«Ningún hombre es una isla», reza el poema de John Donne, y, en época de pandemia, tampoco lo es ningún país. Singapur, referente por ser uno de los pocos estados inicialmente capaces de frenar la curva de contagios sin recurrir a las draconianas medidas que han confinado a un tercio de la humanidad, ha dejado de ser una excepción. La ciudad-estado asiática, plaza financiera regional, ha impuesto durante un mes un semicierre nacional bautizado como ‘circuit breaker’ (cortacircuitos). En argot bursátil, el bloqueo temporal de las transacciones cuando hay riesgo de ventas masivas movidas por el pánico.

Si el riesgo en este caso son las crecientes infecciones —1.623 hasta el 8 de abril—, el pánico es que las transmisiones queden fuera de control. Ese es el escenario bajo el que la isla, de apenas 5,7 millones de habitantes, contemplaría decretar la alerta roja por el impacto de la pandemia. De momento, pese al rápido incremento de contagios, que se han duplicado en menos de dos semanas, se resiste a hacerlo. Singapur mantiene aún la alerta naranja -la segunda más grave-, recurriendo a circunloquios para referirse al cierre parcial del país.

“En vez de prestar atención a la palabra cierre o bloqueo, que significa cosas muy diferentes para cada uno, centrémonos en las medidas”, aseguró el ministro de Desarrollo Nacional, Lawrence Wong, al anunciar el ‘circuit breaker’ el pasado viernes. No obstante, las nuevas restricciones coinciden con otras impuestas en muchos lugares del planeta en los que sí se habla claramente de cierre o confinamiento, tanto en los vecinos Malasia o Filipinas como en España u otros países de Europa.

Todo cerrado

Desde este miércoles, 8 de abril, y hasta el próximo 4 de mayo, todas las guarderías, colegios y universidades de Singapur permanecen cerrados. La mayoría de ciudadanos de esta cosmopolita nación, donde habitan más de un millón y medio de extranjeros, trabaja ya desde sus viviendas; solo los negocios esenciales, entre ellos supermercados, farmacias y bancos, permanecen abiertos. Los restaurantes, todavía operativos, únicamente pueden servir comida para llevar o a domicilio.

Las autoridades han urgido a la población a que permanezca en sus viviendas en todo momento, salvo para ir a comprar alimentos o hacer ejercicio, siempre y cuando lo hagan solos o en compañía exclusivamente de las personas con las que viven. El parlamento isleño ha aprobado una ley para impedir la socialización en la calle y la invitación a terceros a los hogares, so pena de severos castigos: multas de 10.000 dólares singapurenses (unos 6.500 euros) y hasta seis meses de cárcel por la primera ofensa.

El resultado es una imagen similar a la que se vive en tantas partes del mundo: calles vacías, establecimientos cerrados y con los rascacielos de la futurista isla más protagonistas que nunca del paisaje urbano. Una escena que, en Singapur, donde los casos habían subido gradualmente durante casi dos meses desde que se registró el primero el 23 de enero, resultaba marciana hasta hace poco. “Hemos mantenido la epidemia bajo control”, aseguró el primer ministro, Lee Hsien Loong, en un discurso televisado el pasado viernes y pronunciado en inglés, chino y malayo, junto al tamil las cuatro lenguas oficiales del multirracial país. “Pero observando la tendencia, me preocupa que, a no ser que tomemos medidas más firmes, la situación vaya a peor, o un nuevo brote nos lleve al límite”, subrayó el dirigente, hijo del conocido como ‘padre’ de la patria, Lee Kuan Yew, quien convirtió la que hace un siglo no era más que una isla de pescadores en uno de los países con mayor renta per cápita del planeta.

¿Qué ha ocurrido, entonces, para que la nueva “tendencia” ponga a la próspera nación contra las cuerdas? “Muchos de los que han regresado recientemente del extranjero son muy jóvenes y podrían haber tenido síntomas muy ligeros de Covid-19 (la enfermedad provocada por el nuevo coronavirus), que quizás no se les ha detectado y han ido pasando a otros”, explica Ooi Eng Eong, subdirector del Programa de Enfermedades Infecciosas Emergentes de la Universidad Duke-NUS de Singapur. Este departamento se encuentra detrás de hallazgos inéditos sobre el patógeno —un test serológico que detecta el coronavirus incluso en pacientes recuperados— y del desarrollo de una vacuna junto a la compañía biotecnológica estadounidense Arcturus Therapeutics.

El virus rebota en Europa

Como sugiere Ooi, esta segunda ola de casos en la isla ha tenido orígenes distintos a la primera: si los de enero y febrero mantenían normalmente vínculos con China, el foco original de la pandemia y el principal emisor de turistas de Singapur, en la actual muchas infecciones han sido importadas de Europa y EEUU. A medida que el coronavirus causaba estragos en esos países, miles de los cerca de 200.000 singapurenses que viven en el extranjero —muchos jóvenes estudiantes— regresaban a la isla. Algunos, enfermos. Algunos, sin síntomas detectables, apunta el experto en biología molecular.

Así, aunque las primeras infecciones fueron contenidas gracias en parte a que Singapur prohibiera rápidamente, a comienzos de febrero, la entrada a todos los pasajeros procedentes de China o que hubiesen estado allí en las últimas dos semanas —el supuesto periodo de incubación del virus—, la estrategia de cerrar fronteras no ha servido esta vez. Aislada prácticamente del mundo, pues desde finales de marzo la isla solo permite el regreso de singapurenses o residentes, el cerrojazo a sus confines ha llegado tarde. El enemigo ya estaba dentro: solo este miércoles, la ciudad-Estado reportó 142 nuevos casos, la cifra diaria más alta hasta la fecha.

