared. “Mi último metro de libertad es realmente mío y hago con ella lo que quiera, incluso ser un linyera. Seguro que vos no te animás. Y aun así, puedo trascender muchísimo más que siendo el hombre ejemplar que sigue las reglas y encanta a todos con su ingenio locuaz”.

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Higinio Maltaneres mutilaba para siempre su antiguo ser, para dejar paso al croto viejo, al criollo norteño, a Cachilo, el pájaro barbudo y cantor, que coparía los muros de la ciudad portuaria con sus poemas/graffitti y pasaría a la historia años después, en los 80′, y sobre todo después de su muerte, en los 19-2000, inmortalizado en alguna entrevista, en canciones, recopilaciones, documentales y seguramente un sinfín de reacciones desconocidas y menos elaboradas, pero igual o más valiosas.

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O quizás nunca siquiera pensó nada de eso y simplemente sufrió un dolor insoportable, irredimible, y se echó a la calle. De todas maneras, decisiones son decisiones, cada día, y el tipo la tomó. Lo importante, lo potente del último mensaje de Higinio y el primero de Cachilo, no está en la trascendencia que haya podido lograr sino en que lo hizo (muy) desde afuera del perímetro. Más allá del margen tolerable de dignidad que nos autoexigimos para considerarnos ciudadanos, rosarinos. El croto está afuera de todo. O libre de todo, y así quizás la crotada local es una logia secreta, verdadera dueña de la ciudad (o al menos la que la sostiene mientras la mayoría duerme, y entonces la salva), y salen de noche a tomar posesión de sus dominios. Nosotros, los que no nos atrevemos a habitarla completa, sin prejuicios ni pretensiones, los que dormimos adentro y, con suerte, acompañados, nunca lo sabremos. Algunos se atreverán a intentar comprobar semejante fantasía literaria que aquí ya es dislate, pero es a lo que invita Cachilo, de quien dicen que hasta tenía poderes premonitorios, como cuando vaticinó el ganador a la cabeza en la quiniela, o incluso escribió su muerte en 1991, en la víspera. (“Cadáver resto, disculpen si molesto”).

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De cualquier manera, es difícil que sus contemporáneos hayan podido abstraerse a pensar en él de esta manera (lo de ellos era más real). Gracias a los que rescataron su historia y su obra, hoy se puede recordarlo y escribir sobre él, intentar descifrarlo, dejar que las letras que surgen de las puertas abiertas tras las palabras muertas, nos digan algo. Pero antes de ser un mito, lo que significa ser casi un semidiós, era el linyera que escribía cosas ingeniosas, lindas, chocantes, negras, en las paredes de la ciudad. Y eran leídas por cualquiera que pasase por donde estaban escritas, y no sólo por el mismo círculo de gente de siempre, del palo. Y probablemente así, y sólo así, él querría ser advertido (el recuerdo es un pecado). Perdón Cachilo, pero de un nacido y criado a otro, aquí el engaño es parte del combo: amigo corsario, estamos en Rosario.

Gentileza: ilustración de Manuel Aranda, publicada en el Nº1 de la Revista «Rita La Salvaje», de junio de 1991.

Foto de Norberto Puzzolo (7 de febrero de 1982).

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