Infierno, silencio, desinformación, terror, malformaciones son algunas de las palabras que se repiten, se abultan, resuenan y resisten al paso del tiempo en el relato de sobrevivientes de la explosión de la central nuclear de Chernobyl, en Ucrania, que hace treinta años liberó una cantidad de radiación equivalente a 400 bombas de Hiroshima.

Convertidos en cronistas involuntarios de la tragedia que causó cientos de miles de muertes por cáncer e infinidad de fallas orgánicas producto de la radiación, miles de sobrevivientes de la catástrofe migraron a la Argentina alentados por el aire puro y la promesa de una visa sin restricciones del gobierno que encabezaba Carlos Menem.

Lo último que Lyudmyla Panasetska recuerda hoy de sus días en Estación Yanius, junto a su marido y su hijo pequeño, es que era una vida feliz. Tenía 25 años, estaba embarazada de ocho meses y, por ese entonces, los dos kilómetros que separaban su casa de la planta de Chernobyl significaban la irrelevancia de un simple dato geográfico.

Aquel último día de esa vida que alguna vez tuvo Lyudmyla, la maquinal rutina familiar en el departamento al que se habían mudado hacía sólo ocho meses se vio ligeramente sobresaltada el 26 de abril de 1986 por un breve temblor que sacudió los platos que estaban sobre la mesa.

“No sabíamos qué era, pero no le dimos importancia; supusimos que se trataba de un pequeño sismo”, rememoró a los 54 años desde su casa que hoy queda en el barrio porteño de Villa Luro.

Lejos de un movimiento tectónico intrascendente, aquella vibración había sido el rugido, la onda expansiva provocada por la explosión del reactor 4 de Chernobyl, el accidente nuclear más grande de la historia y que al día de hoy constituye uno de los mayores desastres medioambientales producidos por el hombre.

“Lo primero que escuché el sábado cuando me levanté -agregó- fue una charla de mis vecinas sobre un estallido en la planta y que el lugar donde vivíamos ya no era seguro, pero el gobierno y los noticieros no informaban nada”.

Ese silencio, que se extendió durante todo el día, se quebró a medianoche cuando empleados del ferrocarril donde trabajaba su esposo le notificaron que debían evacuar la zona. La orden no parecía revestir demasiada peligrosidad: debían tomar documentos, comida y muda de ropa para sólo tres días y luego tomar un tren a ciudad Vilcha, a 10 kilómetros de la central nuclear.

“Cuando salimos el aire se sentía espeso, la gente empezaba a inquietarse y la estación era un caos, lleno de niños tapados con mantas”, recordó Lyudmyla, que por ese entonces transitaba su último mes de gestación.

Pero la supuesta brevedad de aquel éxodo involuntario se convirtió en un desarraigo permanente: la familia jamás regresó a su casa y la monotonía del trabajo de su esposo se quebró cuando fue convocado como “liquidador”, eufemismo para los trabajos de contención de la catástrofe y que significaba la exposición a elevadísimos niveles de radiación.

“Por suerte mi hija nació bien, pero a mi marido lo mandaron al infierno y hoy está postrado en una cama con hidrocefalia”, dijo sobre las consecuencias de aquel trabajo: acompañar a los vagones que trasladaban materiales al lugar de la tragedia.

Primero sintieron «dolores de cabeza, de garganta, en el hígado, vómitos y tos”, detalló y luego dijo: “En ese momento estaba la Ley Seca pero a ellos les daban dos botellas de vino y una de vodka al mes porque decían que eso evitaba los efectos de la radiación, pero en realidad eran medicamentos para no pensar”.

“Éramos todos voluntarios obligatorios”, advirtió Aleksandr Zagorodniuk, hoy remisero en el partido bonaerense de Moreno. En 1986 tenía 30 años y trabajaba como chofer de camiones para la construcción de una planta nuclear a 800 kilómetros de Chernobyl cuando lo llamaron para llevar arena, piedras y cemento para tapar el desastre.

“Los civiles debíamos prestar dos semanas de trabajo versus la amenaza de ser reclutados para el Ejército, donde se hacían los trabajos de más riesgo”, explicó.

Aleksandr se refiere a la tarea de subir por cuarenta segundos y con protección obsoleta al techo del reactor para arrojar hacia abajo el grafito radioactivo.

De acuerdo con cifras de la Fundación Chernobyl Children International, de los 700.000 liquidadores 40.000 fallecieron por causas directas a la radiación, 70.000 padecen algún tipo de discapacidad y el 20 por ciento terminó suicidándose.

“Nosotros no teníamos conciencia de los riesgos, nos mandaban con barbijos de médico y guantes de algodón y el gobierno no daba información sobre el peligro al que nos exponíamos”, agregó.

Luego, por toda compensación, recibió una paga triplicada por aquellos jornales, una medalla y un carnet que le permitía viajar gratis en colectivo y comprar medicamentos a mitad de precio.

Hay miles de personas con malformaciones, familias diezmadas, incontables personas con secuelas irreversibles. Todavía no puedo creer cómo me robaron la vida en ese lugar lleno de flores, plantas, con gente joven. Yo estaba muy feliz de vivir en Estación Yanius”, concluyó Lyudmyla.

Foto: Laura Cano