Aparte de la crecida de contagios, uno de los principales problemas es que muchos de los nuevos casos, alrededor de la mitad según el día, no tienen vínculo con otros brotes ya detectados. El trazado de conexiones entre infecciones ha sido uno de los pilares de la estrategia de Singapur para cercar al virus: al establecerlas, la isla podía ir un paso por delante y localizar a posibles enfermos.

Gracias a su pequeño tamaño, un potente sistema de videovigilancia y al empleo de todo tipo de recursos, desde servicios tradicionales de detectives hasta sofisticadas aplicaciones tecnológicas de seguimiento —la llamada Trace Together (rastreemos juntos), de descarga voluntaria, registra a través de Bluetooth la distancia entre usuarios y la duración de sus encuentros—, cualquier ciudadano puede ser contactado de forma inesperada desde hace meses. Una voz al otro lado del teléfono corrobora si, en línea con las pesquisas, el “sospechoso” ha estado en el lugar donde se tiene constancia de que ha habido un infectado. De confirmarse, el posible contagiado queda obligado a aislarse en su vivienda durante dos semanas.

Del confinamiento selectivo y el cuasi espionaje, mejor tolerado en un país acostumbrado a que las libertades individuales se sacrifiquen en detrimento del bien colectivo —Singapur mantiene un férreo control sobre la prensa y permite escasas manifestaciones—, se ha pasado al aislamiento generalizado. Ooi considera que las medidas actuales no se deben a que “no haya suficientes recursos para mantener la estrategia previa, sino a que el número de casos sin vincular es mayor. La situación es más compleja, agravada por los contagios asintomáticos”, alerta.

No hay fórmula mágica

En cualquier caso, el experto cree que las nuevas medidas han llegado a tiempo. Singapur, cuyo exhaustivo trabajo en detectar los casos de coronavirus “impresionó” al director de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, tiene aún capacidad hospitalaria y una cifra muy baja de fallecidos (seis por el momento). Cuando España decretó el estado de emergencia el 14 de marzo, el Ministerio de Sanidad daba cuenta de 120 fallecidos y 4.231 infectados, cerca de 3.000 en Madrid, con una población más similar a la de Singapur, de apenas un millón más de habitantes (6,6 en toda la Comunidad).

Pero Singapur también cuenta con mucha más experiencia que España, en este caso, para gestionar la epidemia. Al igual que otros lugares de Asia que han capeado con cierto éxito la embestida del coronavirus, entre ellos Corea del Sur, Taiwán o Hong Kong, la isla tiene aún muy presente la experiencia del SARS (síndrome respiratorio agudo grave). Surgido en 2003 y provocado por otro coronavirus, la enfermedad afectó a unas 8.000 personas de 26 países, frente a las más de 175 naciones por las que se ha propagado la Covid-19. “El brote está evolucionando rápidamente y el Gobierno, que aprendió las lecciones del SARS —que dejó más de 200 infectados y 33 muertos en Singapur— ha hecho un gran trabajo tomando medidas que evolucionan con el progreso de la epidemia”, subraya Wang Linfa, el director del Programa de Enfermedades Infecciosas Emergentes de Duke-NUS.

La experiencia sirvió a Singapur para anticipar la importancia de los test de detección y disponer de suficientes, a diferencia de lo ocurrido en otros países. Pero no ha librado a la isla de verse retada por una enfermedad todavía muy desconocida que, aunque menos mortal que el SARS, se propaga más fácilmente: si hace un mes un brote incontrolado resultaba poco previsible, como coincidían expertos del país, cada vez resulta más plausible. Solo entre los trabajadores inmigrantes, típicamente obreros de construcción procedentes del sur de Asia, ha habido más de 100 contagios, a raíz de los cuales casi 20.000 han quedado confinados en dormitorios calificados de insalubres por sus ocupantes. La situación es una bomba de relojería, advierten desde algunos sectores.

Pese a reunir en principio las condiciones ideales para frenar la enfermedad —experiencia, recursos médicos y tecnológicos y condiciones demográficas favorables—, el país tiene aún un largo camino por recorrer. Singapur, una democracia sobre el papel pese a haber sido únicamente gobernada por el Partido de Acción Popular (PAP) desde su independencia de Malasia en 1965, combate el virus mientras trata de mantener la economía a flote. El pasado mes, la isla, sin más recursos que los humanos y muy dependiente de las exportaciones, redujo su previsión de crecimiento anual a un rango entre el -4% y el -1%, frente al pronóstico del -0.5%/ 1.5% anterior. Su aeropuerto, uno de los más transitados de Asia, ha decidido cerrar una de sus cuatro terminales durante dieciocho meses de cara a la menguante demanda.

Aunque las previsiones no incitan al optimismo, Singapur espera que las próximas cuatro semanas desemboquen en una situación más “sostenible”, tal y como confió su primer ministro al decretar las nuevas medidas. El país espera evitar así la alerta roja y un cierre más radical, con la mirada puesta también en unas elecciones que, como tarde, han de celebrarse en abril de 2021. Ooi prevé que el regreso a la normalidad será también paulatino.

“Sospecho que no volveremos ipso facto al punto en el que estábamos la semana pasada, la reapertura se hará en fases”, asegura. Si se puede extraer alguna lección del caso de Singapur, añade el experto, es que “no existe la fórmula mágica” contra el coronavirus. Y que no se puede bajar la guardia. “Cuando pase la tormenta y la situación esté más controlada, hay que continuar impulsando un programa de detección muy activo hasta que haya una vacuna disponible en el mercado”, concluye.