En el otoño de 1810 la realidad de estas tierras cambió para siempre. Entonces todavía resonaba en el Virreinato del Río de la Plata el sonido de los enfrentamientos de la heroica resistencia a las invasiones inglesas y los criollos llevaban ya un tiempo discutiendo en toda América ideas y planes de emancipación.

La Revolución de Haití inauguró el camino en el continente y el derrumbe de la Corona española generó el escenario propicio para que se empiece a discutir el poder colonial. Con el aliento de rebeliones anteriores, como la de Túpac Amaru -ocurrida en el Virreinato del Perú entre 1780 y 1783- y Túpac Katari -ante la opresión colonialista en Bolivia- Chuquisaca y La Paz se levantaron en 1809, pero la rebelión se ahogó en sangre.

El derrotero histórico de la región les ofrecerá revancha y recogerá de esas irreverencias un legado: la necesidad de transformar el presente. En abril de 1810, la Revolución triunfó en Caracas y en el Río de la Plata el Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros pidió al pueblo reafirmar la fidelidad con España, pero es tarde. Los criollos exigieron un Cabildo Abierto y, acorralado, el administrador colonial español aceptó.

La mañana del 22 de mayo el Cabildo comenzó la sesión y el debate no tardó en enardecerse. Los revolucionarios propusieron que el Virrey cese en su mandato y que se vote una Junta de Gobierno sobre la base de la participación popular. Un día más tarde, el 23 de mayo, se resolvió la destitución del Virrey, pero a espaldas del pueblo los seguidores de Cisneros maniobraron a favor de la Corona organizaron una votación para erigir una Junta Provisional presidida por el propio Baltasar.

El amanecer del 25 de mayo encontró al pueblo sobre la Plaza de la Victoria con una demanda que se arrastrará hasta los días presentes: la necesidad popular de conocer qué es lo que ocurre tras las paredes que recubren el accionar de los gobernantes. «El pueblo quiere saber de qué se trata», bramaron los que estaban en el lugar.

Cisneros se negó a retirarse y convocó a las milicias, pero éstas respondían al comandante del Regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra, y se pusieron del lado de los manifestantes. El Virrey, sin las armas de su lado y a la deriva por la convulsionada coyuntura europea, no pudo evitar ceder.

A las tres de la tarde de ese viernes que comenzó sus horas impregnadas por la lluvia, el frío y las oscuras maniobras de la Corona, finalmente juró el primer Gobierno Patrio, presidido por Saavedra. Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu, Juan Larrea fueron los vocales; Juan José Paso y Mariano Moreno, los secretarios.

La Revolución asumió y en ese mismo instante comenzaron sus escollos. Las diferencias internas entre los integrantes del gobierno fueron las primeras dificultades, pero la reacción de las tropas realistas también hizo todo lo que estuvo a su alcance para frustrar los sueños de emancipación.

El asesinato -y desaparición de su cuerpo- de Mariano Moreno fue la primera puñalada al sueño revolucionario. El afán emancipador del político, abogado y periodista encontró su final al ser envenenado el 4 de marzo de 1811, cuando viajaba en una fragata, enviado por Saavedra a una misión diplomática inglesa. Los escritos que dejó el secretario del primer gobierno patrio tienen una vigencia que demuestra lo inconcluso del proyecto revolucionario.

“Los pueblos deben estar siempre atentos a la conservación de sus intereses y derechos y no deben fiar más que de sí mismos. El extranjero no viene a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas pueda proporcionarse. Recibámoslo en buena hora, aprendamos las mejoras de su civilización, aceptemos las obras de su industria y franqueémosle los frutos que la naturaleza nos reparte a manos llenas; pero miremos sus consejos con la mayor reserva y no incurramos en el error de aquellos pueblos inocentes que se dejaron envolver en cadenas, en medio del embelesamiento que les habían producido los chiches y coloridos abalorios», escribió en aquellos años.

Su cuerpo fue arrojado a la profundidad en plena navegación. Saavedra, enemigo interno de Moreno en el gobierno, manifestó al conocer la noticia: “Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego”.

La muerte de Juan José Castelli, «el orador de la revolución», a causa de un cáncer en la el 12 de octubre de 1812 dejaron cada vez más solo al otro cerebro del plan emancipador, Manuel Belgrano, a quien se recuerda pocas veces como el economista que despreciaba «los grandes monopolios» y bregaba por la promoción de la industria nacional.

Hoy, cada argentino es heredero de esa Revolución inconclusa que se carea a diario con la prosapia de un colonialismo diversificado e inmiscuido en las nuevas dependencias de un país que tiene pendiente oír el ruido de rotas cadenas.